Gojira procesado por Hollywood.
Mi primera impresión al salir de la función de Godzilla fue que por primera vez Hollywood le hace justicia. Pero con esto no me refiero a la película sino exclusivamente al lagarto gigante y su imponencia en la pantalla. Edwards sabe que una de las claves para que su aparición funcione es no develarlo demasiado rápido. Por eso, a la hora de presentarlo, el director está a la altura de todas las dimensiones: la de su aparición, la de nuestras expectativas y las del gigantesco reptil. Una de las principales diferencias entre éste y el de 1998 es, a primera vista, su gigantesco tamaño.
Lo que comenzó en 1954 con un actor dentro de un traje de goma pasó a ser un dinosaurio digital. Un CGI XL y anónimo, sin personalidad. Lo que pasa tanto en la versión de Emmerich como en esta es que no podemos ni amarlo ni odiarlo. El Godzilla despertado por Hollywood no tiene ni el sentido alegórico ni la personalidad que emanaba el de Toho. En lo único que lo supera es en dimensión. Pero dejando de lado la espectacularidad del monstruo, gracias a los efectos especiales facilitados por la tecnología actual, Hollywood demuestra por segunda vez su incapacidad para crear algo mejor -cuando se trata del subtexto, eso que debería reptar bajo los efectos especiales- que su fuente de origen.
Lo verdaderamente monstruoso aquí es que las remakes de Edwards y Emmerich pasan al ícono japonés por la procesadora de Hollywood, eliminando cualquier reflejo de sutileza posible, nivel de profundidad o simbolismo. Sin embargo, Edwards aporta un rasgo interesante: la radiación, fuente de alimento del bicho, no la buscará en Japón sino en los depósitos de basura nuclear de Estados Unidos. Lo que sería una metáfora hiladora de la película, si no quedara lavada por la pobreza de la propuesta.
Pero hay algo de esa esencia del mutante nacido originalmente de las orillas del Océano Pacífico -la acción comienza en tierras niponas- en el marco de un Japón traumatizado por las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki. El fuego radioactivo sigue ardiendo en las fauces del monstruo y Edwards no le escapa al tema nuclear, pero sin alcanzar la reflexión que sí hay en la película japonesa; no sólo porque funcionaba como metáfora de las catástrofes atómicas sino porque estaba hecha de otra sustancia que la de Edwards o la de Emmerich. Esa sustancia es la del contexto histórico que le pertenece. Gojira de 1954 emerge casi como un manifiesto anti nuclear. El monstruo es la bomba. Y Estados Unidos. Y la virtud de la película, la inteligencia de Ishiro Honda, radica en nunca culparlos explícitamente. La evidencia está escondida en la esencia. Por supuesto, en su primera versión estadounidense el único culpable posible es toda la humanidad. En general.
Lo rescatable de Godzilla aparece en la primera parte. Con su entramado de tejidos emocionales a cargo de Binoche y Cranston promete como lo hacía el comienzo de la de Emmerich en el mar, dentro de un pesquero japonés. Pero cuando ya no hay Binoche ni Cranston, comienza la verdadera catástrofe cinematográfica. Los transformers voladores a los que se enfrenta Godzilla, -creados por el hombre como consecuencia de experimentos radioactivos- repiten el mismo error cometido por Emmerich con la inclusión de esos horrendos velociraptors allá por 1998. Lo interesante de Godzilla es su condición incontenible y letal (que Emmerich supo aprovechar en las secuencias de destrucción masiva, quizás lo único que funcionaba en su versión), estados que aquí brillan por su ausencia dejándonos la sensación ser una mera presencia, por más imponente que sea…
Por Elena Marina D’Aquila