Darren Aronofsky, que en el lejano Festival de Mar del Plata de 1998 había generado en algunos cierta expectativa con Pi (y que ahora, con El Cisne Negro, evidencia que El Luchador no fue sino algo parecido a un espejismo en su descendente camino, que se explica sólo por el regreso de entre los muertos del mostro Rourke y la magia de la enorme y hermosa Marisa Tomei), se demuestra como un hábil vendedor de humo, construyendo “movidas” que hacen que los ojos de la crítica y los medios se posen sobre sus producciones (en una línea que, de alguna manera, lo emparenta con Lars von Trier y Gaspar Noé).
Ahora, ¿qué decir concretamente sobre El Cisne Negro?
La explotación del ballet parece rendir frutos al tiempo que abre las puertas de una supuesta “alta cultura”. Si a eso sumamos altas dosis de un pedestre psicologismo (especialmente pensado para el consumo masivo, como la autoayuda de El Discurso del Rey), el resultado se acerca a lo que es esta película. Ya lo sabemos: páginas y páginas de diarios y revistas garantizadas, ponderando cuánto habría trabajado Natalie Portman para conseguir el físico, la postura y el andar de una bailarina profesional (¡y bailar parte de las coreografías… guau!); otros tantos estudios sesudos en torno a la relación del artista con el arte, a la necesidad de brillar y ser triunfadores, a la competencia en el ámbito de la cultura, del trabajo, etc.
Ok, ¿y el cine?
La fórmula podría resumirse de la siguiente manera:
Ballet for dummies
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Psicología for dummies
El Cisne Negro
La impostura y la exageración no aparecen en el caso como una contaminación pertinente del expresionismo propio del ballet. Por el contrario, el registro algo frío de la filmación (que se acerca en muchos momentos a la sensación de un making of o un reality show de lo que ocurre tras bambalinas antes de un gran estreno de ballet), deja aún más en evidencia la superficialidad de los conflictos, la ramplona creación de lugares comunes en torno a lo que se nos intenta presentar como la pérdida de límites entre ficción y realidad, entre la obra que se está poniendo en escena y la vida de los artistas que la deben llevar adelante. Para colmo, en lo que estrictamente tiene de musical esta película, nada hay de nuevo (o de clásico) que justifique detenerse en un acercamiento a los cuerpos en movimiento que poco tiene de poesía o emoción y que, en su acercamiento gimnástico-televisivo al movimiento no provoca sino elevar en la memoria el recuerdo del ballet acuático de Piraña 3D.
Los juegos de espejos, las imágenes y reflejos explicativos, las nada sutiles referencias a las pulsiones y represiones sexuales, aparecen subrayadas a un punto que sólo se justificaría en un lenguaje como el del ballet, en el que la palabra hablada no forma parte de los signos o herramientas utilizables. Como si fuera necesario, además, ahí tenemos el omnipresente rictus de Natalie Portman (que compone el personaje de una actriz que sobreactúa, para ganar un Oscar, interpretando a la bailarina en cuestión), operando como el subtitulado que pende sobre el escenario en la ópera, clausurando toda posibilidad de ambigüedad.
Tras asistir a la función de prensa me imaginaba posibles líneas de diálogo a escuchar en la cola del baño de mujeres del cine, haciéndose cargo de la relación artista-personaje:
– ¿Viste la bailarina? Bueno, la actriz que hace de bailarina. Leí en La Nación que tuvo que hacer 5 horas de danza todos los días durante un año… ¡Y qué flaca que está!).
– Y cómo sufre, pobrecita…
– Claro, es que esa chiruza drogadicta le quiere sacar el papel y ella tan recatadita, tan de su casa.
– Bue, la verdad es que una cosa es ser decente y otra ser frígida.
– Es cierto, pero si te coge el cisne, te morís.
Por ahí viene la cosa. Y parece que funciona (comercialmente).
Ello no obstante, hay algo en el exceso, algo en algunas decisiones expresivas, que podrían resultar hasta ridículas, que llama ciertamente la atención. La delgada línea que separa el interés que podría generar una mirada personal de la vergüenza ajena es cruzada a uno y otro lado en forma reiterada por Aronofsky. Así, si bien es cierto que nunca se logra la explosión sentimental que con el Lago de los cisnes se pretende transmitir, un reflejo que por momentos se parece a la risa causada por el desconcierto en muchos momentos aparece durante la visión de la película. Y eso, quizás de una manera no buscada por su director, hace que algunos fragmentos de El Cisne Negro sean de alguna manera, disfrutables.