Desde hace algunas películas Assayas se enamoró del tema de la creación. Y eso de que se enamoró no es solamente una forma de decir: la manera en la que se acerca al rodaje de una película, a la escritura (y la edición) de un libro o la actuación no se parecen en nada a la celebración romántica ni a la crítica cínica, que son los dos grandes modos con los que la cultura habla de estas cuestiones. Como de costumbre, las películas de Assayas disponen un territorio familiar, que cualquier espectador es capaz de reconocer, y traman allí historias y conflictos que rechazan la espectacularidad de las certezas para buscar, en cambio, los brillos secretos de la ambigüedad y sus pliegues. En Irma Vep, El otro lado del éxito o Dobles vidas está la fascinación de la incertidumbre, el problema de los detalles, las dudas. Se sigue hablando todavía de Irma Vep como si fuera una crítica demoledora a la industria del cine francés, pero eso es algo secundario, el corazón de la película está en otro lugar, en la perplejidad con la que la protagonista observa un mundo que desconoce: Maggie Cheung mira a su alrededor y trata de comprender lo que es una producción de mediana escala (ella viene de filmar tanques asiáticos), las reglas de un rodaje en Francia y, por si eso no alcanzara, las costumbres occidentales. Para hablar de cómo se filma una película Assayas parte de la visión alucinada de una extranjera que actúa en una remake de un serial filmado hace casi un siglo. Irma Vep se ubica en las antípodas del cine que presume comprenderlo todo y que cree puede permitirse el lujo de la crítica destemplada o de la sátira cruel como lo hace Birdman con el mundo del teatro o The Square con el del arte contemporáneo. Assayas está enamorado de su tema, por eso se sitúa en los ojos de alguien (Cheung) que mira todo como si fuera la primera vez: el retrato de las dificultades de un rodaje en Francia provee la minucia realista que termina de darle credibilidad al conjunto, y muchas veces el director vira todo esto hacia la comedia, como para recordarle al público que tampoco hay que tomarse el asunto demasiado en serio. Lo mismo, o algo muy parecido, sucede en Irma Vep, la miniserie que Assayas acaba de estrenar en HBO Max.
Como es muy posible que el lector recuerde Irma Vep (la película de 1996), no tiene sentido hacer un inventario de las diferencias: entre película y serie hay tres décadas de distancia, una vida. Lo primero que salta a la vista es la plena vigencia de los protocolos de la diversidad, que parecen regir más o menos el cine y las series mainstream de todo el planeta. Assayas no se detiene demasiado en estas cosas, cumple con el cupo esperado de razas, etnias e identidades y sigue adelante. La lectura feminista, por otra parte, parece inevitable: la miniserie cuenta la misma historia que la película, pero la época dicta que Musidora deba ser tomada como ícono adelantado a su tiempo, como emblema de una mujer fuerte y seductora que impone su presencia y abre el camino a otras. Esto a Assayas le sale sin esfuerzo y sin imposturas, tal vez porque su cine tuvo siempre una sensibilidad impresionante con sus personajes femeninos, ya sea que fueran inescrutables (como Maggie Cheung en Irma Vep o en Clean) o viscerales (Asia Argento en Boarding Gate), aunque se tratara de una sensibilidad ajena a los programas y a las grandes consignas, un feminismo fuera de agenda y sin marco teórico. Mostradas las credenciales de rigor, el director se dedica a contar el mismo cuento que otras veces, el de los problemas que rodean la creación de algo, sea una película, un personaje o un libro.
Pero la miniserie, al menos hasta el segundo capítulo (todavía no pueden verse los otros), a diferencia de la película, no es un relato sobre la perplejidad sino una historia frenética donde el punto de vista se reparte entre diferentes personajes. Esa apertura le permite a Assayas jugar con registros y conflictos: la historia de Mina narra el despecho amoroso y las dudas de una actriz que no termina de identificarse con la mítica Musidora, mientras que la línea de Vidal, el director, explora el trabajo de un cineasta pero también el drama de un hombre con trastornos psíquicos (que el gran Vincent Macaigne no tarda en llevar hacia la comedia). Algunos personajes secundarios, de una precisión narrativa notable, terminan de armar la historia, como el contador severo que hace Alex Descas (al que conocemos especialmente por las películas de Claire Denis), la vestuarista díscola de Jeanne Balibar o la asistente desbordada que maniobra como puede los encargos de la producción. Esa estructura ramificada se vuelve difícil de controlar y a Assayas se le van un poco las cosas de las manos: muchas escenas parecen faltas de ritmo, contadas a las apuradas, con gags que no funcionan. No importa, Assayas nunca fue un perfeccionista sino un observador atento a la respiración de los relatos y los personajes, esa alquimia indescifrable que resulta imposible de transcribir en un guion. Por ejemplo, la mayoría de las escenas en las que está Mira fluyen con una elegancia extraordinaria, en buena medida gracias al encanto y la naturalidad que Alicia Vikander sabe darle a su personaje. En esos momentos se asiste a algo que podríamos llamar toque Assayas (aunque no se parezca en nada al de Lubitsch), efecto que consiste en convencer al espectador de que lo que se despliega ante sus ojos no es cine o ficción sino fragmentos arrancados a la vida, como si en vez de actores hubiera gente haciendo lo suyo con discreción, aunque sin las taras de lo que cada época llama realismo, donde campean automatismos y fórmulas al uso.
(Estados Unidos, 2022)
Guion, dirección: Olivier Assayas. Elenco: Alicia Vikander, Vincent Macaigne, Byron Bowers, Tom Sturridge. Producción: Jes Anderson.