Como ustedes saben, por estas fechas siempre sale la columna de Navidad. Me gusta enumerar películas que tienen que ver con las celebraciones y hacer largas listas que nos pongan contentos, o nos remuevan de nuestro estado natural de cinismo obligado y nos hagan viajar a épocas más ingenuas, felices y esperanzadas. Los films de los que generalmente hablamos por estos días de calor, turrones, panes dulces y almendras chocolatadas, nos habilitan ampliamente para entrar en ese estado “couch potato” que tanto atesoramos y que nos hace tan bien. A mí, que me crie viendo películas en las que la Navidad estaba llena de nieve, me importa muy poco que haga cuarenta grados a la sombra. Me hago mi café, o mi soufflé de dulce de leche, me como mis budines, mis caramelos y mis chocolates, y me siento sin culpa alguna a pasarme el día viendo películas. Pero hoy, en esta columna, el motor es distinto. Hoy me gustaría hablar de la Navidad pero desde otro ángulo. Un ángulo diferente, pero tan inherente a las festividades como siempre.
Hoy hablaremos de los regalos de Navidad. De los que se ponen en el árbol y de los otros.
Como ya todos saben, a mí me encanta recibir regalos en la misma medida en que me gusta obsequiarlos. No me da lo mismo que caigan o no con regalo a mi cumpleaños, y no me da lo mismo caer al de otro con las manos vacías. Lo mismo me pasa con el arbolito. Soy una fundamentalista del arbolito, las lucecitas, la casa decorada, las botitas colgadas, la comida, las galletas, el champagne, los chocolates y, por supuesto, de los regalos a las doce. Claro que el tamaño de los paquetes tendrá que ver con lo holgado del bolsillo de cada año, pero siempre desde que vivo en mi propia casa, hay algo en el arbolito: si hay guita, algo grande; si no, algo chico. Calzones rosa seguro y calzoncillos nuevos también. Después, el cielo es el límite. Me gusta pensar en cada regalo cuando mi familia grande la pasa con nosotros, me gusta poner los nombres, acomodar los paquetes, apagar las luces a las doce, en fin, toda la parafernalia. Y me encanta ver las caras de las personas que amo abriendo sus regalos de Papá Noel. Claro que todo ese clima, no sería así de mágico y así de elaborado, si yo no hubiera heredado esa plantilla de felicidad de las películas. Porque aunque suene neurótico hasta lo indecible, también he aprendido la felicidad de las películas.
Y las películas han sido, y siempre lo serán, el regalo favorito.
Es por eso que en esta Navidad quiero hacerles el regalo maravilloso de una película. Quiero dejar en el arbolito de sus conciencias, de sus almas, de sus espíritus, uno de los regalos más bellos con los que se pueden encontrar por estos días.
¿Acaso todavía no han visto Kryptonita?
No voy a ponerme a hacer una crítica clásica de la cinta, porque en esta copadísima página que es A SALA LLENA ya la ha criticado gente grosa, y se pueden mandar a leer las notas a pata ancha. Esta columnista, que quedó enamorada de la película, va a tratar de regalárselas desde la arbitrariedad absoluta de la emoción que le causó. Porque la película es tan hermosa, que si tuviera forma palpable, sería la de un maravilloso regalo de Navidad.
Kryptonita no transcurre en la Noche Buena, pero bien podría hacerlo. Bien podría entrar en ese formato encantado de las películas mágicas de Navidad. Porque el arco de la cinta es tan magnífico y esperanzado que el espíritu no puede más que transformarse, como lo haría frente a un relato de Dickens, o de Wilde.
En una noche cualquiera, en un hospital del conurbano, un superhéroe herido, al borde de la muerte, es internado por la fuerza por sus compañeros de liga, que se atrincheran para defenderlo hasta que salga el sol, tomando como rehenes a una enfermera y al único médico de guarida que, no lo sabe aún, pero está a punto de ver cambiar su vida para siempre. Allí, en eso que parece una semilla de espíritu Capriano, en ese cambio de mirada que el médico tendrá con respecto a su existencia y al mundo, en cuestión de una noche, reside la nobleza de la película y el gran salto de fe de la trama.
Nafta Súper, Ladi Di, El Federico, Ráfaga, Faisán, Juan Raro y Cuñataí conformarán una Liga de la Justicia apandillada, con tintes de Robin Hood, que bien podría convertirse en los fantasmas de las navidades pasadas, presentes y futuras, si la miramos con la inocencia con la que solíamos esperar a Papá Noel. Y también encontraríamos el espíritu de altruismo absoluto del Príncipe Feliz, si nos detuviéramos a analizar a cada integrante, su motor y su deseo. Kryptonita es una oda a la lucha en equipo, al sacrificio de unos pocos para el bien de muchos, y a la idea de que todos valemos y de que nuestro valor es supremo.
Con efectos especiales moderados y de resolución inteligente, con una banda de sonido potente y “piel de gallinera”, la película avanza sobre el espectador noble y poderosa. Se te va enroscando en el alma, entretenida, inteligente y sensiblemente. A puro espíritu contenido en una asombrosa precisión narrativa.
Todos los personajes están embutidos dentro de performances alucinantes, robustas y plenas de lo mejor del oficio. A mí, que tengo el sí fácil, me gustó muchísimo el carisma radiante de Ráfaga (Diego Cremonesi) en una actuación memorable, con un rostro increíblemente cinematográfico, de movimientos absolutamente medidos y rotundo efecto; y El Federico (Pablo Rago) que se deshace en sex appeal, misterio y profunda conciencia cinemática. Rago es, sin dudas, uno de los tipos más grosos de su generación (si no el más). Se ha convertido en un animal de cine difícil de empardar y compone a esta versión de Batman de manera virtuosa. Me emocionó muchísimo. Me acordé de las épocas de Clave de Sol, cuando iba a verlo al teatro y tenía su foto en mi mesa de luz y la besaba todas las mañanas. El resto de casting es excelente también y compone un entramado vigoroso que se presenta como un todo magnífico. Salí del cine llorando de emoción.
Nicanor Loreti fue hasta el infinito y más allá.
Siempre les cuento que en la mañana de Navidad me levanto temprano, me sirvo una taza de algo y arranco mi maratón de películas. Me gusta ponerme las pantuflas, andar en camiseta y sentarme tranquila mientras el resto de la casa duerme. Prender la tele y agarrar, una por una, cada película inolvidable: Qué Bello es Vivir, Un Cuento de Navidad, Mi Pobre Angelito, Gremlins… Decenas y decenas de títulos…
Kryptonita estará en mi lista y debajo de mi árbol familiar, para siempre.
Laura Dariomerlo / @lauradariomerlo