Elije tu propia aventura
Para quienes vieron la cada vez más grande Los Paranoicos, primera película de Gabriel Medina, y esperaron con ansias su segundo film, La Araña Vampiro puede generar cierto desconcierto inicial, debido en parte a su aparente distancia con su ópera prima, principalmente por su casi total ausencia de humor. Quien parece desconocer la palabra desconcierto es el propio Medina, que vuelve a narrar (esta vez, con un relato mucho menos “hablado”) con una convicción que arrastra al espectador, casi como por hipnosis fílmica, dentro de una historia extraña, árida y perturbadora, y con un manejo del género (los géneros, más bien) que no se parece a prácticamente nada de lo que se filma actualmente en nuestro país. Es indudable que ya estamos ante un artista consumado: uno que apuesta al riesgo, pleno de libertad y vigor para contar exactamente lo que quiere contar y de la manera en que quiere hacerlo.
Si en un primer vistazo La Araña Vampiro parece radicalmente opuesta a su predecesora, las similitudes, no obstante, están ahí, especialmente en la historia de un joven alienado por los miedos y las fobias, un cobarde a su pesar, a la espera (inconciente o no) de alguien que, aunque le complique la existencia, lo obligue a vencer esas parálisis temporarias. Mujer o araña, lo mismo da. Pueden añadirse, entre otros elementos, el consumo de ansiolíticos como mal necesario para ahuyentar esos fantasmas y la catarsis del videojuego (un bello plano a pantalla completa, en un guiño quizás a la inmersión “first person” que logra Medina con sus personajes) como escape provisorio.
Pero al igual que Bielinsky en El Aura y después de Nueve Reinas, Medina sale del relato citadino y se adentra en un mundo salvaje. Y también al igual que aquélla, en un cuento oscuro y asfixiante atravesado por lo fantástico y por cierto aire existencialista, de la mano de un omnipresente personaje sin pasado que es pura vulnerabilidad e impulsos, y que parece estar escribiendo un guión a medida que respira. (Señalo la analogía con El Aura no con ánimo fetichista cinéfilo, sino como virtud: veo en ella una obra maestra que ha influido a no pocas obras nacionales, ya sea desde un clima, una locación o una simple paleta de colores. Pero Medina va más allá, y se sumerge -intencionalmente o no- en lo más rico de aquel film, que es el extrañamiento y la sensación de estar metido realmente en una pesadilla ajena. Y lo hace con las mejores armas, las de su puesta en escena. No por nada, ambos films abren con el plano de unos ojos, de una mirada particular, y cierran con el plano de otros, superficialmente distintos pero los mismos al fin).
Medina ha vuelto al cine con una película muy pequeña, con escasísimos actores y una clara búsqueda personal. Sin embargo, el resultado no es el típico ejercicio independiente encuadrado dentro de las coordenadas antedichas que solemos ver en los festivales o la cartelera nacional. La Araña Vampiro es una de aventuras hecha pero no derecha (y se agradece), atravesada permanente por los climas del cine de terror, el gore y algo del western, anclada en un realismo muy difícil de lograr y con ciertas particularidades que convierten cada carencia (buscada o no) en una virtud.
El director construye una épica minimalista y, como Favio, sale a buscar su gesta, su humilde epopeya acá nomás, en su terruño, rodeada de mitos campesinos cuya familiaridad nos resulta aún más aterradora. Los castillos de Medina son escabrosas sierras cordobesas, y sus dragones, una especie arácnida que habita en la región. Su héroe es un porteño acobardado que se ve inmerso en un viaje iniciático, pero también de clausura (Jerónimo se ve impelido por esa empresa desesperada y absurda como única opción -¿lo es?-, pero también se cobija en ella para paliar la incomunicación y la incredulidad sistémica que lo rodea). Por otra parte, el enfoque existencialista que impregna al film queda de manifiesto en los “obstáculos” a atravesar a lo largo del periplo, que son ni más ni menos que las propias limitaciones y los miedos de los dos personajes centrales (Ruiz es la prueba viviente de que la “salvación” no depende sólo de la tilinguería de dejar atrás la ciudad e internarse en la naturaleza, sino en dejar atrás, y para siempre, los propios demonios, algo un poco más arduo). Y en Medina, al menos hasta ahora, no hay calvario más grande que el de padecer miedo crónico. Pero mira a ese miedo y a esa cobardía con ternura, compasión, y aunque sus héroes sean un poco absurdos siempre les dará la oportunidad de acometer actos valientes. Es un cine catártico, delante y detrás de la cámara.
El minimalismo de la película la despoja de historias paralelas, flashbacks o incluso un prólogo con el “pasado” de algún personaje, pero también de efectos especiales: apenas hay un par, y uno de ellos es más grande y potente que cinco superhéroes juntos repeliendo un ataque alienígena en 3D.
Su austeridad (que no simpleza) narrativa se hace eco en una estética seca, estéril, que no busca el preciosismo del paisaje natural sino más bien todo lo contrario (aunque hay que admitirlo: un plano cuasi onírico de Ailín Salas –la actriz más bella que haya parido el cine nacional en lustros- le garantizan al film una belleza per se tan fugaz como inolvidable).
Por último, y no menos importante, se trata de una película de fuerte sentido alegórico pero sin una pizca de sentimentalismo, y que jamás clausura la reflexión. Como en el Erice de El espíritu de la Colmena, hay un universo personal en expansión, agitado por criaturas míticas, y un misterio en cada plano que excede lo narrado o lo meramente dicho.
Como el mejor mago es el que muestra las cartas (y Medina es mago antes que jugador de póquer; no es, digamos, Trapero), el film no oculta sus influencias y homenajes, y el sabio manejo de los géneros estimulan en el crítico (y espectador) el placentero hábito de encontrar las suyas propias (nada más válido, por otra parte).
Mucho se ha hablado (y con razón) de Bielinsky, de Lynch, de Deliverance y varios etcéteras. Personalmente prefiero rescatar uno de las pequeñas citas que el film me devuelve y que, al menos hasta ahora, no he visto mencionado: El Señor de los Anillos. Salvando las grandes distancias de crudeza y realismo, claro, y más allá de las arañas, es un hermoso diálogo el que se da con la obra de Tolkien y la versión fílmica de Peter Jackson: en las largas escenas que preceden al clímax, es imposible no ver a Jerónimo como Frodo, al baqueano Ruiz como el fiel Sam y a esas sierras pedregosas e interminables como las laderas cercanas a Mordor y al Monte del Destino. Y más aún cuando el segundo, en un momento desesperado -en el plano que ilustra uno de los afiches de la película-, carga al primero para ayudarlo a conseguir su ansiada meta. Además (y esto no es menor), también como en Tolkien, hay una “venganza” de la naturaleza en la explicación del comportamiento de esos insectos alterados.
Es un poco lógico: es el homenaje al corazón de la aventura más dura y más sacrifical, ese calvario en vida que debe atravesar todo héroe (incluso el menos pensado) para alcanzar la redención, la libertad o ambas. Aquella que se contó mil veces pero que, guiada con mano segura (como es el caso), nos permite volver a percibir a flor de piel -aunque el cine nos malcríe la imaginación, aunque sepamos que ello no puede suceder- que esta vez sí todo está perdido. La aventura, la épica y el heroísmo impensado pueden estar en cualquier lugar, eso ya lo sabemos. Pero hay que tener el talento necesario para hacernos creer lo imposible.
La Araña Vampiro es una película incómoda, que, como uno de los bichos del título, nos desconcierta con sus movimientos para después clavarse para siempre en nuestras mejores pesadillas fílmicas. Es cine vampiro que chupa géneros y los transforma en algo que quizás no vimos nunca. Cine que pica y deja huella. Pero sobre todo, es el logro de un director valiente. Uno que, al igual que su personaje central, abandona el confort de lo seguro para salir en búsqueda de nuevas y riesgosas aventuras. Cueste lo que cueste.