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CRÍTICAS - CINE

La Bella y la Bestia, según Emiliano Fernández

Una vida por una rosa.

¿Quiénes mejores que los franceses para abrir las esclusas del melodrama y dejar que la pose afectada y sentimentaloide inunde las comarcas del corazón? A pesar del automatismo que suele caracterizar al cine galo en lo que respecta a estos menesteres, resulta indudable que cuando se lo proponen consiguen productos más eficaces que los que ofrecen los emisarios hollywoodenses. Consideremos por ejemplo el film que nos compete, La Bella y la Bestia (La Belle et la Bête, 2014), una reformulación autóctona y respetuosa del clásico cuento de hadas que supera a Maléfica (Maleficent, 2014) y La Cenicienta (Cinderella, 2015), traslaciones algo marchitas y carentes de la energía discursiva del relato primigenio.

Precisamente el rasgo distintivo del último opus de Christophe Gans, y de todo su cine en general, es una serenidad narrativa que ambiciona profundizar el desarrollo de personajes y explotar al extremo la dimensión trágica de los acontecimientos. Aquí, al igual que en las también correctas Pacto de Lobos (Le Pacte des Loups, 2001) y Terror en Silent Hill (Silent Hill, 2006), sobresalen una fotografía preciosista y un diseño de producción muy imaginativo, en consonancia con un entorno de raigambre fantástica que viabiliza la irrupción de la fastuosidad de las quimeras, ítem que en la industria norteamericana se reduce al campo de las escenas de acción y los avatares superfluos, netamente decorativos.

El guión de Sandra Vo-Anh y el propio Gans reproduce la historia de antaño, cuya versión más popular sigue siendo la de Jeanne-Marie Leprince de Beaumont de 1756: un mercader marítimo en quiebra (André Dussollier) se pierde en el bosque de turno y llega al castillo de La Bestia (Vincent Cassel). Allí roba una flor para su hija favorita Bella (Léa Seydoux), lo que desencadena la ira del licántropo y la sentencia de “una vida por una rosa”, de este modo el hombre se ve obligado a volver al emplazamiento mágico luego de regresar a su hogar para despedirse de su familia. Por supuesto que la señorita se siente culpable y decide tomar el lugar de su padre, por ello marcha segura al encuentro con su contraparte amorosa.

Las modificaciones principales que introduce el realizador son escuetas y obedecen a una lógica orientada a crear una epopeya mainstream apta para todo público, en una jugada que sale abiertamente a disputarle terreno al acervo estadounidense. Hoy las hermanas malvadas no lo son tanto ya que el componente pérfido está vinculado a la fauna masculina, en especial a un hermano tapado en deudas que arrastra al clan en su conjunto hacia las fauces de una banda comandada por el despiadado Perducas (Eduardo Noriega). Esta suerte de tercerización del “agente del dolor” corre en paralelo a la ausencia de gore durante las muertes, circunstancia que nunca se percibe como desfasada dentro del andamiaje general.

Si bien el pulso sensible se acopla de manera muy sutil con los detalles oníricos (los sueños de Bella sobre el background de La Bestia) y el diseño de personajes (son encantadoras las pequeñas criaturas de ojos prominentes del palacio), hay que aclarar que en algunas secuencias el convite se extiende más de lo debido y/ o abusa de los CGI. Más allá de las estupendas actuaciones de Cassel, Seydoux y Noriega, estamos ante un retrato esquemático aunque certero de la conquista, la dialéctica romántica y los fantasmas de las parejas pasadas, en una reflexión que también incluye a los sinsabores del devenir familiar y la codicia asesina del ser humano para con la naturaleza y todo su extraordinario esplendor…

calificacion_3

Por Emiliano Fernández

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