Terror en crisis.
El género de horror, gore, suspenso psicológico y fantasía aterradora se ha manifestado de diversas maneras en los últimos años, especialmente en el cine estadounidense que se ha dedicado a reciclar viejas fórmulas clase B, berretas, bizarras de los ’70 y ’80, aportando un nivel de producción y dedicación al efectismo visual, que escapa a cualquier análisis profundo o sistemático de la narración, creación de personaje o crítica sociocultural. Aspectos, que se tenían bastante en cuenta en las producciones originales, y que aún hoy, sus creadores como George A. Romero, John Carpenter o Tobe Hooper siguen tratando de manifestar aunque con resultados un poco menores que en las épocas de mayor inspiración.
Ante este vacío creativo, donde lo único que se hacen son precuelas, secuelas, remakes o la compra de éxitos internacionales, exprimidos hasta el hartazgo y agotamiento en sus países de origen, y en Hollywood, La Cabaña del Terror, surge, no como una obra que traiga novedad o algún tipo de elemento innovador en el género – qué es lo que lo algunos esperan – o como una propuesta efectista que contagie el miedo, que sea fiel a lo que se vende, sino como la suma de todo eso dentro de una gran análisis de los fenómenos y personajes que surgieron en los últimos años a nivel mundial y como el público se fue cansando de ellos, por culpa de los lugares comunes a los que recurren. Lugares comunes y clisés a los que no solamente la ópera prima de Drew Goddard invoca sino que se vuelven la materia prima de la narración justamente para criticar la falta de imaginación de los directivos de Hollywood, una manga de ejecutivos antiguos que se nutren de la sangre joven para seguir llenando sus bolsillos de dinero.
Así es, la inteligencia del guión de Goddard y Whedon es esconder las verdaderas intenciones o mejor dicho el principal objetivo de la historia que es apuntar a mostrar en forma cínica, cuan previsible son las películas de terror, y que justamente lo imprevisible sería el triunfo del bien, de la inocencia, de los protagonistas sobre el mal, y como ese premio, paradójicamente simboliza el fin del género. O sea, la moraleja de La Cabaña del Terror no es que el género del terror se está desintegrando solamente por culpa de la falta de imaginación, sino que sin la fantasía no existe el miedo a los dioses, sin el miedo, se termina la imaginación. Más o menos como la metáfora de La Historia sin Fin: necesitamos seguir asustándonos con estas cosas berretas, porque sino sucumbimos al final del cine posiblemente, y ninguna metáfora funciona mejor que el último plano de la película. Sin público no hay espectáculo.
Más allá de este mensaje, la película se sostiene como un entretenimiento bastante divertido, perverso y gore durante un poco más de una hora y media. Goddard desde un principio no intenta engañarnos y muestra las cartas rápidamente jugando con la expectativa, el criterio y el conocimiento del público. Generando empatía y suspenso en los momentos adecuados. Pero como afirma mi camarada Nuria Silva, el cóctel Noche Alucinante y The Truman Show, tiene un límite. Ese límite, dentro de la narración, es que hay otra fila de espectadores que nos confirma que fácil es manipular, que fácil caemos en las trampas típicas de los guionistas, con la musiquita y los efectos especiales incluidos.
En este sentido, la película se muerde su propia cola y no puede escapar al poder mainstream. O sea, al igual que con la saga de Scream que satiriza las películas slashers y los lugares comunes de las mismas, pero igual termina cayendo, volviéndose autoconcientemente boba a las intenciones y blancos fáciles de otras sátiras como las Scary Movies, La Cabaña del Terror, cuida al principio cada aspecto visual para imitar con una visión cínica el cine adolescente de género pero agregando sobre la marcha, una sobrecarga de efectos que parecen haberle sobrado a Whedon del montaje final de Los Vengadores – de paso también lo metió como relleno a Chris “Thor” Hemsworth – así, un poco se va perdiendo la línea original más artesanal y anarquista. El lugar común no se evade, sino que se potencia. Es como criticar al sistema, usando las herramientas del sistema, lo cuál suena un poco hipocrático, pero bueno, el fin siempre es hacer dinero y tener a los dioses contentos.
Se pueden hacer múltiples lecturas intertextuales, citar a las miles de referencias que aparecen en el film – tanto en los momentos del mundo de “ficción” y manipulación, como en el supuesto subsuelo o sótano “real” – pero lo que más me llamó la atención es el diálogo directo que tiene con una de las mejores películas del 2011: Paul, dirigida por Greg Mottola. En dicho film, támbien se satiriza en forma bastante original y divertida el mundo de la ciencia ficción. Ambas convergen en la explicación de los acontecimientos casi finalizando los metrajes. Sí, y de forma tan explicativa y discursiva que se caen en narraciones redundantes e innecesarias. El espectador puede razonar lo que sucede sin necesidad de que se lo cuenten como si fueran chicos de primaria. Básicamente, al final se pierde un poco la espontaneidad con tanto diálogo, y le juega en contra a los films, dándole inclusive giros previsibles. Sin embargo y lo más llamativo es que ambas películas usan a la misma persona como herramienta de interacción… aunque usted no lo crea. ¿Existe una verdadera relación entre ambas?
Cuando salimos de la función privada, un colega salió bastante irritado expresando que esta película debería tener un cartel que advierta: “Prohibida para todo aquel que no conozca o sea adepto al cine de horror”. En cierta forma es verdad. La Cabaña del Terror está pensada para el cinéfilo amante del género, la va a poder saborear más que aquel que va solamente con intención de distraerse. Es un límite riesgoso, pero del que sale más que airoso. Como yapa, la dupla que conforman Bradley Whitford y Richard Jenkins es maravillosa, concretando una buddy movie dentro de una película de terror. El talento y versatilidad de ambos intérpretes – especialmente Jenkins – es asombroso. Así que a disfrutar La Cabaña del Terror, una reflexión sobre el horror y la manipulación cinematográfica en pos del marketing, que podríamos definir como “la verdad a 24 cuadros por segundo”. Ah no, eso lo dijo el otro Godard.
Por Rodolfo Weisskirch