La Dama de Hierro (The Iron Lady, Reino Unido, Francia, 2011)
Dirección: Phyllida Lloyd. Guión: Aby Morgan. Elenco: Meryl Streep, Jim Broadbent, Richard E.Grant, Susan Brown, Olivia Colman. Producción: Damian Jones. Distribuidora: Distribution Company. Duración: 105 minutos.
What have you done, Maggie what have you done…
Streep-Thatcher. Thatcher-Streep. Desde el vamos la propuesta sonaba atractiva. La Dama de hierro, personaje controvertido si los hay -y más en el recuerdo de los argentinos- tenía por fin su biopic. La multipremiada y experimentada Meryl Streep se perfilaba como una elección segura para el papel. Detrás de la cámara estaba Phylida Lloyd, quien ya había trabajado con la actriz en Mamma Mia.
La Dama de hierro resulta ser una película demasiado correcta, cuya mayor ambición es dar cuenta del carácter de su protagonista. La acción nos sitúa en los últimos años, con una Thatcher senil que mantiene conversaciones con su marido muerto (Jim Broadbent), sólo interrumpidas por unos pocos momentos de lucidez. Tales intervalos de realidad permiten advertir lo que esta mujer fue en el pasado: Una dirigente agresiva, implacable e individualista, siempre convencida de sus decisiones, por más traumáticas que fueran.
Los flashbacks recomponen el ascenso vertiginoso de Maggie hasta ocupar Downing Street, paralelamente al deterioro de sus relaciones familiares. Sin dudas, parece haber sido éste el precio a pagar por una década de poder. La película de Lloyd se constituye así como un relato sobre el sacrificio. No era fácil para una joven de clase media hacerse valer en un mundo de hombres. Con todo, la joven Thatcher consiguió un lugar entre los Tories de la Cámara de los Comunes. De ahí en más, lo que todos sabemos: Triunfo electoral, huelgas, levantamientos, la decisión de recuperar Malvinas y la subsecuente victoria bélica que reimpulsó la popularidad de su gobierno, su firme oposición a la integración europea y su renuncia al cargo tras el desafío de sus copartidarios. Apegada a una crónica tan fría como imparcial, el film no explicita manifiesto alguno sobre lo que muestra.
¿Se podría reprochar una supuesta falta de compromiso con la Historia? En cierta manera, sí. La Dama de Hierro habría sido mucho más interesante si hubiera tomado partido sobre los hechos narrados. Esta tibieza ya le valió algunos oprobios: Muchos conservadores -entre ellos, los hijos de la ex primera ministra- la calificaron como “una fantasía izquierdosa”. Es de esperarse que con el afán por retratar el perfil corajudo de la protagonista antes que por cuestionar sus medidas políticas lluevan los cascotes desde la otra vereda. En definitiva -y esto es algo que también podría alegarse con respecto a J. Edgar, de Eastwood-, llevar a la gran pantalla la vida de personajes tan significativos del siglo XX debería implicar una posición más jugada. De lo contrario, el producto final correrá el riesgo de caer en el olvido.
Dicho esto, si La Dama de Hierro no es olvidada se deberá a la performance de Meryl Streep, que merece arrasar con todos los galardones disponibles. Por este trabajo, Streep recibió su decimoctava nominación al Oscar (es la actriz más nominada de la historia y apenas lo ganó dos veces, por Kramer vs. Kramer y La Decisión de Sophie) y sería injusto que no se lleve la estatuilla. Sólo su presencia amerita ver un film tan insulso como el de Lloyd.
Por Julián Tonelli
Lady Gagá
Finalmente llega a las salas porteñas la esperadísima biopic de la polémica, incómoda y temperamental ex primer ministra británica Margaret Thatcher, interpretada nada más y nada menos que por una de las mejores actrices de todos los tiempos, Meryl Streep. La directora inglesa Phyllida Lloyd desperdicia la oportunidad de relatar la vida de un personaje histórico absolutamente rico, reduciéndolo a su actual etapa senil con agotadores y disruptivos flashbacks que retratarían la memoria de la “dama de hierro”.
En la actualidad, Margaret Thatcher sigue siendo una figura muy controversial. En pleno derrumbe económico que está atravesando Europa, algunos sostienen que hace falta un líder inflexible de sus características para que aplique medidas quirúrgicas que salven al capitalismo de su crisis; por otro lado, muchos señalan a sus políticas de privatizaciones y desregulación económica como las causantes de la caótica situación actual. Es más, en Inglaterra hay todo un movimiento que está proponiendo privatizar el funeral de Maggie en protesta a su abusiva y sistemática gestión privatista.
Más allá de las opiniones que cada quien tenga de la gestión de Thatcher, el film no es justo con su historia, narra un relato demasiado políticamente correcto para alguien que fue precisamente todo lo contrario y, en su intento de corrección, genera malestares por todos lados. A sus seguidores les molestará ver reducida su líder a restos de una anciana demencial; sus detractores verán que se intenta idealizar a alguien que jamás tuvo escrúpulos en aplicar sus violentas políticas económicas.
Lloyd, que ya había contado con Meryl Streep en el también desperdiciado musical de Abba, Mamma Mía!, se limita a concentrarse en sólo dos aspectos de Thatcher: su carácter intransigente y su actual y deteriorado estado de salud; es ahí dónde quedan por fuera una multiplicidad de factores que hicieron que esta mujer sea uno de los personajes más odiados y amados del siglo XX.
Tampoco se aborda con altura y respeto la enfermedad neurodegenerativa que padece la protagonista; el film está inundado de escenas que exhiben las alucinaciones visuales y auditivas que la señora tiene de su finado esposo, que no aportan nada a la trama y son innecesarias. Este mal demencial, del cual ninguno de nosotros está exento, es mucho más complejo y serio que una simple y muy emotiva pérdida de noción de la realidad, algo que afecta no solamente al sujeto sino a su entorno más cercano.
Se dice que al mostrar insistentemente a una Thatcher senil se la estaría humanizando demasiado; más que humanizar, yo diría que se la trata de idealizar. Lo humano tiene aspectos contradictorios, que acá no aparecen; ella sólo tiene el deseo de devolverle la grandeza al Reino Unido, y ese es el motor de su existencia; no se despliegan aspectos negativos de su personalidad; su carácter pertinaz y hasta despótico es mostrado como una virtud y, al insistir tanto en su deterioro mental, lo que se busca en realidad es idealizarla a través de la compasión, pero en este exceso se logra lo contrario: el hartazgo.
Por hacer solo una comparación, en estos momentos se encuentra en cartel otra biopic de un personaje polémico como lo fue el director del F.B.I Edgar Hoover, en J. Edgar se narra una biografía muy rica en matices con la composición de una figura tan imperfectamente humana que hace que el espectador experimente sentimientos de rechazo y ternura a la vez.
El pensamiento y accionar político de Maggie sólo se muestra a partir de un aluvión de frases que funcionan cual slogan de una campaña electoral, pero no se profundiza demasiado en los intereses reales en juego. Lo mismo pasa con las críticas hacia su figura: se exhiben como una serie de titulares de noticias, sin ahondar demasiado en ellas; hasta sus acérrimos enemigos (sindicalistas) aparecen como una especie de anarquistas salvajes que más vale cortarlos por lo sano como lo hizo ella.
Se resalta mucho también el hecho de que haya sido mujer, madre e hija de almacenero, como para darle un tinte más progre a su figura. Por momentos parece un film feminista que la pone como modelo de la lucha de géneros, pero desde un lugar absolutamente fálico.
Los distintos flashbacks remiten a diversos capítulos importantes de su vida política y personal: su entrada y ascenso en la política, la llegada al poder, la recesión económica, la Guerra de Malvinas, su popularidad, su oposición a la Unión Europea y su caída. Poco y nada se despliega de su íntimo y alineado lazo con Reagan, su enemistad con la Unión Soviética y la postura que adoptó en la Guerra Fría, su desprecio y rechazo absoluto hacia el socialismo y un silencio absoluto con respecto al pacto con Pinochet.
A pesar de esto último el momento más logrado del film es la Guerra de Malvinas; quizás esta sea la parte en que a los argentinos nos toquen las fibras más íntimas. Es muy impactante escuchar a esta señora afirmar con tanta contundencia: “The Falklands are British”. Con un montaje que intercambia imágenes de archivo se puede ver, en cierta medida, las vicisitudes y dudas que se jugaban en el lado británico con respecto a la guerra. Sobresalen también las secuencias que muestran la decisión de hundir al buque General Belgrano y el debate con el enviado norteamericano. Un punto interesante es cuando Margareth Thatcher dice que no va a permitir que las Malvinas queden en manos de unos fascistas y matones; antes de que cualquier argentino se sienta ofendido y herido con estas declaraciones hay que reconocer que en ese momento histórico estábamos gobernados por fascistas y matones.
El resto del film se desmorona por la pobreza narrativa, ritmo desigual y desordenado, muy fragmentado entre la mente senil y flashbacks episódicos. Lo que salva a esta película del naufragio es la colosal actuación de la señora Meryl Streep, de otra naturaleza; la cantidad de registros a los que recurre la actriz estadounidense para encarnar a esta figura tan controversial es insuperable. Streep, a través de sus gestos, miradas, modulaciones y posturas, interpreta como nadie a la ex premier británica tanto en su faceta política como demencial.
Pero el guión desperdicia este excepcional talento que interpreta a un personaje tan controvertido, prefiere usar como hilo conductor de una historia pretenciosa la demencia senil de sus últimos años, que es lo menos importante en su vida pública y política. Un intento fallido y sensiblero de que el público se enternezca con el hierro.
Por Emiliano Román