Las ataduras de la maternidad:
El Dios se extravió en ella,
sintiendo sólo entonces su plumaje
y fue de verdad cisne en su regazo.
Rainer María Rilke, “Leda”.
¿Qué decir que no se haya dicho ya del reciente estreno de Netflix The Lost Daughter (2021), opera prima de la hasta entonces virtuosa actriz estadounidense Maggie Gyllenhaal? No obstante escribo, y a riesgo de repetirme, intento ver si algo nuevo surge en el decir.
La hija oscura (tal su título en español) es un drama que está basado en la novela homónima de la escritora italiana Elena Ferrante, publicada en el año 2006, que forma parte de la llamada serie Crónicas del desamor. Y este punto del desamor bien puede ser un buen dato de partida para ver y leer esta película. Al mismo tiempo, no se trata de una adaptación literal sino libre, que denota una apropiación del material por parte de la directora. Entre otras cosas, Gyllenhaal realiza cambios de contexto: la protagonista es de nacionalidad estadounidense y es profesora de literatura comparada en vez de inglesa, y la acción transcurre en Grecia en vez de Italia. También realiza cambios narrativos al sustituir el narrador en primera persona por un narrador omnisciente que se focaliza en el punto de vista de la protagonista (un acierto que conviene a una narración en imágenes donde la voz en off puede resultar cansina). También acertadamente, este narrador deja lo que está al comienzo de la novela para el final, logrando crear así un clima de suspenso. Con todo, la directora consigue mantenerse fiel al espíritu del original al atenerse a su temática central: las ataduras de la maternidad.
Leda Caruso (Olivia Colman) es una mujer de 48 años, profesora de literatura comparada, que llega a una paradisíaca isla de Grecia para pasar unas vacaciones. Pero hete aquí que el apacible edén se ve convulsionado por la bulliciosa llegada de una influyente familia de la zona que funciona como una suerte de clan mafioso, endogámico y amenazante. La turbación del sosiego del descanso y del relax, que se repetirá en varias ocasiones (con fiestas de cumpleaños en la playa o con ruidos y gritos obscenos en la sala de cine), tiene su correlato en la conmoción emocional de la protagonista, que a partir de reparar en una joven madre llamada Nina (Dakota Johnson) y su hija Elena, comienza a rememorar la experiencia de su maternidad y a revelar un oscuro secreto. En esta línea, si hablamos de maternidades, La hija oscura es una película que entra en relación con la reciente Distancia de rescate (2021), con la cual comparte la misma temática aunque el abordaje que realiza cada una de las directoras es diferente. Mientras que Llosa aborda la maternidad con su posesividad o su desapego, empleando elementos del género de terror rural y del fantástico, Gyllenhaal se mueve dentro del marco del realismo intimista, lo cual está marcado principalmente por los planos cerrados sobre Leda, que apuntan a la identificación del espectador con su interioridad psicológica, y por los insertos subjetivos y los flashbacks que reponen, desde sus recuerdos, su experiencia como madre.
El retorno del pasado en el presente se ve afectado por el peso de la nostalgia de aquello roto a lo que ya no se puede retornar de manera igual, pero también de la ponzoña de la culpa que corroe el alma, como bien traduce el uso de una paleta de colores que privilegia el azul mediterráneo sobre la vestimenta y los diversos ambientes en que se mueve Leda, muchas veces acompañada por la melancólica cadencia incidente de la música blues. Aquello que se va revelando a través del hilo de sus memorias es lo agobiante y aplastante que se le tornaba la maternidad de sus pequeñas Bianca y Martha, demanda incesante que no encuentra el corte en una terceridad, al estar el padre sumido en la esfera del trabajo y resultar además impotente como hombre en lo sexual.
La muñeca como elemento simbólico funciona en un primer nivel como la momificación del deseo femenino en la joven Leda (Jessie Buckley), coagulado en el rol de madre. Deseo que, por cierto, despierta un día y explota en el encuentro con el profesor Hardy (Peter Sarsgaard), suerte de maravilloso Dios del Olimpo que llega con el ingenio y la poesía de sus palabras, y que la lleva luego a abandonar a sus hijas durante tres años. Es aquí que entra en juego la naranja como símbolo de la fecundidad y de la procreación cuyo color y forma dan cuenta de la energía exultante y del sentimiento de armónica completud, acaso como ideal de lo materno, signo que además entra en conexión con Distancia de Rescate en el pedido de las niñas de pelar la naranja sin que se corte ese delgado hilo invisible que une la relación entre ellas. Pero hete aquí que puede cortarse; que la maternidad no es el idilio maravilloso que siempre se repite; que puede sufrir cortocircuitos porque, como señala la cara oculta y podrida de la fruta de la cesta, la madre es ante todo una mujer, y también porque es antinatural ser madre (como bien dice Leda) porque no hay instinto materno y la maternidad solo puede sostenerse cuando hay deseo de hijo.
La posición femenina se sostiene en la división entre la madre y la mujer, basculando en ese entre. ¿Pero es posible una maternidad que resigne lo femenino? ¿No sería esa, acaso, una maternidad que se soporta en el deber ser, en el orden del mandato (que no es el deseo) de maternar y de cuidar transmitido a las mujeres de generación en generación? ¿Y qué decir de la liberación del goce femenino sin amarre alguno, hecho cercano a la locura? ¿Es Leda entonces la hija oscura o perdida a la que refiere el título en tanto díscola que desoye el mandato y abdica de su responsabilidad de cuidado en tanto madre? ¿No es posible que el título refiera a ella misma como hija caída del agujero negro del estrago de lo femenino de su propia madre, como nos refiere en la discusión con su esposo Joe (Jack Farthing) cuando propone dejar a las niñas al cuidado de la abuela?
La película de Gyllenhall puede leerse por un lado como una reversión del mito de Leda y el cisne (al que se hace referencia desde el nombre mismo de la protagonista) en tanto apunta a una recuperación de la feminidad en escisión con la maternidad que no soslaya el problema para la mujer de la culpa irreductible por su deseo femenino, ya sea que venga de sí misma o del Otro social. Y es aquí cuando viene a mi auxilio otro uso del color que hace Gyllenhaal, que es el marrón, presente tanto en la vestimenta como en el hotel donde Leda mantiene los encuentros furtivos con Hardy, y que funciona asociado con lo sucio, lo podrido y lo desagradable. En contrapartida, la ausencia paterna encarnada en el trabajo de Joe, en el mochilero errante y en el propio casero Lyle (Ed Harris), afincado hace 30 años en la isla, se presentan pacíficamente tolerados y aceptados.
Pero también, y retomando el titulo de este escrito, el film es un acertado trabajo sobre las ataduras de la maternidad en el doble sentido de la atadura: como aquello que puede coartar y postergar el despliegue de lo femenino, pero también como aquello que cuando brota de un deseo de hijo puede localizar y acotar algo del fatal extravío en lo ilimitado del goce femenino. No por nada la muñeca que Leda tomó de Elena en la playa (esa con la cual pone en acto sus sentimientos encontrados para con una maternidad que rechaza) y que a la vez intenta restaurar con ese esmerado cuidado con que la limpia y la embellece, es al final reintegrada a Nina luciendo un vestido color marrón, que aquí funciona no solo como símbolo de lo repulsivo sino también vinculado al anclaje, al arraigo a la tierra.
Con un gran trabajo desde la puesta en escena, el montaje, la fotografía y la convincente interpretación de Olivia Colman, La hija oscura es un sorprendente y promisorio debut de Maggie Gyllenhaal en la dirección cinematográfica. Con parsimonia y elegancia narrativa, la flamante realizadora consigue dotar a ese gesto sin sentido aparente -tomar una muñeca en la playa- del carácter simbólico de la punta del iceberg: un oscuro secreto del pasado donde locura y lucidez absoluta se dan la mano.
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