Me da cierta felicidad saber con precisión cuál fue la primera película de terror que vi en mi vida. Si bien abandoné el consumo exhaustivo del género hace algunos años, la he pasado muy bien pasándola muy mal en el cine, sufriendo miedo y angustia, la ominosa sensación de lo inminente o la explosión de la sorpresa indeseada. En algún momento de mi infancia fui a ver una película con un título extraordinario: La mancha voraz (The Blob, dirigida por Irvin Yeaworth). Me asusté y me dejó un recuerdo imborrable. Era de 1958 (la debo haber visto una década después) y sufrió una remake en 1988 de la cual no tengo registro mental aunque supongo que la habré visto. Por su encantadora e infinita precariedad, La mancha voraz es una película que no debería haberse replicado.
Vista más de medio siglo después mantiene cierto encanto naif pero desaparece totalmente el efecto de amenaza. Uno quisiera hablar de efectos especiales pero lo cierto es que la gelatina roja que llega desde un meteorito a la Tierra es simplemente eso: una gelatina roja. El primero en sufrir sus efectos es un viejo campesino que vive apartado. Luego, el médico que lo atiende y su enfermera, todos fagocitados por esa materia amorfa y siempre en crecimiento. La amenaza al pueblo –y posteriormente al resto del mundo— es inevitable y será cuestión de la desesperación y la casualidad la que haga conocer a la humanidad que el antídoto contra esa invasión gelatinosa será la aplicación de electricidad.
La sorpresa de la revisión, poco más de medio siglo después, es comprobar que, en realidad, La mancha voraz es el cruce de dos géneros: la teen movie de la época con el de la amenaza que llega del espacio. En ese sentido, pocas películas pueden ser tan representativas de un momento como ésta.
Como en Rebelde sin causa (1955) o Amor sin barreras (1961), La mancha voraz muestra a una juventud que no es escuchada por sus mayores. El protagonista es Steve McQueen, en su debut protagónico y antes de tener capacidades actorales. Su personaje debe interrumpir la concreción física de una cita (la niña se muestra reticente) por la llegada del meteorito cargado de gelatina. En sus intentos por alertar al pueblo se encuentra con la incredulidad de la policía. Un grupo de muchachones lo hostiga y lo desafía a una picada que Steve McQueen resolverá en una manera que anticipa a Marty McFly en Volver al futuro 3: marcha atrás y clavando los frenos para dejar a los contendientes fuera de juego.
La paranoia que genera haber visto algo que es una amenaza terrible replica a la mejor de todas las películas que jugaban con ese sentimiento: Invasion of the Body Snatchers (Don Siegel, 1956), en donde el personaje interpretado por Kevin McCarthy terminaba enloquecido en una autopista, tratando de alertar a una multitud de conductores indiferentes, encerrados en sus autos, de que los extraterrestres estaban invadiendo el planeta. Si algo parecido a la inteligencia se puede vislumbrar en esta película frágil y simpática, es la de aplicar ese esquema de incomprensión y aislamiento a la juventud. Los jovencitos no escuchados de La mancha voraz son prolijos y educados, vestidos correctamente y apenas un poco exaltados. En unos pocos años más se vestirán de colores, su pelo crecerá sin sufrir recortes y sus transgresiones irán un poco más lejos que besarse en un auto en algún lugar alejado.
Finalmente, el encanto de La mancha voraz tiene que ver con un esquema de producción que ya no existe: la película independiente, de escaso presupuesto, pero que no está realizada para cumplir una ambición artística de sus creadores sino para ganar plata, especialmente para ser proyectada en los autocines. Su presupuesto era de 130 mil dólares (cifra baja incluso para esa época) pero finalizó under budget, con un costo de apenas 100 mil. Filmada en estudio, con tres o cuatro decorados precarios, un esquema estético simple y sin rebuscamientos y un nivel actoral básico, tuvo la fortuna de que Steve McQueen se convirtiera en un actor icónico en las décadas del 60 y 70. Su débil performance queda disimulada retrospectivamente por su éxito. El único nombre disonante por calidad y fama es el del músico Burt Bacharach, autor de la pegadiza y anticlimática canción “Beware of the blob!”. Resulta muy revelador de la magia de Hollywood que una película tan pequeña y poco ambiciosa artísticamente tuviera la capacidad de reflejar una era.
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