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CRÍTICAS - STREAMING

La maravillosa historia de Henry Sugar

Maybe he could talk about the tricks of the trade
Maybe he could talk about himself
Maybe he could talk about the money that he made
Maybe he’d be saying something else

HISTORIAS QUE CONTAMOS

A sus casi 55 primaveras -y a pesar de que la consistencia de su estilo haga parecer lo contrario-, Wes Anderson ha pasado por varias etapas: de indie darling apadrinado por el clan Coppola, al panteón de los consagrados de su generación (compuesto por por voces tan heterogéneas como las de Tarantino, Paul Thomas Anderson o Lynne Ramsay) a influenciar a la subsiguiente y de ahí a la trend de TikTok, algo que aparentemente no le gustó nada. La poética de Anderson, tan llena de marcas de enunciación, siempre está a punto de quedar etiquetada como mero esteticismo sin sustento, y algo de esto debió agriar sus ánimos al enterarse de que sus encuadres abiertos, sus perspectivas centrales y el registro deadpan de sus intérpretes eran reproducidos impiadosamente en miles de pantallas, convirtiendo un estilo cultivado a lo largo de años en una parodia.

Tan cierto como que el universo estético de Anderson resulta instantáneamente reconocible es que el texano lleva bastante tiempo (más explícitamente a partir de El gran hotel Budapest, pero se lo podría situar antes) profundizando no sólo en cómo se cuenta una historia sino en quiénes las cuentan, y en cómo las historias llegan a nosotros. Sus últimas películas rondan siempre un dispositivo narrativo similar, una suerte de mamushka de historias en las cuales una historia del pasado contiene a la otra hasta llegar al presente: más concretamente, al espectador. Anderson es un meticuloso guionista que aprovecha estos dispositivos para combinar formatos, técnicas y texturas en cada nivel del relato, diferenciándolo y amplificando su espectro estético.

La maravillosa historia de Henry Sugar se inscribe nítidamente en esta búsqueda del cine de Wes Anderson. Esta vez, el director se vale de un aliado inmejorable: el formato del cortometraje (o medio, si somos estrictos en que la duración determine la categoría). Nuevamente adaptando un texto de Roald Dahl (ya lo había hecho con Fantastic Mr. Fox), el director consigue una de sus creaciones más radicales, subyugantes y complejas.

Merece atención este renovado interés de algunos consagrados por el cortometraje. Algo debe tener que ver el auge de los servicios de streaming, tan dadivosos hacia los grandes talentos cuando se trata de hacerse con un artículo de lujo (por un presupuesto no tan abultado) para integrar a la miríada de “contenido” que pulula por su catálogo. Hace unos días, pude disfrutar en pantalla grande de Extraña forma de vida, otro cortometraje realizado por un consagrado como Pedro Almodóvar distribuido con la marca de un servicio de streaming. Más interesante que el corto resulta la entrevista que se proyecta después, una larga conversación en la que Almodóvar disecciona su proceso creativo y celebra el formato. Cuando le preguntaron, junto a otros cineastas, qué era lo próximo que deseaban dirigir, la mayoría contestó que quería dirigir una serie; Almodóvar, un corto.

Ampliamente considerado menor -por las cadenas de distribución en primer lugar, como consecuencia de ello por el público e incluso por los propios cineastas-, el cortometraje es, en realidad, muy difícil. El formato breve -esto no lo digo yo, si no Almodóvar- invita a pensar más en el cómo que en el qué: es una invitación a expandir las fronteras de una poética, pero también la pone a prueba. En un cortometraje, las falencias de un realizador quedan mucho más expuestas, desprotegidas del maquillaje de indulgencia que puede ofrecer la larga duración, con más oportunidades para rectificar y sopesar.

En Henry Sugar, entonces, Anderson utiliza una de las formas narrativas audiovisuales más complejas para, sin evidenciarlo demasiado (porque todo en su cine es juego), indagar no sólo en cómo se cuenta lo que se cuenta, sino en quién lo recibe y qué es lo que hace con eso. El protagonista es -lo habrán adivinado- Henry Sugar (Benedict Cumberbatch, que colabora por primera vez con Anderson a pesar de que parece haber nacido en su universo), un bon vivant siempre atento a nuevas formas de engrosar su considerable fortuna. Su historia, sin embargo, nos es referida: un narrador (Ralph Fiennes), que no hace ningún esfuerzo por disimular que se trata de Roald Dahl, introduce el relato.

Dentro del relato de Dahl, Henry Sugar se sumerge, a su vez, en otro relato: el del Dr. Chatterjee (Dev Patel), que documenta en un informe la historia de Imdad Khan (Ben Kinglsey), un yogui que, a pura disciplina, desarrolló un curioso talento: ver sin la necesidad de abrir los ojos.

Si esta breve recapitulación del argumento suena intrincada, la narración de Anderson impide percibirla de esa manera. Su control sobre la puesta en escena es tal, que a la vez que nos conduce por los meandros del relato se permite coquetear con recursos de otras artes. Lejos de abandonar la prosa de Dahl, la conserva y la pone en boca de sus intérpretes. La redundancia entre palabra e imagen (tan temida por el academicismo en la escritura de guiones) se vuelve aquí un vehículo para la complicidad entre los personajes y el espectador. La mirada a cámara, habitual en el cine de Anderson, se convierte en el principal recurso en connivencia con la perspectiva central y la profundidad de campo (dos de sus constantes a la hora de encuadrar).

La sensación es, esta vez más que nunca, la de un puente que se traza entre el espacio dentro del cuadro y la butaca del espectador (o su sillón, considerando el desdén de Netflix por la experiencia en salas). La mirada a cámara que interpela y la reposición de la prosa de Dahl a través de los intérpretes convierten al recurso en una suerte de proscenio, un espacio intermedio entre el texto de origen, su puesta en escena y la audiencia.

Para transitar entre los diferentes niveles del relato, Anderson también recurre a la artificiosidad: las trucas y movimientos de la escenografía ponen constantemente en evidencia el decorado, en un gesto que podría llamarse mal y pronto “teatral” pero que a mí me remitió a un realizador tan influyente como carente de continuadores: Georges Méliès. No en vano es Ben Kinglsey -el Méliès de la Hugo de Martin Scorsese- quien detenta un poder trascendental.

Luego de la lectura del informa del Dr. Chatterjee, Henry Sugar se dedica a dominar el arte del yogui hasta que, efectivamente, consigue ver con los ojos cerrados. Aprovecha para hacer dinero en el juego pero también para la caridad, que ejercerá mientras cambia de disfraz y ubicación para no ser descubierto. 

Tienta pensar en La maravillosa historia de Henry Sugar como una fábula sobre la transferencia: del yogui al médico, del médico a Sugar, de sus apoderados a Roald Dahl, de Roald Dhal a Wes Anderson. La transferencia es una manera de preservar el conocimiento pero también de moldearlo. Seguir los pasos del recorrido de una historia, ¿no es un poco como ese ver sin ver? Es un truco que cambia de manos, de sentido y de signo, pero siempre consigue algo: colmarnos con algo de su virtud.

(Estados Unidos, 2023)

Guion, dirección: Wes Anderson. Elenco: Benedict Cumberbatch, Ralph Fiennes, Dev Patel, Ben Kinglsey, Richard Ayoade, Jarvis Cocker. Producción: Wes Anderson, Jeremy Dawson, Steven M. Rales, Octavia Peissel, Alice Dawson, John Peet. Duración: 37 minutos.

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