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CRÍTICAS

Crítica: La Terquedad, por Diego Ávalos

Un vacío recorre el escenario

La terquedad es una obra de Rafael Spregelburd que actualmente realiza su segunda temporada en el Teatro Nacional Cervantes. Uno de los tantos intertextos que tiene la pieza es el clásico relato fantástico de Edgard Poe, La caída de la casa Usher. Como en ese cuento tenemos aquí una gran casona, la presencia de un supuesto fantasma (o muerto vivo), un pozo, un derrumbe que acabará con todo, un líder de familia enfermo de romanticismo gracias a la idealización de un imposible y la naturaleza como símbolo de lo fatídico, sea mediante la presencia de animales o de vegetación. Podemos incluso añadir que uno de los personajes se llama Roderic, una letra menos que el famoso Usher, también hacendado pero casado con una tal Magda (si fuera su hermana y se llamara Madelaine ya sería directamente obvio). Por último si el cuento es de 1839, la historia nos trasporta exactamente cien años más adelante, a 1939, con la derrota de la república española.

Todos los elementos anteriores, que en Poe significan, en la pieza son mero accesorio, algo que no funciona para representar, sino para decir, como buen discurso. Un verdadero trabajo operativo con el cuento de Poe es la película argentina La gata, de Mario Soffici, donde el derrumbe y la casona son el centro del mismo relato y de todos sus sentidos posibles. Lo accesorio, cuando no cuenta, sobra. Y si se mantiene, es mero capricho. El capricho entonces parece ser la clave de todo este vano, largo e innecesariamente complejo asunto.

El verdadero tema de La terquedad es el lenguaje, como la misma obra lo dice en alguno de sus farragosos diálogos. Si. El teatro del absurdo, pasados más de 50 años de haberse formalmente así bautizado, nos vuelve a poner en el centro al lenguaje y su supuesto equivoco, su supuesta incapacidad comunicativa, su límite y vacío.

Así, la historia, los personajes, el conflicto mismo, no son más que una mera excusa para llevar a  cabo una obvia discusión sobre el lenguaje. El problema es que esto se vuelve muy evidente demasiado pronto. Un buen autor lo primero que comprende es que todo nivel temático y simbólico debe estar antes sostenido por una historia uno, la cual posibilita la libre interpretación del espectador según sus conocimientos y capacidades. Aquí tenemos una historia que además de no cerrar por ningún lado, cada tanto, y de manera cada vez más seguida, es cruzada por largas y tediosas disquisiciones sobre el tema que al autor le interesa. Tan aburrido resulta el texto como tal, que el brillante elenco, incluyendo al autor dentro de él, debe hacer durante 3 horas todo tipo de morisquetas, cambios abruptos de voz y chistes basados en la mera reiteración de poses farsescas para que el público tenga algo con que divertirse. Lo preocupante no es tan solo que el público disfrute con los fuegos artificiales que cubren la nada misma, sino que además luego lo agradezcan con el convencimiento de haber asistido a algo importante, inentendible, pero seguramente sustancioso.

Tan básico resulta el espectáculo que todas las ideas que no lograron ser bien metaforizadas, la gran mayoría, terminaron en meras alegorías. Son las trampas que nos tiende el género cuando no lo respetamos lo suficiente. Spregelburd juega con el fantástico para plantearnos la duda sobre si un personaje femenino es o no un fantasma. Mientras más pasa el tiempo, más contradictorio esto se vuelve, es obvio que lo único que quiere es confundirnos. ¿Por qué? ¿Por una real preocupación por una idea de lo fantástico en el arte, de lo sagrado en la vida? No. Por puro discurso, por puro chiste snob, por pura alegoría. El personaje femenino tiene ideas marxistas. Viste una suerte de overol obrero. Y resulta ser un casi espectro porque bien saben todos los facultativos de bar que “Un fantasma recorre Europa…”

En otros tiempos hubiera sumado a nuestra calificación la calidad del elenco, su noble oficio, su valiente oficio, como así también el espectacular diseño escenográfico y la idea de puesta que este conlleva desde un punto tanto visual como temporal. Pero eso sería poner todo a la par, y el teatro, como todo en el arte, tiene jerarquías. Aquí, las básicas, las elementales, fallan. La terquedad no es teatro sino lo teatral como algo para ser utilizado como mera tribuna personal de ideas, gustos, fascinaciones y fetiches. Y todo esto en un teatro que supuestamente tiene fin de alcance nacional, es decir, para todos.

¿Qué es teatro? El canto de una cabra dolida. La carcajada de un dios pesimista. Fuera de eso la nada. O el aplauso que ruge cuando intenta llenar un desesperante vacío.

Teatro: Teatro Nacional Cervantes – Libertad 815- CABA

Funciones: Sábado, Domingo, Jueves y Viernes – 20:00 hs – Hasta el 25/03/2018

Entradas: Desde 90$

Diego Ezequiel Avalos

Dirección: Rafael Spregelburd. Intérpretes: Paloma Contreras, Analía Couceyro, Javier Drolas, Pilar Gamboa, Andrea Garrote, Santiago Gobernori, Guido Losantos, Monica Raiola, Lalo Rotaveria, Pablo Seijo, Rafael Spregelburd, Alberto Suárez, Diego Velázquez. Vestuario: Julieta Álvarez. Escenografía: Santiago Badillo. Iluminación: Santiago Badillo. Diseño Audiovisual: Pauli Coton, Agustín Genoud. Música original: Nicolás Varchausky. Fotografía: Mauricio Caceres. Asistencia de escenografía: Isabel Gual. Asistencia de dirección: Juan Doumecq. Producción: Yamila Rabinovich, Ana Riveros. Colaboración artística: Gabriel Guz.

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