Hoy me pasaron cosas muy
raras…
En principio, me quedé
dormida y me perdí la privada de prensa de una película a la que me había
comprometido a ir. Lo más extraño, es que no recordé lo que me había perdido
hasta muy entrada la mañana, mientras hablaba con una amiga. Por alguna razón, había tenido todo el día la sensación de
haber olvidado algo, sin distinguir bien de qué se trataba. Finalmente lo
recordé y me invadió el pánico: ¿cómo diablos pude olvidarme de una cosa así?
Sobre todo, cuando había revisado mis mensajes de Facebook la noche anterior y
allí tenía un recordatorio ineludible… Me asusté considerablemente, pero
después recordé que había estado en contacto con algunas yerbas durante el fin
de semana y que, de seguro, el extraño olvido venía por ese lado. Uno ya está mal acostumbrado a hacer y
deshacer a piacere, y ciertos trotes a
los que se somete, lo hacen olvidar de que algunas ocupaciones tiene, más allá
de que el culo esté parado y de que los pelos de las piernas no deben agujerear
los jeans. Es que, para los que ocupamos
la mente en cuestiones más o menos creativas, el tiempo y el espacio suelen
articularse (si eso fuera acaso posible) de manera extraña. A veces se pliegan exóticamente, y entonces quedamos en orsai sin nada que
podamos hacer al respecto. A mí me sucedió esta mañana y no es la primera vez,
ni será la última, por más que ponga empeño y me compre agendas y pegue papeles
en mi heladera y me deje notas en el espejo del baño. Hay una parte de mi mente, que se oscurece y
se ilumina cuanto se le cantan las pelotas.
Otra cosa extraña que me
sucedió mientras tomaba un café en el Starbucks del Solar de la Abadía junto a
mi amiga Luján, es haberme topado nuevamente con una mujer que siempre deambula
por el barrio, algo “extraviada”. En
extremo delgada y con pocos dientes, suele pasar por mi lado recitando
incoherencias, o pidiendo monedas.
Siempre va con gorritos de lana, con ropa vieja de excelente calidad y
con los ojos medios salidos para afuera, rasgo que le otorga cierta cualidad de
espanto. La he cruzado muchas veces, pero no habíamos hablado. Hoy, estábamos
sentadas en una de las mesas de afuera de la famosa cafetería, cuando ella
arribó silenciosa y se nos paró al lado. Suele temblar y camina realmente lento,
por lo que sospecho que la aqueja alguna enfermedad. Muy amablemente, nos explicó que es poeta y
que vende sus poemas por diez pesos. Acto seguido, nos preguntó si queríamos
leerlos y elegir uno para comprarle. Por alguna razón me sentí cohibida, algo
culpable y temerosa, así que le pedí que ella eligiera uno por nosotras. Sacó uno, le di los diez pesos, me sonrió con
una expresión entre infantil y sobrenatural,
y se fue. Para mi sorpresa, el poema resultó excelente, cosa que me
conmovió profundamente. Si hubiera sido
malo también me hubiera conmovido, por la lisa y llana razón de que no distingo
un poema malo de uno bueno, ni aunque me martillen la cabeza. O quiero pensar
que, la poesía tiene poco de mala y mucho de arbitraria, o mucho de humana y
poco de buena. La extraña se alejó
caminando y una enorme pena me cruzó el
pecho por unos segundos. ¿A cuántos
pasos estamos los escritores de terminar deambulando por las calles? Ese
fantasma, tan angustiante como conocido, se yergue sobre nosotros silenciosa y
empobrecedoramente. Pensé que no estoy lejos de eso y mi amiga, que estaba con
la cabeza en cosas más productivas, me instó a que ni siquiera lo mencionara.
¡Ah, la locura! Esa vecina ciega de dientes afilados, que respira en la nuca de
todos los que soñamos desproporcionadamente.
Ustedes se preguntarán qué
diablos tiene que ver todo esto con las películas, e incurrirán en un acto de
extrema perspicacia. La respuesta es: nada y todo. Nada tiene que ver con las
películas y todo tiene que ver con las películas pero, ¡qué carajo!, quería
contárselos igual.
La película que capturó mi
ojo por estos días tiene, aunque en tono de comedia, algo que ver con la locura
del artista, y con el olvido del artista. Por lo menos toca el tema en una gran
porción de la cinta y lo hace de manera, casi, poética.
Hace un tiempo, leí una
crítica muy interesante de Nuria Silva sobre El Increíble Burt Wonderstone, que arrancaba con el lamento de que
no se estrenara en los cines de aquí. El
análisis, exquisitamente exhaustivo, desguazaba la película parte por parte y
le arrancaba varios niveles de lectura.
Compelida por esta visión, intenté verla en Cuevana varias veces, pero
por H o por B, el sitio no me lo había permitido. Finalmente, ayer me dejó por
fin, y pude verla tranquila y con remarcado entusiasmo.
¡Wow, qué película extraña
si las hay! Si bien no me resultó todo lo derivativa que a Nuria, la cinta me
pareció realmente llamativa porque, de alguna manera, son muchas películas en
una.
El film cuenta las
peripecias de un mago desencantado (Steve Carell), que se ha vuelto
insoportablemente pedante y estúpido. Él y su amigo de la infancia (Steve
Buscemi) componen un dúo exitosísimo en Las Vegas, que se ve desbancado por la
llegada de un nuevo mago a la ciudad. Wonderstonte
(Carell), se verá obligado de esa forma, a replantearse toda su vida como mago
y como hombre, ya que ha quedado prácticamente en la miseria y sin perro que le
ladre. Por trucos del destino,
termina como el número de
entretenimiento de una casa de retiro para artistas, en la que se halla nada
menos que su ídolo de la infancia (Alan Arkin), un mago maravilloso que ha
desaparecido del mapa.
La película es en extremo
despareja, pero por alguna razón que no alcanzo a entender, me parece que se
acerca a una especie de estado de gracia. Tiene varios argumentos tácitos, como
la sublimación de la homosexualidad, la
crítica velada al entretenimiento a cualquier precio, y la realidad del hastío,
la decadencia espiritual y el vacío existencial al que somete el consumismo y
cómo se usa y abusa del entretenimiento para ahuyentar esos fantasmas. Por
supuesto, la alegoría a Sigfried y Roy
es tan contundente, como redonda.
Más allá de que hay momentos
de comedia brillante, muchos de comedia física y algunos de comedia negra, lo
que más me conmovió de la película, fueron las escenas sentimentales con el
maravilloso Alan Arkin. Es en cada
momento en que él aparece, cuando la película se vuelve genuinamente buena. Y
esto no es poco decir, porque al elenco lo completan James Gandolfini (fue duro
verlo, se lo extraña) y Jim Carrey. Arkin le aporta la parte inteligente y, a la
vez, verdaderamente emocional a la película. Lo que, en la factura final, la
hace jugosa y, aunque un tanto desequilibrada, divertida e interesante de ver. De alguna manera, me hizo acordar a Loco y Estúpido Amor, un film que
parecía extrañamente delineado, pero al que terminábamos disfrutando por esos
misterios del cine y de la vida.
No sé si El Increíble Burt Wonderstone verá las
salas argentinas en algún momento. Pero ya pueden encontrarla en la red y pueden
disfrutarla a pleno. Las actuaciones son excelentes, háganme caso. Y el guion
es un fenómeno extraño que, por lo menos, vale el análisis y la re pregunta.
Por mi parte, aprovecho y le mando a Nuria Silva un abrazo
y les recomiendo a ustedes que lean su análisis.
Y no se pierdan la vida, ni
el cine…