La película arranca con una ruptura, pero no amorosa, sino entre amigos. Uno es un cuarentón (Farrell, inmenso), un tipo laburador que vive junto a su hermana y que pasa sus tardes tomando cerveza en el bar del pueblo. El otro es un sesentón (Gleeson, más inmenso que Farrell), hinchado las pelotas de lo intrascendente y ordinario que es su (ahora) ex amigo, por lo que decide, de un día para el otro, apartarse y dedicar su tiempo a su pasatiempo preferido: tocar el violín. El primero no comprende las razones de su ex-amigo, por lo que parece perder la cabeza intentando racionalizar lo sucedido y tratando de recuperar la amistad.
En una isla ficticia de la Irlanda de 1920, durante la guerra civil, un conflicto relegado al fuera de campo pero que se mantiene latente a lo largo y ancho de la obra. Estos hombres irán hasta límites insospechados por mantener sus convicciones a flor de piel: un tira y afloje interminable, pero que refleja los dramas sociales y políticos que llevaron a un país a luchar entre sí.
Los espíritus de la isla se aferra a un planteo chiquito, casi intrascendente, y lo lleva a límites insospechados, donde la violencia y el desconcierto toman al toro por las astas y vuelven a una comedia ya de por sí negrísima un ejercicio tremendista y a su vez crepuscular, donde todo parece terminar y no tener retorno.
Padraic (Farrell), tanto como el espectador, no pueden entender, asociar el alejamiento repentino de Colm (Gleeson), ya que no existe conflicto entre ellos: es Colm el personaje conflictuado, el que atraviesa una crisis de edad. Sólo encuentra confort y salvación en ese violín, cuyas melodías parecen ser la voz que prefiere emitir ante la gente que lo rodea en lo que él cree es el último tramo de su vida. Padraic, entonces, despierta como cualquier otro día, en un paisaje lacónico a su vez que pintoresco, sufriendo el rechazo de su compañero, así como así. El hecho de no ver una interacción amistosa entre ellos genera una sensación mayor de absurdo, porque podemos sentir junto a Padraic ese suceso en apariencia incongruente. Algo que conecta más aún con los dramas sociopolíticos del país y que parecen un fantasma asomado en la lejanía, emitiendo sonidos que sus personajes prefieren no escuchar. Padraic no acepta, no quiere oír las razones de Colm y lo confiere a un antagonismo involuntario: uno no sabe escuchar y otro emplea la música casi como lenguaje en el ocaso de su vida.
Acá los dos personajes parecen habitar una suerte de fábula aleccionadora, que jamás termina de funcionar como tal porque los caminos narrativos por el que nos hace pasar su director, Martin McDonagh, son impredecibles y muy alejados de cualquier moral acartonada. Si, hay un constructo cuya imaginería parece por momentos asfixiar a sus personajes (¡esas cruces en las ventanas de sus hogares!) y servir, a su vez, de perfecta representación para poder poner en imágenes cuestiones emocionales por las que atraviesan, principalmente con la moral -¡ahora sí!- que los invade desde sus tradiciones y creencias, pero se entiende que se refieren a un lugar y tiempo donde la religión (católica) era dominante e invasiva.
McDonagh ya trabajó el tema de la culpa en la gran Escondidos en Brujas, con el mismo cast, pero esta vez aborda la problemática desde un costado menos anclado en el género: mientras en Escondidos… la comedia se aferraba como garrapata al thriller de suspenso, en Los espíritus… lo hace desde el drama: el mismo se pliega sobre la comedia perfectamente, como el eslabón de una cadena, firme e indestructible, creando así una mixtura perfecta, sin desbordes en su construcción narrativa.
Oscura y por momentos existencial, pero sin recurrir a un cinismo canchero y gratuito, con un guión que no deja que perdamos jamás la atención, Los espíritus de la isla es una de las mejores películas del año, del anterior y del próximo también, seguro.
(Irlanda, Reino Unido, Estados Unidos, 2022)
Guion, dirección: Martin McDonagh. Elenco: Colin Farrell, Brendan Gleeson, Kerry Condon, Barry Keoghan. Producción: Graham Broadbent, Peter Szernin, Martin McDonagh. Duración: 114 minutos.