Poco después del estreno de La Naranja Mecánica (1971) y el subsiguiente escándalo por sus escenas de sexo y violencia, Stanley Kubrick publicó una réplica en el New york times citando a Robert Ardrey: “Hemos nacido de monos erectos, no de ángeles caídos, y esos monos eran unos asesinos armados. ¿De qué vamos a asombrarnos? ¿De nuestros asesinatos, genocidios y misiles? No, sino de nuestras sinfonías, por pocas veces que las toquemos, de nuestros tratados, por poco que valgan, de nuestros sembrados, por poco que a veces los convirtamos en campos de batalla, de nuestros sueños, por más que sólo raras veces se conviertan en realidad. El milagro del hombre no reside en cuán bajo a caído sino en a qué altura se ha elevado”.
Kubrick solía comparar al joven y violento Alex De Large, protagonista de su película, con Ricardo III. En una entrevista realizada por Penélope Houston en 1972 señaló: “Alex, como Ricardo, es un personaje a quien uno pudiera tener antipatía y miedo, pero, con todo, uno se encuentra atraído a su mundo (…) no resulta fácil expresar de qué modo se logra esto, pero ciertamente tiene algo que ver con su candor, talento e inteligencia, y al efecto de que todos los demás personajes son más insignificantes y, en cierto sentido, peores”. ¿A què se refería el cineasta?, ¿Por qué aquel delincuente juvenil e hijo consentido encarnado por Malcolm McDowell era mejor que sus víctimas o que las autoridades que intentaban detenerlo? Esta pregunta encontraba su respuesta en el desenlace del relato. Si en el comienzo Alex era perseguido por su actitud violenta, ahora esa actitud apañada por el Estado lo convertía en una persona respetable, produciéndose así una inversión moral. La edición inglesa de la novela original de Anthony Burgess incluía un último capítulo en el cual De Large acababa por volverse bueno, casarse, tener hijos y vivir una vida “normal”. Kubrick, para disgusto del escritor, ignoró este último fragmento por completo.
Reparemos en la coyuntura. El mundo de La Naranja Mecánica es un mundo foucaultiano donde, merced a unos métodos de control cada vez más sofisticados y autoritarios, los Estados anulan el libre albedrío de aquellos que no se adapten a sus reglas. Obligado a hacer el bien en una sociedad que no ofrece la otra mejilla, Alex pasa de ser victimario a ser víctima, y a la vez sus víctimas, pudiendo ellas elegir entre el bien y el mal, pasan a ser victimarios. A fin de cuentas, el perdón cristiano y la “bondad natural del hombre” no son más que palabras vacías. Sólo el más fuerte –o acaso el más cruel- sobrevive. Nuestro héroe, por lo tanto, es apenas el producto y la víctima de una sociedad opresora, brutal y rencorosa.
Barry Lyndon (1975), la siguiente película del norteamericano, mira hacia el pasado –Inglaterra en los años previos a la revolución francesa- con el mismo cinismo oscuro con el que La Naranja Mecánica mira hacia el futuro. El crítico Esteve Riambau sostiene en su libro sobre Kubrick que “como Alex, Barry Lyndon es un personaje arribista que interpreta con ligera anticipación las normas que dicta la época en la que le ha tocado vivir. De este modo, si Alex lleva la violencia hasta unos límites superiores a los que la sociedad le permite, Barry es un oportunista sumido en la trampa del destino que le conduce al fracaso en las puertas del éxito social de los de su clase”. Esta observación no podía resultar más acertada. Tanto Alex como Barry (Ryan O`Neal) pasan del éxito al fracaso por una obstinación y un arribismo intolerables para su entorno social. De esta manera, el sentimiento de despojo y de querer pertenecer que lleva a este refinado embustero a la cúspide de la pirámide termina siendo también el motivo de su decadencia. En el duelo armado que cierra el film, el hijastro aristócrata de Barry ajusta cuentas con su padrastro y resuelve por lógica de clase todo conflicto entre ambos. El protagonista, condenado a un andar errante como plebeyo por el resto de sus días, casi muere en su intento por burlar los límites internos del orden social establecido. Su destino es inexorable.
El Resplandor (1980) presenta inicialmente a Jack Torrance (Jack Nicholson) como un sarcástico escritor de poca?monta, un padre y marido mediocre que se halla oprimido por una vida familiar rutinaria y tediosa contra la que más adelante se rebela en forma salvaje y asesina, ahora como víctima de otra estructura, en este caso un fenómeno cíclico y paranormal causado por los fantasmas que habitan el hotel Overlook.
Más allá de protagonizar una historia fantástica, Jack Torrance exhibe muchas de las características halladas en Alex y Barry, aunque introduciendo la variable de transformación impuesta por un orden superior ya no en forma de parábola como en los casos de aquellos sino como un proceso cíclico?carente de azar que aleja de una vez y para siempre al protagonista de su situación inicial. Según expresó John Baxter en su biografía de 1999 sobre el director, “Stephen King subrayaba la decencia fundamental de Torrance y culpaba al hotel y a sus fantasmas de sus actos (…) mientras Kubrick lo veía como un hombre que, en busca de su propia destrucción, se rinde a los horrores imaginarios del hotel para librarse de su problemática familia y, finalmente, para destruirse a sí mismo”. Una vez más, el director hace suya una historia ajena y elimina de ella todo componente moralista.
Nacido Para Matar (1987), el regreso de Kubrick al género bélico veintitrés años después de Dr. Strangelove o: Cómo Aprendí A Dejar De Preocuparme Y Amar La Bomba (1964), introduce la historia de dos reclutas en período de instrucción militar para formar parte de los marines en tiempos de la guerra de Vietnam. El espanto en la “cara de guerra” de uno, Joker (Matthew Modine), así como la turbación progresivamente perceptible en el rostro del otro, Pyle (Vincent D’Onofrio), dan cuenta del proceso de despersonalización al que estos jóvenes son sometidos, desarrollo que tiene como objetivo convertir al hombre y su fusil en una perfecta máquina de matar.
La trayectoria del protagonista a lo largo del film es similar a la de Jack Torrance en El Resplandor. Ante el conflicto inminente de la guerra, el recluta es víctima de un proceso cíclico impuesto por un orden superior. Ya en Vietnam, Joker lleva en su pecho un pin con el símbolo de la paz expresando su ideología liberal, en contradicción con la inscripción “Born to kill” (nacido para matar)?en su casco. En él convive el humano con el predador. Mientras que la meta del primero es la vuelta a casa y “la gran cogida del regreso”, la meta del segundo es “matar a tantos amarillos como sea posible”. La motivación del primero es el miedo y el rechazo ante el horror de la guerra, propia de todo ser racional. La del segundo es, más allá del instinto de supervivencia donde sólo se puede ser víctima o victimario, una inculcada naturaleza asesina.
El dilema moral kubrickiano aparece en el final, cuando Joker debe decidir si rematar a una joven francotiradora vietnamita que yace moribunda o dejarla morir, ante sus agonizantes pedidos de que le dispare y acabe con su sufrimiento. Finalmente, el protagonista -que hasta ese momento no ha matado a nadie- le da el tiro de gracia y se convierte en asesino. De modo ineludible surge la pregunta: ¿Lo hizo sólo por piedad? Cualquier reflexión al respecto es disipada por la última escena, donde Joker se aleja junto a sus compañeros, feliz de estar vivo en un “mundo de mierda” y cantando la canción de “El club de Mickey Mouse” como si nada hubiera pasado unos minutos antes.
La trama de Ojos Bien Cerrados (1999), el último film de Kubrick, oscila entre el sueño y la realidad, el sexo y el crimen, los celos y la culpa. En el centro de ella se ubica el protagonista. Inicialmente su imagen es la de un hombre joven, exitoso y seguro de sí mismo. El doctor neoyorquino Bill Harford (Tom Cruise) parece llevar una vida perfecta junto a su bella esposa Alice (Nicole Kidman), hasta que una noche ella le confiesa haber tenido fantasías sexuales con otro hombre. Esto produce una verdadera conmoción en Bill, quien, motivado por los celos, se lanza a una serie de eventos azarosos, paranoides y alucinados.
Si por fuera Harford jamás pierde la calma ni la sonrisa, por dentro está obsesionado. En su cabeza habita todo el tiempo la imagen del adulterio. El de Alice, concretado en sueños, y el suyo, que nunca se concreta en la realidad onírica que lo envuelve a lo largo del film. La necesaria confirmación de un determinado status burgués, basada en la seguridad y la estabilidad del matrimonio, sufre por esa súbita amenaza de sexo e infidelidad. Bill intenta controlar una situación que lo excede y fracasa en el intento, aunque sus bizarras aventuras a lo largo del relato terminan siendo, en comparación con las tremendas orgías de sus amigos de alta sociedad, un juego de niños que tanto él como su mujer necesitan para seguir adelante con sus rutinarias e insatisfactorias vidas.
Por otro lado, durante su paseo Bill actúa como un voyeur arribista e inescrupuloso. Al intentar infiltrarse en los decadentes bacanales aristocráticos, el protagonista intenta burlar las barreras sociales y pasar desapercibido, sin éxito. Como sucede con el bribón Barry Lyndon, Bill es desenmascarado, ridiculizado, expulsado y luego silenciado por el poder cuyas reglas intentó transgredir. Se hace presente, una vez más en un film de Kubrick, la idea de un orden superior que se impone a la voluntad del protagonista.
En la visión kubrickiana del mundo el estado natural hobbesiano prevalece indefinidamente. Éste aparece detrás de la sofisticación nuclear de Dr. Strangelove …, así como en el prehistórico escenario inicial de 2001: Odisea del Espacio (1968). Aquellos seres primitivos que aprenden a imponerse sobre los más débiles por medio del descubrimiento de armas más efectivas representan, en definitiva, lo que somos y seguiremos siendo. El destino del humano en el caos sólo puede definirse de acuerdo con la ley del más fuerte. De manera paradójica, ésta aparece legitimada por las mismas instituciones que deberían garantizar la paz y la igualdad en las sociedades.
Frente a este panorama, los héroes de Kubrick, aun siendo capaces de manipular, engañar y pensar fríamente, no pueden evitar ser guiados por las manifestaciones internas y externas de un instinto desaforado y rebelde que los impulsa a llegar a situaciones límite. En ellas siempre se devela la presencia de un orden oculto y superior que, ya sea a través de una contundente inversión de las transgresiones de estos hombres en sus respectivos entornos sociales como por medio de una implacable estructura cíclica de transformaciones irreversibles, los somete y termina por regir sus destinos.
En la dualidad de su ser, estos personajes son victimarios y víctimas, manipuladores y manipulados, hombres y máquinas, ricos y pobres, según poderes ocultos de índole social, política, militar y hasta sobrenatural lo dispongan. Lúcido, pesimista e irónico como ningún otro realizador, Kubrick se dedicó con brutal maestría a alumbrar, por medio de los protagonistas de sus films y con mayor o menor explicitud según el caso, lo más escabroso de la naturaleza humana.