Maze Runner: Prueba de Fuego (2015), segunda entrega de la adaptación de los libros de James Dashner y otra vez dirigida por Wes Ball, complejiza la trama y da un giro narrativo y en lo que respecta a la puesta en escena en relación a Maze Runner: Correr o Morir (2014). En la película original de la saga, el director recurría a un relato potente donde unos jóvenes aparecían en un laberinto, sin memoria sobre sus pasados y debían encontrar la manera de escapar. Un planteo a toda velocidad con un alto ritmo de montaje, planos cortos y una idea visual claustrofóbica eran el marco para que Thomas (Dylan O’Brien), el anteúltimo llegado al laberinto, recorra el camino del héroe y sea el líder que conduzca al grupo hacia la libertad.
Todas las decisiones fértiles del inicio de la trilogía como el fraternalísmo ante las condiciones adversas, las posiciones conservadoras versus las progresistas en cuanto a arriesgar la vida en búsqueda de la libertad, la aventura frenética bajo presión en lugares cerrados, quedan anuladas en Maze Runner: Prueba de Fuego, donde Ball recurre a los convencionalismos de estas sagas pensadas para un público adolescente: abrir la historia en diversos campos contándola con plataformas multigénero que van saltando de una a otra como un zapping televisivo. En este caso Thomas lidera al grupo que es llevado a un campamento, tras ser rescatados saliendo del laberinto, y se encuentra con una organización conducida por Janson (Aidan Gillen) que supuestamente traslada a los jóvenes a un lugar seguro donde pueden ser libres. El contexto es complejo: la enfermedad que liquidó las ciudades tiene el dominio de la calle y estos jóvenes descubren que fueron llevados a ese campamento por la misma organización que los había puesto en el laberinto, llamada W.C.K.D., manejada por la doctora Ava Paige (Patricia Clarkson), porque son especiales y tienen en sus cuerpos la cura para el virus que destruyó a la humanidad.
Esta visión postapocalíptica genera un futuro distópico donde la tierra es un lugar inhóspito. Thomas lidera a los jóvenes que escapan del campamento y juntos deberán avanzar a cielo abierto hasta encontrarse con un grupo de rebeldes. Toda la diversificación narrativa (una corporación hegemónica, una resistencia, enfermos terminales violentos) contada en un desierto que parece haber tapado las ciudades y con Ball cambiando de género frenéticamente (del cine de aventuras al melodrama, pasando por el cine de zombis sin escalas), deja trunca la pequeña y simple tensión claustrofóbica de la entrega original. El procedimiento del montaje veloz y planos cortos se repite, pero esta vez a diferencia de la película anterior esto juega en contra narrativamente porque el film nunca logra anclaje en ningún lugar y naufraga; y si bien Thomas sigue siendo un personaje atractivo que continúa construyendo el camino del héroe de la película iniciática, la película se diluye en una lucha entre una corporación y un grupo de rebeldes para definir cómo encausar el problema de la enfermedad que destrozó la humanidad. Ball es responsable de este proceso de disolución, de esta falta de espesor cinematográfico y de no poder simplificar y unificar una idea de cine. Le queda la última entrega de la trilogía en 2017 para redimirse.
Por Carlos Rey