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Cine

Memorias de un caracol (Memoir of a Snail)

UN MUNDO PRIVADO Y PACIENTE

Hay cineastas que, con mayor o menor éxito, se han propuesto filmar lo terrible. Son aquellos que cuentan historias especialmente trágicas y cuyo objetivo parece ser encontrar una forma artísticamente relevante de hacerlo. Ahí estaba Eisenstein en la década del 20, filmando la muerte de niños y bebés en represiones salvajes; Rossellini mostrando el suicidio de un niño en Alemania, año cero; o Mizoguchi retratando violaciones y asesinatos en medio de hambrunas.

Fuera de estos casos excelsos e influyentes, de vez en cuando aparecen otros cineastas —mayormente mucho menos virtuosos— que también se preguntan si es posible encontrar una manera interesante de filmar el horror y las tragedias espantosas evitando los golpes bajos. A este grupo parece pertenecer Adam Elliot, un animador australiano que hace unos años sorprendió con Mary and Max, un largometraje de animación profundamente triste sobre la amistad a distancia entre un hombre con Asperger y una niña solitaria.

Hay varias conexiones entre esa película y Memorias de un caracol. Ambas tratan sobre personajes marginados y abordan temas como la desesperación de la soledad, las enfermedades mentales, las amistades excéntricas las comunicaciones a distancia (vuelve a aparecer acá el intercambio de postales) y los intentos de suicidio. Al igual que Mary and Max, Memorias de un caracol tiene elementos autobiográficos y un tono desconcertante. La Wikipedia en inglés, por ejemplo, en su necesidad de encasillar a Memorias de un Caracol en algún género la define como una “tragicomedia animada en stop-motion”. Lo curioso es que, al verla, cuesta percibir lo cómico, pero también resulta difícil calificarla como puramente trágica. Más bien, maneja un tono híbrido, esquivando tanto los excesos melodramáticos como el chiste directo.

En la primera escena de la película, la protagonista, Grace, está junto a su amiga Pinky, una anciana agonizante que da sus últimos suspiros. Poco antes de morir, Pinky dice en voz alta: “¡Potatoes!” y fallece de inmediato. La situación es extraña porque la manera en que pronuncia la palabra resulta cómica, pero lo que estamos viendo no es un chiste. Al mismo tiempo, esta ambigüedad impide que el espectador se compenetre completamente con el drama de la escena.

A lo largo de Memorias de un caracol, se mantiene este tono ambivalente. Hechos terribles —desde el bullying que sufre Grace en su infancia, pasando por el accidente que deja paralítico a su padre, hasta la crianza tormentosa de los dos hermanos— se mezclan con situaciones absurdas y un humor que nunca termina de consolidarse en chiste.

Algo similar ocurre con el diseño de los personajes. Tienen ojos grandes y expresivos, un recurso que productoras como Disney o películas devastadoras como La tumba de las luciérnagas han utilizado para generar empatía y acentuar el impacto de las tragedias que sufren sus protagonistas. Sin embargo, aquí esos ojos expresivos van acompañados de rostros de formas extrañas y expresiones tímidas, lo que genera cierta distancia con lo que se nos muestra.

En cierta medida, parece que la estrategia de Adam Elliot es hacernos sentir que estos personajes sufrientes son, ante todo, freaks. Podemos comprenderlos, incluso encariñarnos con ellos, pero nos cuesta empatizar completamente en una primera instancia. Tal vez la figura del caracol represente ante todo esta cualidad de lo freak, de aquello que no nos genera una ternura inmediata. Es un animal poco agraciado, que vive mayormente oculto y no es expresivo. Su condición de bicho raro parece atraer a Grace, una protagonista con una sensibilidad diferente, al punto de que su única amiga es una anciana excéntrica y termina casándose con un fetichista extravagante.

Sin embargo, la metáfora del caracol podría ir más allá de la mera idea de lo freak y lo oculto. También sugiere una confianza en la lentitud y la paciencia, elementos clave en el proceso de sanación de Grace. Por un lado, se dedica al stop-motion, un arte que, por excelencia, requiere paciencia y movimientos minuciosos. Por otro, tanto ella como su hermano necesitan una enorme resistencia para atravesar las desgracias que les tocan sin quebrarse.

En contraste con esto, las familias adoptivas de Grace y de su hermano Gilbert están obsesionadas con soluciones inmediatas: el fanatismo religioso en el caso de los padres de Gilbert, y los cursos y libros de autoayuda o la experimentación sexual como vía rápida hacia la felicidad en el caso de los que adoptan a Grace. Frente a esta visión, la película parece considerar más genuina la felicidad momentánea, efímera, pero auténtica. Es en estos instantes fugaces donde los personajes encuentran un alivio real. Ahí está, por ejemplo, la escena de la montaña rusa y el parque de diversiones, el único espacio donde el padre de Grace y Gilbert logra experimentar un respiro en medio de su desgracia. Del mismo modo, los momentos de alegría en la película provienen de este tipo de placeres transitorios: las interacciones entre Grace y Pinky, los juegos de los hermanos gemelos o los momentos felices dentro del matrimonio de Grace.

Por eso resulta llamativo que, en los últimos minutos de Memorias de un caracol, Adam Elliot recurra al deus ex machina para sellar el destino de sus personajes principales. En una película donde el azar suele ser cruel y los personajes, marcados por condenas biológicas y sociales, simplemente tienen que aprender a vivir con ellas, de pronto aparecen casualidades improbables y salvaciones inesperadas. Grace logra evitar la cárcel gracias a un juez al que conoció cuando él era un vagabundo, y Gilbert se salva de un incendio mediante un recurso poco verosímil dentro del contexto del filme.

Afortunadamente, el buen cine no está hecho solo de verosimilitudes ajustadas y relatos estructurados como mecanismos de relojería. A veces, ciertas historias se sostienen gracias a decisiones antojadizas que responden menos a la coherencia narrativa que al cariño del creador por sus personajes. No es que creamos en la plausibilidad de los últimos minutos de Memorias de un caracol, pero sí entendemos que su narrador ha decidido que sería demasiado duro para él condenar a sus protagonistas a la desgracia absoluta.

Al fin y al cabo, una de las cosas que celebra la película es la posibilidad de sumergirse en mundos privados: ya sea en la minuciosa creación de la animación stop-motion, en la colección de caracoles de Grace, en la obsesión de Gilbert por el fuego o en los relatos —posiblemente inventados— de Pinky. Crear un mundo animado que combine elementos autobiográficos con fantasías extravagantes, que juegue tanto con la ternura como con el humor negro, con una estética que parece fusionar la comicidad seca pero sentimental de Wes Anderson con el gusto por lo gótico de Tim Burton —y su amor por los freaks—, ejecutado con la paciencia artesanal del stop-motion, puede ser también una forma de construir un universo propio. Y esos mundos privados, de vez en cuando, pueden manipularse para suavizar la dureza de la realidad. Es un procedimiento válido, y quizás por eso abrazamos ese final no solo sin objeciones, sino con alivio y alegría. Es una emoción nacida de un verosímil improbable, pero no por eso menos genuino. Con Memorias de un caracol, Adam Elliot ha construido una obra que, aunque caprichosa en su desenlace, no deja de ser brillante.

(Australia, 2024)

Guion, dirección: Adam Elliot. Voces de: Jackie Weaver, Sarah Snook, Eric Bana, Adam Elliot. Producción: Adam Elliot, Liz Kearney. Duración: 95 minutos.

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