Desde Absentia, su ópera prima, el director Mike Flanagan presenta tópicos y recursos ya conocidos, aunque desde una perspectiva propia. No abusa de los sustos y sabe construir climas. Pero sobre todo, se preocupa por desarrollar personajes, por darles carnadura, por explorar sus tormentos y virtudes. Como los maestros del género, usa la ficción de horror para hablar de horrores verdaderos, como el deterioro y la muerte. Posee una sensibilidad que recuerda a Stephen King, lo que explica sus aciertos para adaptarlo en Gerald ‘s Game y Doctor Sueño (aquí agarró una papa caliente al meterse con la secuela de El resplandor).
Al igual que King, Flanagan usa como combustible a sus monstruos internos. Más precisamente, su alcoholismo, del que afirma haberse recuperado. Queda palpable en cada uno de sus trabajos, que de alguna manera lo encaminaron a su obra cumbre: Midnight Mass.
Flanagan venía de demostrar cómo expandir su visión en miniseries con The Haunting of Hill House, basada en la novela homónima de Shirley Jackson, y The Haunting of Bly Manor, a partir de Otra vuelta de tuerca, de Henry James. En los siete capítulos de Midnight Mass, el director le da forma a su propia versión del libro Salem’s Lot, de King, dos veces adaptado a la pantalla chica. La premisa es la misma en ambos casos: un vampiro llega a un pueblito estadounidense y transforma a sus habitantes, por lo que un grupo de valientes deberá luchar para impedir la plaga.
Como King en su novela, Flanagan le da humanidad -incluso cuando ya no son técnicamente humanos- a los principales habitantes del pueblo (en este caso, la comunidad de Crockett Island). En especial, Riley (Zach Gilford): luego de vivir en la ciudad, luego de los excesos de alcohol, luego de pasar cuatro años en prisión por provocar la muerte de una mujer en un accidente automovilístico, regresa para reencontrarse con su familia y sus antiguos vecinos. Claro que ahora es un individuo torturado, que debe seguir asistiendo a reuniones de Alcohólicos Anónimos y vive en conflicto con sus creencias. Al mismo tiempo llega Paul (Hamish Linklater), un joven sacerdote encargado de reemplazar al antiguo mandamás de la iglesia, que todavía no regresa de un largo viaje. En realidad, se trata de aquel mismo veterano sacerdote, ahora rejuvenecido. Será el responsable de propagar la peste, con la colaboración de la misma criatura de la noche que lo había reconfigurado.
A través de estos personajes y de Erin (Kate Siegel), Flanagan expresa reflexiones acerca de religión, filosofía, vida, pérdida, culpa, redención. Así surgen diálogos extensos, pero no agotadores ni explicativos; empalman con la propuesta del director, más proclive a la atmósfera, sin olvidar los estallidos de sangre y violencia. También afloran otras cuestiones y temáticas: la devoción (anda por ahí una versión femenina de Renfield), el sectarismo, el poder, el sacrificio, el amor, la esperanza.
Flanagan también acierta al presentar otro ángulo del vampirismo, que se propaga a través de la iglesia, de un ámbito cristiano, y al principio es vendido como un milagro: una niña lisiada recupera la movilidad, una anciana deja de sufrir alzheimer…Es más, la palabra “vampiro” no se pronuncia: el monstruo es llamado ángel y alabado como un ser divino. Pese a su forma humanoide, tiene más de animal, sobre todo a la hora de alimentarse. Pero el director no traiciona algunas reglas básicas de los chupasangres, como el efecto de la luz solar.
Por su audacia y su equilibrio entre profundidad e impacto, Midnight Mass es una rara avis dentro del género del terror más reciente y de las series en general, y confirma a Mike Flanagan como un cineasta que entiende el verdadero terror y sabe transmitirlo.
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