Con la excusa del estreno de Pequeña gran vida de Alexander Payne y pensando que es un director que en los últimos quince años ha realizado films frecuentemente, decidimos revisar Entre copas (2004). Digamos que cuando aparece un director que tiene varios films con alguna idea que aparenta central y que atraviesa al parecer su obra, vale la pena realizar una revisión en busca del autor.
Entre copas es un film afable, es decir que el espectador puede recorrerlo con facilidad. Sus personajes están bien caracterizados gracias a sus muy buenas actuaciones, con lo cual la identificación se produce rápidamente –hecho fundamental para poder mirar una película– y la trama se desarrolla con un ritmo narrativo que permite ir transitándolo con gusto.
Sin embargo el film no logra llevar el relato más allá de esa primera historia que narra. Es decir, el viaje de los dos amigos por la vía de los vinos de Los Ángeles y sus desventuras amorosas. Entre medio de esta especie de road movie aparece una idea que intenta arribar a metáfora, algo así como que frente a este mundo industrializado en donde tanto vinos como libros dependen del mercado, el personaje de Miles se posiciona como una especie de marginal que comprende que las letras y las vides son en esencia otra cosa.
Todo esto parece lindo como idea, pero se construye más desde lo racional, es decir desde una distancia del espectador frente a lo que está viendo, que como algo que el espectador siente a medida que el propio Miles lo siente o lo descubre. Esto es así porque la idea se sostiene más en lo dicho que en lo que está puesto en escena. Por ejemplo el diálogo que Miles mantiene con Maya, el personaje femenino que es parte del conflicto amoroso de Miles. En esa escena nocturna, de intimidad y seducción fallida, ambos hablan del vino y del misterio de las uvas, del añejado y de cómo se construye su sabor. Es como si Miles tuviese un conocimiento –que comparte con Maya– que podría formar parte de algo que va más allá de lo terreno, es decir de eso misterioso que trasciende el mundo rutinario, de consumo y producción; ambos comparten, de alguna manera, la idea de que el vino guarda algo secreto que podría acercarnos a lo sagrado. Pero esta idea se la entiende desde las intenciones y no desde lo que verdaderamente ocurre entre ellos, porque lo que finalmente dicen del vino no es muy distinto a aquello que podemos leer en la etiqueta que las bodegas ponen refiriéndose a los taninos y al aroma de frutos rojos, convirtiendo así a la escena –y al film casi completo– más en un recorrido turístico que en una forma de oposición con lo industrial.
Es decir, no hay rito con el vino. O el rito que el personaje realiza es el de un sommelier muy experimentado, no el de alguien que entiende que el vino lo enlaza con lo ancestral, con lo sagrado. Los conocimientos de Miles son tan mecánicos como aquello que el propio film intenta criticar.
A veces para terminar de cerrar una idea, para poder explicar con más precisión de que estamos hablando, es necesario recurrir a otro film. Esto es así porque lo que en un film no logra tomar cuerpo en el otro aparece de manera perfecta, orgánica, construyendo así idea, sentido, puesta en escena, es decir cine. Es parte del ejercicio que debemos hacer como espectadores, mirar de manera activa, despierta y no dejar pasar posibles vínculos o comparaciones. Porque el cine se ha ocupado ya de todos los grandes temas, el asunto es comprender como en cada film esos temas se convierten en relato.
Entre copas nos lleva a pensar en otro film que trabaja también la cuestión del misterio del vino. Detengámonos, entonces, en el hermoso film de Lawrence Kasdan que se llama Quiero decirte que te amo (French Kiss, 1995). Allí hay una escena que es ejemplar, y que sirve de excelente contraste con cualquiera de estas escenas del film de Payne que pretende develarnos algún misterio, pero que termina siendo un paseo por el folklore vitivinícola.
En Quiero decirte… el francés Luc (interpretado por el maravilloso Kevin Kline) le muestra a Kate (Meg Ryan) el contenido de una cajita de madera que tiene guardada desde su infancia. Allí, en esa caja, guarda muestras de especias y de plantas aromáticas de la campiña francesa, sitio en donde pretende cultivar sus propias uvas. Los aromas de esa caja alternados con un trago de vino le despiertan a Kate la percepción de algo misterioso que va mucho más allá del color o de ese aroma a frutos rojos. Esa caja encierra para Kate –y para nosotros con ella– el secreto de algo misterioso, secreto que inesperadamente guarda Luc y con él la posibilidad de construir algo que parecía perdido. Para Luc y para Kate, ese momento que es secreto, se convierte en rito de iniciación. Kate verá el mundo de una forma diferente. Esta escena –en acumulación con lo anterior y lo siguiente en la sucesión del film– construye un universo simbólico que nos traslada hasta una forma ritualizada del vino. Todo el ambiente de la escena que ocurre en la habitación de la niñez de Luc, frente a esa ventana que da al campo y por la cual se filtra una luz cálida, le da vida a este rito de iniciación que es central en la trama.
Eso que en Entre copas quiere aparecer pero no logra, en Quiero decirte… toma cuerpo transportándonos hasta un estadio de lo mítico que nos estremece. Todo es cuestión de saber qué tomamos, cuando tomamos vino.