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DOSSIER

El orgullo velado. Las representaciones cinematográficas de la diversidad antes de Stonewall. Parte I

Cuando en la madrugada del 28 de junio de 1969, la policía de New York entra al bar Stonewall Inn para hacer sus habituales redadas que incluían arrestos y palizas a personas gays, lesbianas, transgéneros, drags queens y otros que también eran marginados por la sociedad, se encontró con una infrecuente resistencia que los llevó a perder el control. Al cabo de poco tiempo, los rebeldes se multiplicaron, generando unos disturbios que siguieron por varios días y posibilitaron que los activistas se organizasen para manifestar una serie de protestas en contra de los arrestos sistemáticos, producto de la violencia estatal.

Al poco tiempo, se crearon organizaciones activistas que pregonaban los derechos de personas LGBT+, esto no solo se replicó en todo Estados Unidos sino que tuvo eco a nivel internacional. Al año siguiente, ese mismo 28 de junio, tuvo lugar la primera marcha del orgullo que hoy se conmemora con manifestaciones en varias ciudades del planeta. Los disturbios de Stonewall fueron un grito de hartazgo a todo un sistema que ejercía violencia física, simbólica y psicológica a personas que vivían una sexualidad e identidad distintas de los mandatos hegemónicos.

¿Y por qué orgullo? Como decía Carlos Jaureguí, se trata de una respuesta política a una sociedad que educa para la vergüenza. Esta vergüenza fue orquestada por todo un sistema que incluía los aparatos del estado como la ley, la religión, la educación, la salud y la cultura. Recién en 1990 la OMS retira a la homosexualidad de su listado de enfermedades psiquiátricas. La transexualidad tuvo que esperar hasta el 2018 para que la dejen de considerar un trastorno patológico. Esto, además de cercenar derechos, posibilitaba que hábitos discriminatorios tuvieran sustento en un discurso científico. Las sexualidades no heteronormadas eran estigmatizadas, violentadas y hasta “reconvertidas” en su etiqueta de mórbidas para la ciencia y pecadoras para la religión. Si actualmente las prácticas y discursos homofóbicos y transfóbicos siguen vigentes, en aquellos tiempos era cuestión de sentido común.

La industria cinematográfica formó parte de ese sistema que se encargó de la construcción social de sentido, brindando estereotipos que reforzaban prácticas discriminatorias, excluyentes, estigmatizantes y patologizantes a personas con sexualidad diversa. Durante muchas décadas, retratar las disidencias sexuales y de género no solo era un tema tabú, sino que también fueron ocultadas, invisibilizadas y prohibidas. Muchas veces dependía de la habilidad narrativa de los realizadores para eludir la censura y mostrar en sus películas algunas subjetividades diversas, o reducir estos personajes a estereotipos que quedaban como objeto de burla, lástima o temor.

El cine, en tanto productor y reproductor de subjetividades, ha hecho un largo y variado recorrido sobre el tema, casi siempre respondiendo al paradigma de la época. Además de un arte, es una industria y un entretenimiento, por lo tanto es uno de los aparatos culturales por el cual se construyen subjetividades. El género forma parte de estas construcciones sociales y culturales. Judith Butler habla de “performatividad” del género, y la piensa como una práctica social. Es así como la persona no tiene autonomía sino que está obligada a “actuar” en función de una norma génerica que legitima o margina. Una sociedad heteronormativa y patriarcal necesita imponer la performatividad de género a través de los estereotipos esperables y estigmatizar a todo aquel que queda por fuera de las normativas. La construcción de género es producto de lo que Althusser llamó “aparatos ideológicos del estado” y la industria audiovisual es partícipe de uno de esos aparatos sociales de construcción.

Paul B. Preciado sostiene que el cine industrial tiene una dimensión colectiva, política y pública y la piensa como: “la sala de montaje donde se inventa, produce y difunde la sexualidad pública como imagen visible”. Son varios los autores que han teorizado sobre cómo el cine naturaliza los valores hegemónicos de una sociedad y marca cuál es el lugar de cada quien en el entramado social.

El presente es un recorrido de cómo el celuloide se las arregló para representar esas subjetividades abyectas en los años que precedieron a los disturbios de Stonewall, cuando la noción de orgullo no era ni remotamente una posibilidad; la única opción que quedaba era la vergüenza y con ello la culpa, el tormento y el miedo que condenaban a llevar una vida encarcelando el deseo en un closet.

Muchas producciones repitieron y reforzaron estas estigmatizaciones, pero también hubo otras más vanguardistas, que adelantadas en su época, se animaron a visibilizar deseos disidentes que sin saberlo, o de forma velada, convertían la vergüenza en orgullo. Porque el cine también es, según Teresa de Lauretis, una expresión artística que no está únicamente al servicio de la opresión y ofrece miradas disruptivas que subvierten e interpelan las representaciones hegemónicas.

Durante los tiempos del cine mudo y los primeros años del sonoro, las representaciones de la homosexualidad eran monopolizadas por el estereotipo de sissy (mariquita). Esos sujetos marginales excéntricos, amanerados y exageradamente afeminados, que eran utilizados para hacer reír desde la burla, solían ser inofensivos y fieles acompañantes de las mujeres protagonistas. Generalmente eran bailarines, coreógrafos o modistos. Esta figura burlesca y degradada se mantuvo como recurso humorístico hasta hace muy pocos años.

Detrás de la pantalla (1916), es un cortometraje de Charles Chaplin donde él besa a una chica vestida de varón, pero sabiendo que se trata de una mujer. Al ser descubiertos por un tercero que los confunde con dos hombres, este empieza a provocarlos haciendo mímicas y gestos amanerados. La marica era un recurso payasesco efectivo que garantizaba las risas de la platea. No se hacía referencia a las preferencias sexuales del personaje pero a partir del prototipo grotesco posibilitaba su identificación. El dilema pasaba en que ante la invisibilización,  este cliché negativo generaba algún tipo de reconocimiento.

En nuestro país, también se repetía este tipo de representaciones. En Los tres berretines (1933, Enrique Susini), la segunda película sonora del cine argentino, tenemos a la primera marica de nuestra historia cinematográfica: “Pocholo”, un personaje excéntrico, que se pavoneaba con las mujeres de la casa y las llevaba al cine. Ellas esperaban ansiosas que llegue “Pocholo” para llevarlas a la función y sacarlas de la cocina.

Podríamos considerar al homoerotismo en la pantalla como un subgénero cinematográfico, que sin hablar abiertamente de homosexualidad, lo hace en forma velada por el vínculo seductor, tierno o de tensión sexual que exhibe entre dos personas del mismo género. Alas (William A. Wellman, 1927), primera película en ganar el Oscar, es un drama bélico sobre la relación entre dos jóvenes que pasa de la rivalidad a la amistad. Cuando uno de los dos está muriendo, la escena es de besos, abrazos y caricias, cargada de alto homoerotismo.

Pero es desde Alemania, en el año 1919, que nace, tal vez, el primer largometraje de la historia en abordar la diversidad sexual de manera explícita y protagónica, lejos de clishés moralistas y/o burlones. Diferente a los otros (Richard Oswald) es un film mudo que expone una contundente crítica al “párrafo 175”, de la ley alemana; que convertía a la homosexualidad en delito. Expone un marco teórico muy avanzado para la época sobre los derechos de las personas LGBT.

El nazismo destruyó todas sus copias, pero se le escapó una que estaba en Ucrania y hoy podemos acceder a esta gracias a internet, siendo oro puro como documento histórico. La Alemania pre nazi fue el país más proclive a abordar las disidencias, y así produjo varias obras que representaban la temática. En 1931 una directora mujer, Leontine Sagan, estrena Muchachas de uniforme, que la considera la primera obra audiovisual abiertamente lésbica. Narra cómo una alumna adolescente se enamora de la docente más joven en un internado de mujeres. La directora de la institución se horroriza, utilizando métodos correctivos para moralizar a la joven. La película cuestiona la intervención de la educación opresora  y disciplinadora de la sexualidad.

Mientras tanto en Hollywood, el lesbianismo era representado de forma insinuada, se reducía a besos tímidos o danzas entre chicas. Un verdadero guiño lésbico se muestra en Marruecos (Josef von Sternberg, 1930), donde Marlene Dietrich realiza una performance dragueada de hombre en esmoquin, y en una actitud claramente seductora y viril besa en la boca a una mujer del público. Esta escena catapultó a la actriz alemana como un verdadero ícono queer, destacándose por romper con las convenciones de género binario en la moda.

Otro ícono lésbico fue la actriz Greta Garbo, quien en 1933 protagoniza La reina Cristina de Suecia (Rouben Mamoulian), basada en la vida de una monarca sueca que fue lesbiana. Si bien el film se la heterosexualiza, mantiene un subtexto lésbico con el atuendo de pantalones que usaba la Garbo (el estereotipo lésbico de la época, era una mujer con pantalones), y en la amistad y los besos que tenía con una de sus criadas.

A partir de 1934, con la influencia de grupos ultracatólicos y conservadores de derecha, se aplica definitivamente en Estados Unidos el llamado código Hays, que imponía restricciones a las producciones cinematográficas en nombre de la decencia y la moral. Se transformó en un rígido y estricto sistema de censura que regulaba lo que se podía ver en la pantalla y lo que no. El fin era brindar modelos estereotipados de identificación que garantizaran en la ciudadanía el seguimiento de rígidos mandatos morales e ideológicos funcionales al poder hegemónico, promoviendo un modelo de pensamiento binario (lo bueno y lo malo) que no era más que un intento de controlar a la población. Se prohibieron besos apasionados, desnudos y toda la sexualidad que quedaba por fuera del mandato monogámico heteronormado. Normativizar los cuerpos no es otra cosa que querer regular pulsiones; la homosexualidad y toda alusión a esta quedaba terminantemente prohibida, ya que la se la consideraba una perversión sexual.

Es así como las identidades diversas quedaban abyectas del celuloide, ni siquiera se la podía nombrar o insinuar. Pero el orgullo se las arregló para mostrarse en forma velada, ya sea por la habilidad de los realizadores para eludir la censura, o por las lecturas entre líneas que hacía la comunidad LGBT+ para identificarse con aquello que ofrecía la pantalla.

El caso más paradigmático es El mago de Oz (Victor Fleming, 1939), una película que a simple vista no tiene nada de disidencia sexual pero que ofreció lecturas a un colectivo que la adoptó como propia, y un símbolo para su lucha por reconocimiento. Dorothy (Judy Garland) no encaja, se siente rara en ese monótono mundo tan gris color sepia donde los dueños del condado controlan todo, sueña con algún lugar más allá del arco iris que la saque de ese encierro, y emprende a un viaje a un colorido mundo donde encuentra muchos amigos queers (raros), en el que predomina la aceptación por la diversidad. El film dio lugar a la interpretación de tantos subtextos que la canción Somewhere over the rainbow se convirtió en un himno para la comunidad LGBT+, y se adoptó como emblema de lucha la bandera del arco iris.

La actriz protagónica se convirtió en uno de los íconos gay más importantes, a tal punto que ser amigo de Dorothy pasó a ser la contraseña secreta para reconocerse entre personas que tenían una sexualidad oculta en tiempos de violencia y persecución. El eufemismo nace a partir de la lectura del personaje Dorothy, que no solo aceptaba y reconocía al diferente, también lo ayudaba a superar la vergüenza de sí mismo.

Con el código Hays ya implementado, en 1936 se estrena La hija de Drácula (Lambert Hillyer), y da inició a un nuevo subgénero que tendrá su apogeo en la década de los setenta: las vampiras lesbianas. La condesa Marya Zaleska (Gloria Holden) es la hija del famoso conde y anda por las calles, al igual que su padre, en busca de sangre de bellas mujeres, invitándolas a su casa. No se hace referencia a la sexualidad de la vampira, pero por sus gestos y miradas ya tenemos bien en claro cuál es su objeto de deseo. Algo recurrente: el lugar de villanas que ocuparán las lesbianas en gran parte de la cinematografía y su destino trágico.

En Rebecca (1940), Hitchcock ofrece varios guiños sobre la tendencia lésbica de la truculenta y malvada Sra. Danvers (Judith Anderson). La mujer en cuestión es la ama de llaves del Sr. Winter que se muestra obsesionada con Rebecca, la anterior esposa del patrón, muerta en circunstancias extrañas. Conserva sagradamente en un placard los atuendos y lencería de la difunta, los cuales acaricia y recorre con los dedos. El subtexto lésbico nos lleva a interpretar que esta peculiar criada y Rebecca eran amantes.

Durante las décadas de los cuarenta y cincuenta, la representación de identidades no hegemónicas fue casi invisible. Fueron años influenciados por las guerras, con lo cual los mandatos de masculinidad reforzaron la imagen de hombres duros, fuertes, aguerridos y heroicos, pero así y todo el homoerotismo se colaba hasta de manera inconsciente en la pantalla, incluso en aquellos  géneros considerados más viriles, con espectadores hegemónicamente masculinos. En el western Río rojo (Howard Hawks, 1948), género machote por excelencia, hay muchos matices homoeróticos velados. Los personajes cowboys de Montogomery Clift y John Ireland no escatiman miradas y gestos insinuantes cuando se van comparando y enamorando de la pistola del otro. Aunque el director descartó esta hipótesis, es innegable la tensión sexual de los atractivos muchachos pistoleros en el subtexto fílmico.

Nicholas Ray subvierte los estereotipos de género establecidos en la época y en Johnny Guitar (1944) presenta un western femenino, donde le pone camisas, pantalones y pistolas nada menos que al ícono de la femeneidad, Joan Crawford, quien tiene una rivalidad con el malísimo y exaltado personaje de Mercedes McCambridge, y es en esa tensión donde se respira un homoerotismo velado. Aquí las mujeres son de armas tomar y todos los varones pistoleros circulan en función del deseo de estas chicas. Casi inconscientemente se convirtió en un film feminista e ícono lésbico. Como era de esperar los críticos del momento no entendieron nada y la destrozaron; tuvo que venir Truffaut años más tarde para decir que se trataba de una obra maestra.

El mismo Nicholas Ray nos presenta al año siguiente (1945) otra obra cargada de homoerotismo oculto: Rebelde sin causa. Es en el vínculo amistoso y tierno que establecen Tony (James Dean), y Platon (Sal Mineo). La admiración y fascinación de Platon hacia su “amigo” con latente pulsión erótica, se codifica a través de miradas, diálogos y gestos. Este personaje, que tiene la foto de un actor en su armario, es el que más padece la adaptación a una sociedad homofóbica, y este rasgo de debilidad lo lleva a ser acosado por la pandilla del colegio. Nuevamente es el personaje gay quien más sufre y termina con una muerte trágica.

En este panorama de censura y machismo, las obras teatrales o literarias que contenían personajes disidentes y eran adaptadas al cine tenían que modificar forzadamente el guión. Estas historias deberían ser heterosexualizadas, recortadas o, si se trataba de algún vínculo sexo afectivo entre dos personas del mismo género, disfrazarlo de amistad. Es así como el film noir Encrucijada de odio (Edward Dmytryk, 1948), cuya historia en la novela original se centraba en el asesinato de un homosexual, fue modificado por el asesinato de un judío. Quisieron mantener el mensaje de odio pero alterando homofobia por antisemitismo.

Hubo autores que frente a esto, modificaban el guion pero ofrecían subtextos para decir lo innombrable. Como Hitchcock en La soga (1948), adaptación de una obra de teatro sobre una pareja de homosexuales que cometen un asesinato. Aquí no hay ninguna referencia a la homosexualidad de estos dos jóvenes, pero los presenta como dos amigos apuestos y refinados que comparten un lujoso departamento y se van de viaje juntos. Replican los estereotipos de una pareja, uno más fuerte y el otro más débil, y los modos de hablarse y de acercarse dan cuenta de un vínculo más allá del amistoso. También subyace la idea del homosexual asesino, con rasgos perversos.

© Emiliano Román, 2021 

Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.

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