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DOSSIER

Paul Sorvino y David Warner. El gordo y el flaco

EL GORDO Y EL FLACO

El maldito lunes 25, con diferencia de horas, vino con las lúgubres noticias de las muertes de David Warner y Paul Sorvino. Esta coincidencia trajo otros recuerdos, tristes e imborrables para el mundo del cine, en relación a decesos casi en simultáneo.

A inicios de julio (el 1 y el 2) de 2007 murieron dos enormes actores de cualquier época: Robert Mitchum y James Stewart. Y diez años más tarde, a fines del mismo mes (el 30) fallecieron Ingmar Bergman y Michelangelo Antonioni.

Maldito julio para el cine. En el primer combo un par de aquellos intérpretes de esos llamados intocables. En el otro, cada uno con su estética propia, dos cineastas canónicos, discutidos o todo lo contrario, pero con un universo personal e intransferible.

Y julio atacó de vuelta un mismo día, el pasado lunes, pero no en relación a actores de peso o a cineastas de prestigio sino a dos figuras de la retaguardia, de ese amplio sector denominado “secundario”, de esa interminable franja de intérpretes que muchos recuerdan más por sus rostros que debido a sus nombres y apellidos.

Por ese motivo creo que David Warner y Paul Sorvino merecen estas líneas, poco y nada en comparación con aquello que se escribió en su momento desde las efemérides de Mitchum, Stewart, Bergman y Antonioni. Pero acá estamos para hacer justicia con dos actores que la memoria del cine debería retener para siempre.

Vaya si trabajaron ambos: más de 400 intervenciones entre los dos en cine y televisión. 

David Warner, también en teatro, perteneció a esa corriente innovadora de intérpretes británicos (Alan Bates, Vanessa Redgrave, Tom Courtenay, Albert Finney) surgidos a principios de los 60 y aunados desde la renovación que propuso el llamado “Free Cinema” En ese período renovador, Warner trabajó en dos títulos clave: Tom Jones y Morgan, un caso clínico, acá en el protagónico central. Pero el intérprete apareció en películas de terror y suspenso (su particular rostro y su importante nariz lo ameritaba) o componiendo al nazi resignado por la derrota de La cruz de hierro de Sam Peckinpah, al fotógrafo de La profecía de Richard Donner y al demencial personaje secundario de En la boca del miedo de John Carpenter. Las nuevas generaciones lo descubrirían como el asistente / valet / secretario del millonario y arrogante novio de Titanic.

Paul Sorvino, por su parte, será recordado para siempre como el cerebral Paul / Paulie Cicero en Buenos muchachos de Scorsese. Pero también merece un lugar en el recuerdo por la composición de Henry Kissinger en Nixon de Oliver Stone, como uno de los amigos de la subvalorada Reto de campeones de Jason Miller, encarnando a Fulgencio Capuleto en la pop-kitsch Romeo + Julieta de Baz Luhrmann y en la piel del capitán de policía de Cruising de William Friedkin.

Solo por nombrar un puñado de películas de los dos.

Pero no solo se fueron un par de actores camaleónicos y generosos sino dos cuerpos, uno flaco y alto, y otro poderoso y también de importante estatura.

Basta ver a David Warner en su rol secundario pero de peso en La profecía, ahí  a solas, revelando a oscuras la presencia del mal, aconsejando al personaje de Gregory Peck, ayudándolo en la gran escena nocturna en el cementerio. Y por qué no recordar su largo cuerpo (y reitero, su nariz) recorriendo los pasillos del Titanic. Escribí “recorriendo” y me corrijo: diría que levitando por el espacio del transatlántico a punto de hundirse.

Si Warner daba la impresión que levitaba dentro del plano, Paul Sorvino lo ocupaba en su totalidad pero no solo por la magnitud de su cuerpo sino por transmitir una presencia cinematográfica que pocos tenían. El plano “descansaba” con Sorvino, por ejemplo, como ocurre en los duelos dialécticos con el Nixon encarnado por Anthony Hopkins. Pero claro, su Paulie de Goodfellas se impone por encima del resto. Cortando el ajo en la cárcel como si fuera el ritual de un guerrero en prisión, abrazando y protegiendo al joven gángster Henry Hill o sugiriéndole que deje de tener una vida afectiva paralela con su amante. Y su mirada, entre resignada y aun sorprendida, cuando en el juicio el dedito acusador del delator lo llevará a la cárcel.

Se fueron dos actores secundarios con recursos interpretativos diferentes uno del otro.

Se fueron dos de esos rostros y cuerpos que el Olimpo del Cine no debería olvidar.

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