Anoche soñé que el mundo se había acabado y que todos los sobrevivientes que quedábamos, vivíamos en el mismo departamento. No éramos muchos, pero recuerdo que todo lo que yo quería hacer era meterme en la bañadera y darme un baño. La gente estaba verdaderamente desesperada y triste, escaseaba el alimento, una patrulla aterradora merodeaba para controlarnos (vaya a saber de qué) y todos estábamos próximos a morir. Aun así, lo único que a mí me movilizaba, era darme un buen baño. Finalmente lo lograba. Me desnudaba y me metía en una bañadera, con productos de baño que le robaba a mi madre que dormía la siesta. En ese momento, aparecía Katy Fulop (si, fuera de joda) y se metía a la bañadera conmigo. Ahí el sueño tomaba otro matiz y se iba al carajo. Pero cuando desperté, lo que me atenazaba el espíritu, era la emoción de la primera parte. La angustia del apocalipsis. El sueño no era una pesadilla, pero al despertar se sentía como una. A menudo me sucede esto. Es la reinterpretación del sueño lo que me afiebra y me deja temblando en la madrugada. Por suerte, ahora tengo un par de brazos fuertes que me envuelven tibiamente y me separan del mundo; tanto del de los vivos, como del de los muertos.
Hay algo del sueño que está emparentado con la muerte. Alguien alguna vez, incluso, los hermanó entre sí. Tal vez sea por eso, que hay cosas a la hora de dormir que nos asustan y nos acechan.
De chiquita jamás quería ir a dormir. Después de cenar, me entraba una especie de frío en la espalda, que me abrazaba por detrás y se me enroscaba en el cuello. Era realmente desesperante. Sabía que en cualquier momento debería retirarme de la mesa para ir a la cama y eso, verdaderamente, me descomponía de miedo. Inventaba cualquier cosa con tal de no irme, y cuando por fin lo hacía, no dejaba que me apagaran la luz ni por casualidad. De hecho, en mi pueblo suele haber tormentas espantosas que, el primer zafarrancho que causan, es eléctrico. Muchas de estas tormentas se desataban en la madrugada y aun cuando ni el más poderoso de los truenos me despertara, si las luces se cortaban, en el acto abría los ojos, desesperada y a los gritos. Era un relojito. Más de uno se asombraba de mi infalibilidad.
Lo primero que hicieron mis viejos, modernos y aplicados como eran, fue llevarme a terapia. Pero escuchen esto, porque es maravilloso: mi terapeuta de aquellos años (yo tendría cinco o seis) a quien todavía recuerdo y quiero entrañablemente, vivía en una enorme casa de… ¡CAMPO! Sí, sí, imaginen que los tratan por terrores nocturnos y comportamientos extraños, y los llevan a curarse a una casa muy grande, antigua, a la que se accede por ruta y está en el medio de la nada, en una estancia. Muchas perturbadoras películas arrancan así muchachos. El auto estaciona frente a la casona, el paciente viene en el asiento trasero pegado a la ventanilla, mira hacia arriba y se encuentra con la tremenda construcción de piedra que lo observa por las ventanas del piso superior con ojos sobrenaturales. ¿Les gusta? Bueno, así arrancó mi primer tratamiento.
A menudo me pregunto cuánto de lo que temo está realmente en mi mente. Muchas veces me complico la vida con la teoría de que no todo está allí, que no todo es producto del trauma y la imaginación. Que hay algo externo, algo invisible pero real, que aprieta mis gatillos. Cuando esto pasa, me reconforto en la idea de que vivo en estos tiempos y con un hombre que es, ante todo, compasivo. Y es por eso, que no acabé internada en algún asilo del infierno.
Un “penny dreadful” es un libro, folletín o revista sensacionalista, en la que son narrados hechos desproporcionados, a menudo sobrenaturales o sangrientos. Se los denomina así, porque solían costar un penique. Y la serie que lleva el mismo nombre, le hace honor a las viejas historias.
Aunque hace rato que está para ver en la red, decidí verla en entrega semanal por HBO (que a esta altura debería auspiciar la columna) con el Chuchi. Cuando no los viernes en su horario, más tarde en la semana en on demand. Confieso que los primeros capítulos me parecieron un poco “chorizos”, pero después me enganché a pleno. No se podía esperar menos de un producto creado por Sam Mendes y John Logan.
El show es de suspenso y terror, y amalgama a varios personajes clásicos de la literatura fantástica, articulándolos en una trama de horror, que asola el Londres victoriano. Así, Drácula, Frankenstein, Dorian Grey, Jack el Destripador y blá, blá, blá, se cruzarán en los destinos de los protagonistas. Principalmente en el de la hermosa Vanessa Ives, una oscura médium interpretada por Eva Green. Sí, todo venía muy lindo, hasta el capítulo siete…
Como ustedes saben, el penúltimo capítulo de la temporada es, usualmente, el más fuerte. Y esta serie, no fue la excepción. En esta entrega, Vanessa es poseída del todo por lo que, a golpe de vista, parece el diablo. Y en ese trance, pasa las de Caín.
Con un armado a propósito similar al de El Exorcista, el capítulo aborda el tratamiento que se le da a una mujer, que se comporta de manera, como mínimo incómoda y como máximo, horrorosa. El abordaje es, por supuesto, mixto: el doctor Frankenstein le aplica sedantes y teoriza sobre un trauma sexual que pudo desatar el estado de alienación y agresividad, mientras que Ethan Chandler, pistolero americano, asegura que lo que sucede es algo de origen sobrenatural. En esos devaneos se nos va el capítulo que es verdaderamente fuerte y perturbador. De hecho, mientras lo miraba, elegía pasar por alto ciertas escenas desviando mi atención. Porque había demasiados elementos con los que una mujer como yo podía identificarse. ¿Han notado que, en la ficción, las victimas de posesión son generalmente las mujeres? Eso, ligado a la facilidad con que se descalifica a la mujer llamándola “loca” me resulta verdaderamente llamativo.
Si bien los hombres han sido demonizados en la ficción, generalmente en esos eventos no están poseídos por el mal, SON el mal. A la mujer el mal la posee, la toma, la penetra. De esa manera, cualquier comportamiento ligado a la expresión de la sexualidad femenina, queda automáticamente asociado a la oscuridad. A los hombres no se los posee en la ficción, porque remitiría al comportamiento homosexual. De hecho, hay un maravilloso gag en Este es el Fin, que hace alusión a la clara homofobia con la que se encaran este tipo de historias. Homofobia y misoginia, por supuesto. Un claro reflejo del miedo que siempre se le ha tenido al misterio que representa el goce de la mujer.
Vanessa se retuerce, lastima, grita, pide, acusa, delata, goza, gime, provoca, sangra… Y los hombres a su alrededor, no saben nada.
De hecho, muy pocos hombres saben algo acerca de eso…
En un punto llaman a un cura, pero no sirve. Es una figura en clara representación de la burocracia de la Iglesia y de su maltrato a las mujeres. Es el hombre sabio de la serie, el que entiende, el amante consciente, el hombre con el costado más femenino de todos, quien salva a nuestra heroína. El pistolero Chandler, cogedor de hombres y de mujeres, que ha penetrado y ha sido penetrado, es quien la rescata al final, poniendo una medalla de San Judas en su frente y dándole amor. Porque solo es capaz de genuina compasión, quien ama la oscuridad, sin perder de vista la búsqueda de la luz.
Mi cabeza quedó revuelta esa noche, algunos fantasmas revivieron… Hubo madrugadas en las que sentía que me sacudían de la cama como a una muñeca de trapo. Pero para mi buenaventura, aparecen los brazos. Brazos que no descartan hipótesis, y no retroceden ante ninguna. Brazos de hombre, para rodear y contener, sin apretar, sin sofocar, mi poder de mujer.
En fin, habrá que seguir yendo a terapia y desconfiando un poco de los curas… Rezando a los santos y echándose al diván. Mientras tanto, que no se acaben los brazos que abrazan en la noche.
Ustedes, miren la serie que está buena.
Esta columna es para vos, Chuchi: todavía no me pusiste la medalla de San Judas en la frente, pero si lo tenés que hacer, lo vas a hacer…