El incesto como derecho de admisión.
Catalogar a Polvo de Estrellas (Maps to the Stars, 2014) como una comedia negra no es sólo quedarse corto sino también obviar la posibilidad de que quizás a David Cronenberg no le resulte precisamente “gracioso” lo que sucede en pantalla. Si bien el paroxismo y la hipérbole son ingredientes esenciales de la estructura paradigmática de la farsa, no podemos olvidar que asimismo forman parte del armazón del terror, el eje que sin dudas unifica la carrera del hoy por hoy mítico realizador. No importa qué géneros consideremos que el canadiense está trabajando en tal o cual film, si existe una directriz que otorga verdadero sentido al desfile de atrocidades siempre pasa por el horror y sus ramificaciones.
El último opus del señor echa mano de una virulencia satírica prodigiosa para diseccionar con un escalpelo la neurosis del Hollywood de nuestros días y la industria del espectáculo en general, proponiendo un análisis intimista de las correlaciones, abusos y juegos de poder dentro de un “show business” leído como un organismo similar a la familia aunque dominado por un esquema reproductivo endogámico. Retomando su obsesión para con las pústulas que la sociedad contemporánea origina en los cuerpos y las psiquis de los individuos, en esta ocasión la necesidad de control del capitalismo más invasivo utiliza al incesto como ardid de corrección con vistas a afianzar egos inflados y la ceguera de turno.
Como si se tratase de la “versión Cronenberg” de aquel Woody Allen sacado de mediados de la década del 90 o una reinterpretación hardcore del primer Paul Mazursky, aquí el director lleva al extremo el narcisismo, las frustraciones, los detalles sádicos, el influjo narcótico y la estupidez de la fauna de Los Ángeles. Francamente no conviene adelantar demasiado de la trama en sí porque el guión de Bruce Wagner va revelando con paciencia los vínculos concretos entre los personajes, sólo diremos que el susodicho se centra en Havana Segrand (Julianne Moore), una actriz entrada en años, y el clan Weiss, una estirpe que incluye un gurú de la autoayuda, una estrella infantil y una pirómana en recuperación.
Nuevamente el surrealismo, la efusividad verbal y una ética en plan suicida actúan como dardos ponzoñosos contra el culto a la belleza y la juventud en tanto utopías prefabricadas por la “meca de los sueños”, ajenas a toda praxis cotidiana. Los protagonistas ejercitan su canibalismo destruyendo a un entorno inmediato que legitima su accionar y hasta los acompaña en la tarea desde la más pura hipocresía, poniendo de relieve el sustrato social de su comportamiento y los códigos de conducta del ecosistema involucrado. En función de lo que podríamos definir como una suerte de pesadilla foucaultiana del saber biopolítico, la construcción de los discursos colectivos actuales parece enmarcada en un círculo vicioso.
A pesar de que la película no llega al nivel de El Camino de los Sueños (Mulholland Dr., 2001), aquella exégesis mordaz de David Lynch sobre El Ocaso de una Vida (Sunset Blvd., 1950) y Fedora (1978), las dos obras maestras de Billy Wilder acerca del tópico en cuestión, Cronenberg logra edificar un retrato complejo e hipnótico de los callejones sin salida de la afectación rimbombante, la prédica publicitaria y los delirios que trae aparejada la fama. El cineasta extrapola a Hollywood las indagaciones sobre el mercado financiero de Cosmopolis (2012) y señala las grietas de la comunidad artística, la cual gusta de jactarse de su hermetismo, sus “sacrificios” y el derecho de admisión que impone a sus miembros…
Por Emiliano Fernández