El fool (bufón)
Una oscura y amenazante formación de nubes cubre un cielo despejado, derrotado por la llegada del crepúsculo. La noche se prepara hambrienta y ansiosa, orquestada por una apocalíptica tormenta de rayos y relámpagos, rodeando una apacible granja en la vastedad campestre de Oklahoma, al sur de los Estados Unidos. Por el noticiero de la tv un granjero advierte que una tempestad pasará por su hogar. Junto a su mujer van hacia la habitación de Jo, su hija. La niña duerme profunda y desprevenida, abrazada a un pequeño bufón rojo. Que ese objeto en el que deposita profundo afecto sea un bufón y no un oso de peluche es la clave representativa del relato de aventuras. El fool (bufón, el loco) es un personaje inocente e intrépido que se embarca en el viaje esotérico o iniciático y se asocia con el héroe solitario que alcanza el conocimiento oculto. A ese ritual se lo conoce como El camino del héroe.
La familia huye de su hogar hacia un refugio cercano que espera bajo tierra cada vez que la naturaleza ruge y no hay lugar dónde esconderse. Llegan sanos y salvo, traban la entrada y encienden una lámpara de queroseno mientras el coloso que les pisaba los talones se posa encima de ellos. Jo logra ver por unas mirillas hacia el exterior como el monstruo come todo lo que encuentra, en un aterrador maremágnum sonoro y visual.
El coloso hace convulsionar la puerta del escondite que resiste como puede cada devastadora ráfaga. No se rinde hasta que esa entrada ceda y pueda llevarse consigo todo lo que haya dentro. La puerta apenas funciona de escudo y es cuestión de tiempo hasta que no quede nada de ella aferrada apenas a las débiles bisagras. El padre aparta a su familia y toma con todas sus fuerzas la manija, mientras las maderas que comprenden la puerta crujen, se separan y astillan con cada zarpazo que la bestia da: los clavos se arrancan de sus clavaduras, las tablas empiezan a volar por los aires, la lluvia se cuela por cada hueco. La puerta, reducida a un par de tablas temblorosas que de a una va desapareciendo, no resiste más y con ella el padre es succionado hacia el negro abismo mientras Jo observa conmocionada.
La niña es atrapada por brazos maternales que la resguardan de ser tragada hacia las fauces de la bestia como su desafortunado padre. Jo es contenida por su aterrada madre y el bufón apretujado con intensidad: El fool en el amor es también quien guía desde el corazón pero jamás por la razón. Jo jamás abandona al bufón porque ese atrezzo colorado es ella misma, lo que late dentro o en lo que se convertirá. Así como el fool es de color rojo, todo el relato estará atravesado por éste color que alude entre otras cosas la pasión, la acción, la fuerza, el peligro. Características de una película sanguínea y pragmática: el relato Artúrico cuyo Santo Grial movilizaba su incesante búsqueda, es reemplazado acá por el inasible amor.
Lo que había pasado por ahí aquella noche de Junio de 1969, errante y sin destino, era un tornado, oculto en las penumbras nocturnas. La tormenta no sólo arrasó con todo al sur de los Estados Unidos, llevándose trágicamente al patriarca familiar, además la guerra de Vietnam estaba en marcha, Kennedy había sido asesinado unos años atrás y Sharon Tate esperaba su dramática ejecución en 10050 Cielo Drive en Benedict Canyon al norte de Beverly Hills, en Los Ángeles, California: Estados Unidos ya no era el mismo.
La destrucción del sueño Americano había empezado, como la tormenta devastadora y destructiva que dejó sin padre a la pequeña. La pérdida patriarcal sirve como marco simbólico en cuanto al inevitable liderazgo de la mujer, encasillado por las dos sobrevivientes del siniestro desastre (madre e hija): Jo vió como el cielo se derrumbaba esa noche, así como su familia, que las representa a todas, se desmoronaba castigada por una fuerza panteísta incontrolable. Jo como muchos americanos no serían los mismos después de tantos tormentos físicos y simbólicos y los sueños se transformaron de la noche a la mañana en incontables y eternas pesadillas.
Legado y autoconciencia:
Hawks en cada fotograma.
Pasan los años. Estamos en la actualidad, 1996 para ser precisos. Exactamente 30 años después de que un tornado haya dado sepultura al padre de Jo. Ella ahora es una intrépida mujer de ciencias que estudia estos fenómenos meteorológicos como excusa de una obsesión impulsada por la inagotable culpa que arrastra desde niña. Labura en las rutas campestres, en medio de un grupo de profesionales tan intrépidos y comprometidos como ella, una comunidad leal e inquebrantable. Espera al amor de su vida, su ex esposo Bill que, en correspondencia a la teoría Freudiana, no es más que la repetición de un abandono: primero fue la pérdida de su padre, ahora la de su ex marido. Porque Bill, que huyó años atrás dejándola (otra vez) desamparada en el amor está de regreso. Esta vez para que firme los papeles de divorcio. Trámite que le permitirá comenzar una nueva vida con Melissa, terapeuta con la que se casará pronto y que trajo consigo a las eternas rutas del sur.
Cuando Bill llega a la caravana de vehículos que aguarda paciente cada tornado es recibido con alegría contagiosa, con cariño de camaradería hawksiana. Porque Twister es ante todo una obra hecha con el más profundo amor por el cine de Howard Hawks, abarcativa completamente en su funcionalidad cinematográfica y autoconsciente. Es el cine que tal vez hubiera hecho de seguir estando presente haciendo doble función junto a otra inmensa obra catástrofe, La tormenta perfecta (2000) de Wolfgang Petersen.
Las parejas hawksianas se sacaban chispas en la aventura, la acción y la tradición de la screwball comedy, lugar de donde viene el maestro. Bill y Jo parten de ese catalizador narrativo, que puede ser desde La adorable revoltosa (1938), pasando por Río Bravo (1959), Hatari! (1962) hasta desembocar en el último de sus ríos, Río Lobo (1970).
El relato hawksiano, inoxidable, resiste el inexorable paso del tiempo y con él una larga lista de obras maestras que responden o recorren una larga tradición y que se yerguen sobre sus hombros: Aliens (1986) y El abismo (1989) de Cameron, Asalto al precinto 13 (1976) y todo Carpenter, Depredador (1987) y 13 guerreros (1998) de John McTiernan y así ad infinitum. La elocuencia de sus formas poco estrafalarias y sin rodeos definen por completo una generación de directores que hicieron de la clase B y el relato de acción una inacabable fortaleza cinematográfica, muchas veces vapuleada y recién apreciada con revisiones tardías. Twister, como las obras de acá arriba, exprime todo el jugo a su cine: las parejas que se sacan chispas, las mujeres fuertes, los hombres secos y eficientes, el profesionalismo, la camaradería, los diálogos precisos. Nada se desperdicia y todo se usa (recicla). Los hombres enfrentan eternos dilemas entre el inasible amor y su marcado profesionalismo. Bill por su parte caerá en uno gordo: si entierra o no su pasado y abraza lo nuevo, la rubia o la morocha, la sanguínea o la diplomática, el oficio de locos o el actual, en la comodidad de una oficina.
La senda correcta
Jo repara un Doppler estropeado por “falta de fondos” mientras ve cómo ese amor otra vez se le escapa de las manos con ese trámite, esa firma y ese bolígrafo (rojo peligro) que retiene el último suspiro de amor así como voluntad que queda entre ellos, al menos de forma civil. Ella se resiste buscando pretextos absurdos pero efectivos: oculta su anillo de casamiento superponiendo otro, pero jamás se lo quita. El reencuentro, como todo reencuentro donde hubo pasión y amor desbocado, es tan intenso como incómodo. Las miradas de complicidad son tan profundas y sus deseos tan incontenibles que por momentos Bill parece flaquear en lo más profundo de su corazón.
De repente un aviso los pone de nuevo en la ruta por la senda hacia la aventura y la acción se abre paso nuevamente. El camino comienza a ser trazado, como si las cartas que predicen el futuro y destino hubieran sido tiradas y el fool que tanto protegía Jo de pequeña aquella noche de 1969 marcase el derrotero definitivo hacia lo sagrado. Jo, trayendo consigo viejas costumbres, le lanza a Bill una mirada de complicidad conmovedora, para nosotros, quizás, una de las más genuinas y expresivas de la historia del cine. El plano que la retiene a ella a la espera de una respuesta la llena con el grupo a sus espaldas, a diferencia de Bill, que en su contraplano se lo ve solo con el desolado campo de fondo. Bill, dubitativo, responde agachando la mirada: ella cuenta con el apoyo de sus compañeros mientras que Bill está solo en su nuevo camino.
La aventura no puede esperar. Salen raudos con el entusiasmo de un niño a la entrada de un parque de diversiones. En ese instante Bill y Melissa ven como la caravana va desapareciendo de a poco dejando detrás los anhelos reprimidos del intrépido hombre que instantáneamente advierte que Jo jamás concretó la firma restante. Bill entonces se une junto a Melissa a la caravana y queda atrapado nuevamente por la aventura, volviendo al ruedo y olvidando por completo el engorroso papeleo. Tal vez más que olvidarse retrasa el proceso y lo alarga lo más que puede, en un total acto reflejo de resistencia subconsciente
Fue su futura esposa que alertó al embobado científico de tal ausencia, lo que a su vez define el arco dramático de los personaje: Melissa es la antagonista perfecta, la mina que en su oficio se vale por lo especulativo, el divague y lo teórico, lo que en ese instante contrapone su razonamiento ante las actitudes sentimentales e irracionales que su futuro esposo dejó irresueltas. Bill es pura tripa, biológico de alma y corazón, ahora dedicado a ser el hombre del pronóstico (weatherman) como nuevo oficio aburguesado que despierta motivo de burlas por parte de sus ex compañeros que prefieren salir a la cancha y embarrarse hasta el caracú. Esa vida que deja atrás, en apariencia, es también la contracara del pequeño burgués en el que se está convirtiendo, bajo el conformismo más lapidario.
De dobles y antagonistas
Al nuevo Bill ni le gusta que le recuerden su pasado, personaje bautizado como El extremo y al que solo tenemos acceso mediante anécdotas nostálgicas. El Bill del pasado espejando al Bill actual, en un desdoblamiento como tópico que atraviesa al relato: el pasado como un mal recuerdo. Si la puesta nos omite ese tiempo pasado es para que nosotros completemos su sentido mediante acciones. Porque Twister ante todo es una película que se vive, se siente, se goza y se sufre directamente. Va al pasado desde su puesta en escena, de forma simbólica o mediante diálogos, pero jamás lo recrea, jamás lo capta en cámara: que el inicio suceda en 1969 (en el momento en que el espectador lo presencia como presente) y de un salto 30 años después mediante un fundido en blanco que representa el viaje inconsciente (en este caso emocional, psicológico), para jamás volver a pisarlo es reflejo de lo vívida que resulta. Todo se define por la acción de sus personajes, las representaciones o los juegos especulares.
Por ejemplo: Melissa es el reflejo reluciente con Jo: viste de un blanco impoluto, es femenina, flexible y sofisticada, tanto que atiende a sus pacientes desde la comodidad del teléfono celular, mientras Jo luce desaliñada, masculina y temeraria. Que la dupla Bill/Melissa tengan como nueva adquisición una camioneta último modelo, además roja (peligro), es motivo para sospechar demasiadas cosas: que esa unión representa un peligro para Jo, que esa camioneta es puro alarde material al que Bill accedió por complacencia de su nuevo status social y en definitiva una alarma para no ceder a esa nueva y cómoda forma de vida. La camioneta de lujo es yuxtaposición inmediata con el tipo de vehículos que la caravana comprende: viejos modelos medio destartalados por las incontables batallas contra la naturaleza. Otro juego de espejos: Jo maneja una pick up J10 1982 amarilla, mientras la actual pareja usa una imponente Dodge Ram 1500 último modelo. En ambos casos los colores hacen referencia a lo peligroso, o al estado de alerta (amarillo y rojo).
En la camioneta amarilla que maneja Jo está Dorothy, un dispositivo parecido a un enorme lavarropas creado con el propósito de alertar a la gente de un próximo desastre. El artefacto tiene una imagen de la Dorothy de El mago de Oz, relato medular con el que entabla una conexión simbólica: en el cuento clásico la protagonista es arrastrada por un tornado hacia un mundo de fantasía, alejada de su vida gris y familia y conformando la iniciación obligatoria hacia un camino de aprendizaje. Acá se reemplaza el viaje físico por el psicológico, donde Jo debe enfrentar su culpa y hallar la adversidad, buscando revancha contra ese demonio succionador, conocido como el dedo de Dios; el temido F5 (en la escala Fujita). Recién ahí podrá hacerse con su paz interior: una vez que Bill, ese santo Grial sea conquistado. Bill, que representa el amor y en consecuencia la unión, es lo sagrado y divino. No por nada bajo el saco lleva una camisa celeste cielo, porque para Joe él está allá arriba, junto a lo puro, lo sagrado. Bill, de ésta forma, pertenece a los cielos, como un querubín que bajó para flecharla. El problema con ellos es que su amor fue tan intenso y tormentoso como la furiosa naturaleza a la que se enfrentan en las carreteras: espejo representativo de lo monstruoso, incontrolable; como las ruinas que dejan detrás éstos colosos, la separación es resultado de tanta intensidad impulsiva.
Por eso Melissa no pertenece a ese mundo, no se corresponde con Bill.
La caravana tiene su espejo también: el grupo rival, con sus vehículos negros y relucientes, sofisticados y modernos, es liderado por un conocido zopenco que les roba la idea de Dorothy creando así una carrera por quien llega primero. Según la teoría de Ángel Faretta el diablo copia, no tiene el don de crear ya que es un opuesto a Dios, considerado el único creador. Es así que el mal u opuesto, como en éste caso, debe plagiar para alcanzar su cometido. Acá el negro de los vehículos no es significación de mal, sino de lo que tal vez no es digno. Lo que se reduce entonces a la charlatanería, a los que quieren fama, dinero y reconocimiento, en oposición al grupo que conforman Joe, Bill y el resto.
Carreteras y laberintos
Los caminos así diagraman la búsqueda con distintos propósitos. Las rutas e intersecciones se transforman en un inacabable laberinto: el laberinto personal que Jo debe atravesar para hallar la redención, así como el que traza Bill para reflexionar sobre el amor que siente por ella. Cada uno emprende y enfrenta una búsqueda, cada uno con su propio laberinto, que es uno solo cuando se unen: el del lado oscuro del corazón y en el que al final de ese eterno entramado se encuentra lo sacro. Nuevamente: el relato artúrico, el santo Grial, la derrota definitiva de los demonios internos. Los tornados más que enemigos, son la prueba definitiva de fe, vertical como todo lo sagrado, que bajan desde los cielos como óbice de lo diáfano. Relato católico/cristiano sobre reconciliación y fe, culpa y redención. Sobre ese templo llamado naturaleza y su ímpetu reemplazando a Dios en la fábula mesiánica.
Cuando Bill sube a la camioneta de Jo, no sin antes dejar a Melissa con el resto del equipo para poder perseguir un tornado escurridizo, los reproches y las tensiones afloran entre ellos. Para representar lo áspero de la relación, basta con un simple recurso para representarlo: Bill al volante toma un camino alternativo, paralelo a la ruta, sin asfaltar, totalmente rústico y lodoso. De ésta manera la simbólica de tomar el camino difícil, al lado de Jo, se llena de sentido.
El día es productivo pero peligroso: vieron y se enfrentaron a tornados que dieron fuertes batallas. Pierden la camioneta de Jo cuando un tornado los atravesó y usan en contra de su voluntad la camioneta de Bill. Melissa, por su parte, soporta como puede los embates impredecibles y mortales de las circunstancias. Su presencia es la del colado en un mundo totalmente ajeno, lejano, impenetrable: no hará falta demasiado para que huya despavorida y ciertamente lo hace.
Culpa, castigo y redención
Recordemos, otra vez, lo del relato atravesado por lo católico: Melissa se encuentra junto al grupo mientras Jo y Bill, solos, enfrentan una de estas turbulencias. En medio del caos se pelean, entre reproches y emociones varias. La radio con la que se comunican en el vehículo está encendida y del otro lado Melissa es testigo de la escena. Jo muestra lo obsesionada que está por hacer que Dorothy funcione, pulsión que arrastra la terrible culpa por la muerte de su padre. Bill se lo resalta, bajo la lluvia, empapados, en el medio de una ruta desértica. Tras Jo una hilera de postes de luz se erigen como cruces a un costado de la carretera, que son la culpa representada y retenida en su cuerpo y alma. La cruz es símbolo de lo alto y lo bajo, lo horizontal y vertical, lo terrenal y espiritual, lo que está dormido, escondido y lo que despierta y se revela.
En ese mismo instante Bill expresa impulsivo y en palabras lo que tenía reprimido desde hace tiempo: que ella no está sola, que lo tiene a él, que siempre lo tuvo y a juzgar por su declaración, siempre lo tendrá. Melissa, escuchando atenta con el corazón roto y el rostro contenido, baja el paraguas que le servía de escudo contra la lluvia. Que la lluvia purgue su cuerpo y si puede, su corazón, como hizo con Bill y Jo, que los purificó.
La noche cae, se hospedan en un motel de un pueblito. Un autocine pasa en una enorme pantalla El resplandor de Kubrick. Más allá de las mórbidas imágenes de la película proyectada, el ambiente luce tranquilo. Bill y Jo cruzan miradas en un estacionamiento. Melissa en su habitación juega con su alianza de compromiso mientras medita sobre su futuro matrimonio. Los meteorólogos notan que algo anda mal en la oscuridad nocturna. Una brisa los pone en alerta, atentos como gatos. De repente, la suave y tenue brisa revela relámpagos y los relámpagos, una tormenta próxima. En instantes el terror se apodera del autocine: tras la pantalla, más allá de El resplandor y de cualquier otro film de horror, se manifiesta un enorme y silencioso embudo, mientras el público huye despavorido.
La imagen de Jack Torrance hachando la puerta para entrar al baño para poder terminar con la vida de su mujer conecta significativamente con ese tornado destruyendo la pantalla para entrar al pueblo y acabar con todo a su paso: una puesta en abismo inteligente, que muestra la fuerza destructora como un verdadero terror, mayor a cualquier otra cosa vista. Cuando la pantalla ya es historia, la cara de Nicholson se proyecta fugazmente sobre el cuerpo del tornado logrando una de las escenas más poderosas de toda la película: El Here’s Johnny de Jack Nicholson, con ojos desorbitados es ahora la cara aterradora del embudo que avanza hacia el público.
Bill y Joe entonces se ocultan como pueden en cualquier sitio que sirva de refugio. Cuando el monstruo deja atrás el pueblo y todos salen sanos y salvos, Melissa toma la decisión y termina con Bill. Es comprensiva y le dice que ella jamás iba a poder competir con todo esto. Bill la deja atrás y se une a la caravana nuevamente para ir tras el sendero de destrucción que incluye Wakita, hogar de la tía Meg, tía de Jo y mujer que suele ser visitada por el grupo de cazatornados cada vez que sus estómagos están vacíos.
La revelación: el hermetismo alquímico como transformación del alma.
Wakita, en ruinas, luce desolada y perdida. Jo ve en los restos los fantasmas de su trágica familia. Nada en el pueblo parece haber quedado en pie. La casa de la tía Meg no sería la excepción. Luce como si la hubiesen arrojado desde los cielos. Bill, Jo y el grupo logran rescatar a la mujer de los escombros. Está herida, pero se encuentra bien. Jo se acerca a ella, que espera en una camilla. Dusty, uno de los cazatornados, melómano del grupo, las interrumpe y con cautela le da a Jo la noticia: está sucediendo, se avecina un F5. Jo con lágrimas en los ojos, conmovida por ese monstruo que regresa por ella, solo tiene una opción: enfrentarlo. Esas lágrimas son además la descarga de una inminente redención, una revancha que esperaba encerrada, latente, en lo más profundo de su corazón.
En medio del pueblo arrasado, Jo tiene una epifanía: ve en un artilugio de metal giratorio y ordinario que sirve para alertar de la presencia de fuertes vientos la posibilidad de hacer volar a Dorothy. Tras ella las llamas de un fuego abrasador convertido gracias al artefacto metálico en un elemento transmutador, se vuelve la clave encriptada para un último paso a la redención: la alquimia, presente en todo tipo de relatos transformadores, es proveedora del conocimiento y la sabiduría. Se dice que en el plano espiritual de la alquimia, los alquimistas debían primero transmutar su propia alma antes de transmutar los metales ordinarios en el fuego y transformarlos en oro o plata.
De esta forma el fuego alcanza su máxima representación: es un símbolo de transformación, purificación y renacimiento. Es así como el fuego puede purificar y refinar los metales en el crisol, pero también puede purificar y transformar la vida. El fuego además representa la pasión y el propósito en nuestras vidas. Al igual que una llama ardiente, nuestras pasiones nos guían, nos motivan y nos dan dirección en nuestro viaje de crecimiento personal.
En la alquimia, el proceso implica someter una sustancia a un intenso calor para quemar lo impuro y dejar solo lo esencial. Esta etapa simboliza los desafíos y las dificultades que enfrentamos y en la que somos sometidos a pruebas: en el calor del fuego encontramos la oportunidad de purificarnos y eliminar lo que ya no nos sirve. Por eso en la destrucción del pueblo de Wakita es en donde se halla la respuesta iluminadora: se dice que para poder crear es necesario destruir, desarticular, deshacer, decodificar primero y Jo, junto a Bill, dan en la tecla. Aquellos sensores dentro de Dorothy, imposibilitados de elevarse a los cielos, resuelven su ineficacia mediante una operación racionalista, impulsada simbólicamente por la hermética metafísica alquimista.
Un salto de fe
Ambos encuentran la manera de hacer volar a Dorothy, que es la representación de lo divino aunque incompleto o inconcluso entre ellos, porque jamás pudieron hacer andar el proyecto y por ende aún no le enseñaron a volar. Dorothy es su creación, lo que además los define y une en su total existencia. El artefacto es esa hija biológica que nunca tuvieron porque como apasionados de su oficio al parecer no había demasiado tiempo para concretarlo. Dorothy debe cumplir su función científica, principalmente y también divina, secundariamente, para ir hacia lo alto, lo sagrado. Una vez que lo haga esa hija metalizada y abarrotada de sensores oficiará de ofrenda para poder comprender y congraciar estas misteriosas formaciones así como calmar la ira de Dios, filtrada por medio de la naturaleza como colosales aspiradoras que materializan una especie de bestia bíblica. Por calmar la ira de Dios se entiende lo siguiente: esas columnas iracundas que son la prueba hacia lo sagrado (el amor) perderán su fachada monstruosa a los ojos de Jo una vez que su culpa sea apaciguada. Para Jo son más que fenómenos naturales impulsados por corrientes que se cruzan, son el tormento que se muestra, que se materializa y sale al exterior: la muerte de su padre y la relación y abandono de Bill. Una vez que se perdone a ella misma, podrá perdonar a Bill y (re) conquistar por fin el santo Grial. Por eso la prueba final se manifiesta en una apocalíptica tormenta que se retuerce y gira a 500 km/h.
Jo y Bill llevan a Dorothy en la camioneta. Toman todos los caminos habidos y por haber en el laberinto. Escombros y vehículos son lanzados como proyectiles disparados en todas direcciones. Parece no haber escapatoria. Cada obstáculo en el camino puede costarles la vida. Pero son despiertos, intuitivos hasta la médula. Saben cómo y hacia dónde moverse. Analizan cada movimiento del tornado premeditando su impredecible paso con reticencia. Los rivales hacen lo suyo desentendiendo las advertencias de Bill y Jo por radio para que no se acerquen demasiado. Confían en que su destino sea el más digno. Se acercan más y más hasta que una viga de hierro da contra el conductor que lo parte al medio mientras el vehículo se eleva hasta los cielos para ser escupido estrepitosamente, colisionando contra el suelo. El negro de la caravana marcaba el luto de un funeral anunciado: ellos al parecer no eran dignos de tomar el Santo grial. Jo y Bill ven de lejos y a distancia segura la dramática escena.
Mientras, la pareja, esa unión sagrada, aguarda su pronta resurrección. Todavía no concretaron nada porque el salto al vacío espera el momento justo. Por eso rompen el esquema del laberinto, bajo sus propias reglas y responsabilidades, al abandonar las rutas y todo acceso posible metiéndose directamente en los campos de una inmensa cosecha. Esa senda, trazada únicamente por ellos es el camino hacia la prueba definitiva y final. Dan el riesgoso salto al vacío dejando que el vehículo siga su camino hacia las fauces destructoras de la naturaleza. El último objeto/recuerdo de la relación Melissa/Bill era esa camioneta, terminando ese paso en falso una vez que es tragada por la tormenta. Con ella Dorothy vuela al fin. La ciencia queriéndose acercar a Dios: el relato utiliza el razonamiento cientificista del pensamiento moderno como vehículo, pero transportando toda connotación católica, cristiana como representación individual del sujeto en conflicto con la naturaleza de las circunstancias.
Pero la prueba no termina ahí: Dorothy era el sello definitivo del amor con Bill y su unión trascendente, todavía resta el perdón de Jo para superar su autoflagelo emocional y psicológico.
El tornado avanza hacia ellos. Echan a correr tan rápido que da la impresión que sus muslos arden. Encuentran una granja aparentemente deshabitada. Intentan buscar refugio mientras la monstruosa tormenta arrasa con todo. Un cobertizo pequeño, pronto a extinguirse parece la salvación: en su interior una cañería baja unos 10 metros. Toman unas amarras de cuero y se aferran con todas sus fuerzas. Resisten juntos, como estaba destinado. El tornado los cubre destrozando cada centímetro del refugio y ellos quedan expuestos. Sus pies se elevan por los fuertes vientos, formando una levitación conjunta que acentúa su contacto definitivo con lo sagrado. En medio del caos, en el ojo de la tormenta, Jo observa el interior del colosal monstruo, un túnel que se eleva kilómetros hasta colisionar contra ese techo divino que es el cielo. Jo ve que ese túnel hacia lo sagrado está vacío, que quizás su padre se encuentre al final cuando le llegue su momento, pero que ahora no es su turno. Porque está junto a Bill, porque encontró y conquistó el Santo Grial, aquel del relato artúrico. Porque se perdonó al fin y ya no hay por qué temerle a esas tempestades, ahora racionalizadas. Ya no son monstruos.
El tornado se disipa y los rayos de luz de un sol resplandeciente lo atraviesan, como si una divinidad rompiera con él para traer paz y armonía. Tirados en el suelo, empapados y sucios, mientras una cañería rota los absuelve de sus flagelos con una lluvia purificadora como un renacimiento, una resurrección. A lo lejos ven una familia salir sana y salva de un refugio subterráneo. El padre carga a una pequeña en sus brazos. Todo en la granja menos la casa fue devastada resignificando el pasado y curando viejas heridas. Jo exorciza sus demonios y sella hacia la eternidad el amor con Bill consumado por un beso que se hizo esperar todo el relato. Ambos fueron dignos de conquistar lo inconquistable, lo incontrolable. Recordemos que después de la tormenta siempre sale el sol y como toda obra maestra inextinguible Twister es pura iluminación.