Pecado (no tan) original.
Como si fuese un ciudadano más de Sin City, Robert Rodríguez comete todos los pecados existentes y más, como director de la secuela que esperó nueve años para ser estrenada, engolosinándose con la lujuria que le genera su propio ejercicio visual, dejando entrever una notoria pereza a la hora de resolver las situaciones dramáticas y con una soberbia que le impide anteponer las necesidades del relato por sobre las propias. Si la primera entrega funcionaba casi una década atrás -en parte- gracias a haber actuado como una transfusión de sangre en el anémico cuerpo de gran parte del cine de superhéroes de aquel entonces, la secuela ya no posee el mismo efecto.
Ahora solamente se contenta con descansar sobre su anteriormente logrado y asentado estilo visual: el hiperestilizado blanco y negro fusionado con los escenarios digitales en post, reservándose el color para algún detalle o personaje que según Rodríguez merezca destacarse pero sin ningún otro criterio más que el del capricho, remarcando algunas veces sí y otras no la sangre, los ojos o los labios de alguna de sus femme fatale.
La película se siente como el aire viciado del humo de todos los cigarrillos de la ciudad. Y, como una prótesis facial más en el rostro de Mickey Rourke, la verdadera diversión pareciera ocultarse debajo de aquello que su director oprime dejando un gran vacío a nivel relato, oculto bajo la forma de un despliegue extremadamente preciosista de la imagen. Rodríguez parece manejar la trama como un director de cine porno, resolviendo algunas situaciones (como la historia de Johnny, el habilidoso y ambidiestro jugador de póker interpretado por Joseph Gordon-Levitt) de una manera demasiado simplista y desganada. Ahí donde por el año 2005 había tejido las relaciones entre los habitantes de la que podría ser una Nueva York filmada por Ferrara o Scorsese, ahora se posa un agujero narrativo del tamaño del portal abierto por Loki en Los Vengadores.
Las versiones tridimensionales de Sin City podrían ser vistas como una suerte de reciclaje de una novela de Jim Thompson, violentamente oscura, donde en vez de héroes hay personajes al límite, y -algunos más, otros menos- corruptos. Pero la traducción literal -porque no es una adaptación- que hace Rodríguez cuadro por cuadro del cómic de Frank Miller, está fuertemente apoyada en los diálogos, que son exactamente los mismos que los del guionista y dibujante. El problema surge cuando esos diálogos, que se acoplan de manera tan natural y armoniosa en el universo del cómic (con su propia lógica interna), no logran articularse de la misma manera en la película y ocupan el lugar de otro truco de magia, uno muy atractivo y melódico para nuestro oído que en esencia no resulta suficiente para sostener toda una película.
A propósito de esto y para colmo, el mariachi de Texas desperdicia la posibilidad de haber trabajado en profundidad una estructura narrativa cercana a la de Tiempos Violentos (en cuanto a la alteración de la cronología, personajes que están muertos pero reaparecen más adelante) que al modelo clásico.
En conclusión, la sobrecarga de hemoglobina y miembros esparcidos sumado al abultado desfile de mujeres armadas y encueradas con más testosterona que un Indestructible (pero que a diferencia de estos, no dejan nada librado a la imaginación), termina jugándole en contra por acumulación y se convierte en un relato, además de monocromático, monótono. Aunque una buena dosis de pecado directo a la vena del mainstream nunca está de más.