El fin de semana me lo pasé en mi pueblo, comiendo como lima nueva y durmiendo la mona. Uno de mis cuñados cumplía la redonda cifra de 40 añitos y su mujer, en complicidad con toda la familia, llevaba meses planeando una fiesta sorpresa para él. Fue en este rimbombante fin de semana, en el que después de esperar tanto y guardar el secreto sigilosamente, por fin todos pudimos ponernos de punta en blanco, lustrar los pepés, sentarnos en un salón enorme con las luces apagadas a esperar al homenajeado para gritar: ¡SORPRESA!.. Y el cumpleañero entró, engañado, y casi se infartó. Por supuesto, después vinieron los abrazos, la tembladera, el llanto, la emoción, la gratitud y la alegría. Todos estábamos allí, felices de poder darle semejante alegrón al muchacho, y con el apetito bien abierto para devorar todo tipo de manjares. Qué puedo decir, en mi familia política, siempre se está de buen talante para la festichola. Por supuesto, más de uno terminó doblado, hablando zapalladas por micrófono, con alguna que otra peluca azul en la cabeza… Pero eso es parte del folklore.
Mientras estábamos allí, charlando con los parientes y poniéndonos al día con viejos amigos y conocidos, pude realmente ponderar el esfuerzo que había puesto todo el mundo para que las cosas fluyeran felizmente. Es decir, mi cuñada había trabajado como loca haciendo todo tipo de comidas deliciosas y postres opulentos; decorando el salón, filmando videos de salutaciones, cachadas y la mar en coche, y haciendo la parabólica humana para mantener todo en secreto mientras, a parte, criaba a las hijas y laburaba fuera de la casa. Porque, el verdadero esfuerzo estresante del asunto, reside intrínsecamente en la condición clandestina del evento y en lo difícil que se vuelve guardar un secreto, sobre todo, en el pueblo.
Organizar un cumpleaños sorpresa en un lugar donde casi todo el mundo conoce al homenajeado, es el Everest de las fiestas. Uno tiene que andar con pie plomo, diplomáticamente hablando, cuidándose como Kung Fu de no poner de mal humor a nadie, no vaya a ser que se ofenda el kiosquero, abra la boca y mande todo a la Conchinchina. Si, se trata de meses de planeamiento, pisando huevo con todo el mundo, dejándose chantajear por hijos, suegras, cuñados y sobrinos, para que nadie en un ataque de furia, decida deschavar nada. Y finalmente, llega el momento de la verdad, y el velo cae en cuestión de segundos. Eso, si todo sale a pedir de boca, por supuesto.
Pero imaginemos que no. Que algo sale mal y el homenajeado supiera la verdad y descubriera todo antes de tiempo. Si se trata de alguien amoroso, que no quiere destruir nuestras ilusiones, probablemente fingirá hasta el final y actuará la sorpresa de manera espectacular. Eso sí, el calvario al que se sometería hasta ese momento, sería un desfile insufrible de escenas ridículas en las que deberá hacerse el sonso, pasando casi por mermo, minimizando su atención a cero, para que los demás desarrollen su estratagema en paz. Es como ver una película intrincada, compleja, en la que los personajes se trenzan en faenas sofisticadas y oscuras, sabiendo de antemano el final, lo que convierte todo aquello que sucede, en una especie de secuencia baladí y ridícula. Y cuando la cosa viene así, lo único que queremos es que llegue el final, para poder relajarnos en nuestra condescendencia.
Algo así fue lo que me pasó con la película que voy a compartir hoy con ustedes. Sabía el final de antemano, y la sorpresa no funcionó conmigo. Lo único que quería era llegar a la fiesta, para poder poner cara de susto y, después, reírme un rato de los que estaban en la sala cobijados por la bendición de la ignorancia.
Al Filo de la Muerte (The Game) no es lo que más me gustó de David Fincher, de hecho, creo que es la película que menos me gusta de toda su filmografía. Pero, aún lo que menos gusta de Fincher, suele ser mucho más que lo que gusta de muchas cosas.
La película la iba del súper millonario Nicholas Van Orton (Michael Douglas), un tipo que ya estaba alcanzando casi todo el poder y se estaba convirtiendo en un monstruo de prepotencia y cinismo, cuyo cumpleaños desataba la cinta entera. Su hermano, Conrad Van Orton (Sean Penn) le organizaba un regalito, digamos que más bien “original”: un juego tan espectacularmente vívido, peligroso y macabro, que lo llevaba a arrojarse de una azotea en un intento de suicidio, para finalmente caer sobre una enorme colchoneta de aire, a su propia fiesta sorpresa de cumpleaños. “¡SORPRESA! Todo fue una gran farsa, para que volvieras a poner los pies sobre la tierra y dejaras de ser el pelotudo en el que te estabas convirtiendo.”
El film tenía grandes actuaciones tanto de Douglas, como de Penn. Pero el resto del elenco no destellaba demasiado, aún cuando estaban todos bastante dignos. Fincher creaba, como siempre, una atmósfera infernal para introducirnos en una sensación de espanto que iba in crescendo a medida que las cosas se ponían más y más complicadas. La fotografía de Harris Savides, era realmente oscura y vibrante y conformaba, junto con el guión de Brancato y Ferris, una masa escarpada de sensaciones de pesadilla. Todo funcionaba, aún cuando por momentos, la trama resultaba demasiado rebuscada y un tanto pretenciosa. Sí, todo resultaba, salvo mi sorpresa por supuesto. Yo ya sabía que todo salía bien y que nada de lo que sucedía era real para el pobre Douglas, así que, me tuve que conformar con las sensaciones superficiales y con la lucidez forzada de conocer de antemano el desenlace. Igualmente, y como me pasa siempre, estar en una sala de cine me daba el profundo placer de siempre, así que en su momento, no renegué demasiado de tener las cartas marcadas. Por otra parte, siempre es bueno ver a Michael Douglas desplegar sus milagros, y en este caso más todavía, estando acompañado nada menos que por Sean Penn. Pero la genuina sorpresa, me pasó por alto, que vachaché…
Mientras recordaba esta cinta de1997, que siempre vale la pena volver a ver, no podía pensar más que en como los seres humanos olvidamos que nos gobierna la sorpresa. Nos levantamos, nos vestimos, miramos las plantas, tomamos el café, pestañeamos un millón de veces por día y seguimos, olvidando por completo la noción de que, cada día, pasamos por la sorpresa perfecta de despertar y estar vivos. Andamos por ahí, en piloto automático, desaprovechando las maravillas diarias, dándolas por sentado. No recordamos que vamos a morir no todo lo tarde que nos gustaría, y dejamos que algunos milagritos pasen de largo. Sería bueno que alguien, cada tanto, en la calle tal vez, o en el colectivo, nos gritara de la nada ¡Sorpresita, estás vivo!, para despertarnos del letargo diario y recordar que, una de las tantas cosas espectaculares que podemos hacer en la jornada, es ver una película fenomenal. Porque lo triste, por lo inevitable más que nada, es que la muerte también suele ser una sorpresa, pero a esa fiesta solo asisten los demás y el homenajeado queda, indefectiblemente, afuera.
Así que, a abrir los ojitos, y a dar gracias por la sorpresa.