El Festival de San Sebastián celebra su septuagésima edición con muchas actividades paralelas que conmemoran una historia que, aunque parezca increíble, hasta hace bien poco a nadie se le había ocurrido rescatar, simplemente desempolvando los archivos desde aquel primer festival de 1953. Las proyecciones se inician con una cabecera con un montaje que varía todos los días y que encadena fotografías de esa historia. De repente, te enterás que también Godard pasó por aquí en algún momento. Precisamente, la muerte de Godard tres días antes de empezar el festival lo ensombreció todo un tanto. No fue la única noticia que desvió la atención de la celebración. Una de las películas a concurso, Sparta, de Ulrich Seidl, que se centra en un pedófilo, fue acusada por Der Spiegel de explotación de menores o, más bien, de no haber informado oportunamente a los menores que actúan en la película o a sus padres del contenido de la misma. Poco después, el Festival de Toronto la retiraba de su programación, cediéndole a San Sebastián el estreno mundial.
Lo cierto es que la denuncia de Der Spiegel se entiende mejor al ver la película; quiero decir, se puede entender el desconocimiento por parte de los menores o de sus padres del tema que aborda Sparta desde el momento en que sus imágenes tampoco muestran nada escabroso. Seidl ha filmado temas mucho más sórdidos y, personalmente, si hay algo que me molesta mucho más en su película es cómo filma al padre del protagonista en su residencia de ancianos subrayándonos cada dos por tres su pasado nazi y regodeándose en su declive físico. Esto ya sucedía en Rimini, la película con la que Sparta compone una suerte de díptico, cada una centrada en uno de los hijos de este nazi irredento. Ocurre que la que se vio en Berlín se beneficia de dos aspectos con los que la de San Sebastián no puede contar: ese Rimini invernal y tan poco felliniano y la presencia mayestática de un actor como Michael Thomas. En la segunda parte del díptico volvemos a partir de Austria para dirigirnos ahora a Rumania, donde se ha instalado el segundo de los hermanos, Ewald (Georg Friedrich), quien, tras abandonar a su novia, cede a sus instintos pedófilos y reconvierte una vieja escuela en un gimnasio que atrae a los niños y adolescentes del pueblo a los que fotografía. El gimnasio (Sparta) es una especie de Neverland pero sin los recursos de Michael Jackson. Esto también explica que sea más fácil cancelar a Seidl que a “El Rey del Pop”.
Menos supeditado a sus rígidos dispositivos formales, el cine de Jaime Rosales ha ganado humanidad y calidez desde Hermosa juventud (2014), algo que atestiguó de forma notable una de sus mejores películas, Petra (2018), sino la mejor. Girasoles silvestres es ya su séptimo largometraje y su segunda participación en San Sebastián, una historia estructurada en tres partes, cada una centrada en uno de los personajes masculinos con los que se relaciona la protagonista, Julia (Anna Castillo). El cine Rosales parece incapaz de liberarse de cualquier planteamiento que no contemple algún tipo de estructura bien visible, algo que también le posibilita liberarse de ciertas explicaciones y transiciones: lo mejor de su nueva película son las elipsis entre sus tres partes, esos abruptos saltos narrativos que permiten hacer avanzar un relato que se extiende a lo largo de unos dos años (aunque no lo parezca: los hijos de Julia no crecen a la misma velocidad que su hermano pequeño). Como a Seidl, también le cuesta alejarse de la sordidez, en este caso la que representa una masculinidad siempre tóxica, pero que se va suavizando mientras pasamos de Óscar a Marcos y después a Àlex, en lo que constituye un viaje al pasado por parte de Julia: su violenta última relación, el padre de sus dos hijos y el amigo de la infancia. Rosales nunca ha sido un cineasta muy sutil (en este caso lo acusa el personaje de Óscar) y su querencia por los golpes de efecto planea sobre toda la película, una expectativa que una y otra vez resuelve con notable elegancia, a medida que Julia va alcanzando no creo que la felicidad pero sí una cierta armonía en su vida. A este respecto, la secuencia final es magnífica.
Si Rosales es prisionero de la originalidad a cualquier precio, Diego Lerman lo es de la corrección. O de un buen acabado que cumpla con un estándar industrial que hoy demandan distribuidoras y plataformas. Nada que ver con sus orígenes (Tan de repente), pero ya presente en sus últimas películas. En El suplente narra el retorno a su barrio bonaerense de Lucio (Juan Minujín), que ha aceptado una plaza como profesor de literatura en un instituto después de perder su plaza en la universidad. En el barrio aún ejerce un cierto poder su padre, el Chileno (Alfredo Castro), que lidia entre dos fuerzas contrarias, la que representa el intendente del lugar y un pequeño narcotraficante. Lucio intenta que sus alumnos se interesen por la poesía y las novelas policiales cuando un suceso acaba por convertir sus clases en una suerte de metarrelato en el que el profesor ejerce, muy a su pesar, de protagonista de una intriga policial. El suplente es una película bienintencionada, en su depuración industrial (esa persecución en coche que parece responder a la necesidad de proporcionar algo de material de acción para la promoción) y en el propio desarrollo formulístico de la historia, la de un profesor que ha de ganarse la confianza de toda la comunidad educativa, imponiéndose si es necesario a la incomprensión y a los intereses viciados. ¿Les suena?
La gran y más grata sorpresa de estos primeros días del festival vino por parte de una de esas películas inesperadas que los programadores han aupado a la sección oficial. Runner es una opera prima en la que su directora, Marian Mathias, no hace ni una sola concesión. Bueno, sí, una al menos: la hora y cuarto de duración. Por lo demás, esta es una película de planos estáticos, espacios vacío, pocos personajes y aún menos diálogos, también de unas cuidadas composiciones que dejan la mitad superior del encuadre para los cielos grises. En el centro de su historia está Haas (“runner” en alemán: entendemos que se trata de una familia con orígenes germánicos), que acaba de cumplir 18 años y cuyo padre muere repentinamente, dejándole solo deudas. Haas (Hannah Schiller) ha de viajar al norte para enterrarlo. Allí conoce a Will, que busca también cómo salir adelante en un país profundamente inhóspito: el paisaje, el frío, la depresión, un territorio para vividores y estafadores como el padre de Haas, que vendía la idea de una gran operación inmobiliaria cuando su casa ya estaba embargada por el banco. La relación que establecen no es más que el esbozo de una historia de amor, quizás el prólogo de una futura relación. Por el momento, ambos tienen otros intereses de los que ocuparse. Estamos en Estados Unidos, quizás en los años sesenta, pero la película no abunda en datos contextualizadores. Su patria, en cualquier caso, es la de un cine que parece una combinación entre un Terrence Malick, con ese caserón que domina los campos de trigo, y, pongamos, un Béla Tarr, el de los silencios, la lluvia y el fango o las largas caminatas a la intemperie.