Hoy vamos a hablar un rato de Stranger Things, la nueva serie de Netflix que llegó a la pantalla el pasado 15 de julio, y que viene cosechando glorias y se perfila, por lo menos por ahora, como la serie del año.
Antes de meterme a comentarla y que todos exploten de rabia y me tiren vendettas por el aire, déjenme decirles que la serie me gustó, y mucho. De hecho, me la devoré en cuestión de día y medio y solo porque quise racionarla para que no me durara tan poco, que si no en un día metía los ocho capítulos de toque. Muy bien, una vez aclarado esto, ya puedo meterme a analizarla sin pelos en la lengua y a sacarle todos los trapitos al sol sin miramientos de ningún tipo.
Arranquemos por el hecho de que el tráiler, que salió hace unos meses, me había dejado muy, pero muy manija. Así que la esperaba con muchísima anticipación por varias cuestiones: la trama prometía, la estética me invitaba como pocas veces, y el regreso de Winona me terminaba de volver rematadamente loca. Así que una vez que hubieron estado subidos los capítulos, me zambullí dentro de este universo desde el trampolín y de bombita. El Chuchi y yo nos metimos en la camita a eso de las dos de la tarde del sábado y, algunos snacks mediante, nos echamos al coleto la serie con un entusiasmo digno de compararse al de dos niños en una juguetería.
Y la serie cumplió, como lo esperábamos, pero no sin salvedades.
Las cosas que me gustaron son fácilmente imaginables: el tufillo irrebatible a “serie de fanáticos”, la atmósfera visual, el homenaje desmedido, enamorado, honorable, emotivo y devoto al cine de Spielberg, la influencia tangible de La Dimensión Desconocida y el mundo extrañado y horroroso del gran Stephen King. Las actuaciones infantiles y el reconocimiento a los grandes éxitos de terror de los 80 como Pesadilla, Martes 13 o House: la Casa del Miedo llevado adelante por la subtrama adolescente. Por supuesto la resurrección de la Ryder fue una yapa que agradecí y viví como una especie de reivindicación tardía para una mujer injustamente dejada de lado por la industria, que suele ser implacable a la hora de descargar su hipocresía, más que nada, con las chicas. Pero ella volvió, tan bella y talentosa como siempre. Conforme transcurrieron los días, pude apreciar más y más su composición un poco pasada de rosca, llevada al extremo casi histérico y al borde del grotesco. Acompañada por David Harbour, el dúo se convierte en la pata adulta de la serie, que se carga la mitad de la trama al hombro, junto con los cinco maravillosos críos protagonistas. Por supuesto, la subtrama adolescente también garpa, pero queda innegablemente rezagada, aun cuando es la aportante del escaso erotismo de la trama y de la tajada más grande de violencia.
La serie es completamente adictiva. Una vez abierto el paquetito es imposible no tragarse capítulo, tras capítulo, tras capítulo, postergando obligaciones, horas de sueño y acortando incluso parrandas y orgías. Es tierna, atenazadora y vibrante. Una especie de máquina del tiempo que nos lleva de vuelta al pasado, no tanto como fue, si no más bien como lo recordamos. Un pasado que no hemos vivido en realidad, pero que jamás negaremos ni que vengan degollando.
“Una especie de máquina del tiempo”.
Tal vez la máquina del tiempo que todos amamos más que a ninguna sea el DeLorean que llevaba a Marty al pasado para que, una vez allí, él lo mejorara a su gusto y piacere. Pero el pasado era el pasado verdadero, no un eco, no una recreación del pasado. Y lo que me pasa con Stranger Things es que todo lo que es, todo lo que representa, parece un eco de otra cosa.
Estando frente a la serie, aun disfrutando gozosamente de ella, no podía más que pensar todo el tiempo en la magia que la elude. Esa magia viva que hace que las cosas trasciendan la pantalla y perduren en el devenir. Esa magia innegable y portentosa del cine de Spielberg, que parece quedarse en el cuerpo, la mente y el espíritu para siempre. Stranger… se levantaba ante mí como una serie de calidad innegable, pero aun así, me resultaba una especie de representación, de signo de otra cosa. No acerté a encontrar la verdad nuclear del show, la personalidad inconfundible e irrepetible, su cualidad peculiar. Esa cosa que hace que esto pueda haber sido hecho por los tipos que lo hicieron (los hermanos Duffer) y por nadie más. Eso me faltaba, me faltaba la personalidad, la vida, la carne nueva detrás de los homenajes, las influencias abrevadas y las recreaciones. Me faltaba y aunque busqué y busqué, no lo encontré. Me quedé con el placer de recordar ET, Llamas de Venganza, Exploradores, It, Los Goonies, Laberinto, Tron, Indiana Jones, Tiburón y, a fuerza de repetidas y demasiado consientes, aunque muy graciosas debo decir, líneas de diálogo: La Guerra de las Galaxias.
Si me preguntan si eso alcanza, con toda franqueza debo responderles que sí. Pero si acto seguido quieren saber si eso la vuelve inolvidable, la respuesta es un rotundo y sonoro NO. La serie, estos primeros ocho capítulos, por lo menos a mí no me alcanzaron para modificarme el alma, para conmoverla, para cambiarla como lo hicieron las vastas influencias de las que se sirvió para ser producida. ¿Qué si hay amor en ella?, ¡por supuesto, y en abundancia! Pero esta temporada solo sirve como una especie de plataforma, muy sólida, para lo que espero sea una enorme, nueva y genuinamente propia de los Duffer, segunda entrega.
Aun así, y a pesar de algunos serios agujeros de guion, es de visión obligatoria para los amantes de las buenas series. Y aunque no es para esta columnista algo que haya rockeado su mundo, si alcanzó para hacerla bastante feliz. Y eso ya es suficiente que pedirle a cualquier cosa.
¡Salute amiguitos y no se la pierdan!
PD: La banda sonora y la secuencia de títulos son insuperables.
Laura Dariomerlo / @lauradariomerlo