A Sala Llena

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De sueños eróticos, Tom Hanks, el geriátrico y el amor

De sueños eróticos, Tom Hanks, el geriátrico y el amor

Estoy en casa escuchando música, echada en el sofá. En la tv, muda, Tom Hanks, con quien soñé anoche, entra al Louvre para ver a su amigo Jacques Saunière asesinado en El código Da Vinci.  En mis oídos suena Prefab Sprout.

Ando fatigando un libro de Bobby Flores, cuya prosa es insoportable (dice cosas como “un verdadero ángel rubio de voz celestial y piernas hasta el culo”) y escuchando los discos que recomienda uno por uno. No consigo llegar ni a la mitad porque el libro le habla a algún pibe medio pajero de no más de 18 años, pero no lo  largo porque la música que te mete por la nariz no tiene desperdicio.  Me lo regaló el Chuchi y anda por acá y por allá, dando vueltas el ejemplar, adorado y abandonado una otra vez.

Pensaba en el sueño de anoche con Hanks. Siempre digo que lo amo y que le propondría ir a la cama en un suspiro, pero rara vez sueño con él. Anoche los dos estábamos en una especie de geriátrico, en lo que parecía Lombardía. Había niños idiotas correteando de acá para allá, y los dos habíamos fracasado, estrepitosamente y por eso estábamos en aquel lugar. Había un imposible sabor a derrota en todo el sueño. Pero Hanks y yo terminábamos en un abrazo absolutamente erótico, lo que salvaba un poco las papas. Supongo que el sueño tiene mucho que ver con la película que me viene persiguiendo y de la que hablaremos hoy.

Ya vi dos veces Llámame por tu nombre, y recién ahora pude terminar de procesar las cosas como para largarme a escribir sobre la que, desde donde yo estoy sentada, es una de las películas más bellas jamás rodadas. Supongo que el sueño de anoche, sobre la derrota, Hanks y Lombardía, alude al  estado de lamentación que me granjeó postergar esta columna tanto tiempo. Es solo que no me compelí a hacerlo hasta ahora, tal vez tratando de recuperarme de tanta belleza, tanta exquisitez, tanta elegancia verdadera.

La película es mejor que todas las nominadas al Oscar. Que todas. Tal vez esté cabeza a cabeza con The Post, pero solo con esa. Las demás arrastran las patas, incluso la maravillosa Lady Bird. Llámame… debió ganar la estatuilla, lejos y sin lugar a dudas. La forma del agua, si bien es un prefabricado y puntilloso homenaje al cine, lleno de amor y de forma, es redondamente olvidable. En cambio la película de Guadagnino es tan poderosa, que jamás será olvidada. Jamás.

El espíritu de juventud está tan profundamente encarnado en la cinta, que parece milagrosa. Chalamet la rompe en quinientos mil pedazos. La puesta, glamorosa, pero sin estridencias acartonadas, va desenvolviendo el secreto de manera amorosa, elegante, misteriosa y profundamente verdadera. Cada gesto, cada intención, cada arrebato de Elio, me hizo llorar de empatía. La melancolía que subyace, de no ser por la belleza de la cinta, sería casi insoportable. La película es un destello brillante.

El guión adaptado, que ya se llevó el Oscar, es un tejido fuerte en donde la narración  se apoya con confianza y tomando riesgos que la alejan del mainstream. Cada compás, cada composición de plano le hablan al espectador de un refinamiento en el lenguaje largamente extrañado.  Es imperdible.

El enamoramiento es así. Es exactamente así. Solo que este es, de seguro, y sin lugar a dudas, el principio del amor verdadero. Y allí reside el secreto, la provocación ineludible, la magia abrazadora de la película.

Yo estuve enamorada del Chuchi en el pueblo desde que era una niña. Él me llevó el apunte recién un año antes de los veinte, pero mi embelesamiento venía más o menos, desde los doce. Mientras veía la película, recordé una escena de mi vida. Yo tendría unos catorce años y estaba en el club. El Chuchi, con unos diecinueve, se pavoneaba por ahí con sus ojos azules y su metro ochenta y seis. Por alguna razón terminamos frente a frente en una de las mesas de ping pong. En esa época yo jugaba bastante bien, porque estaba en el club de la mañana a la noche, nadando, jugando tennis, vegetando…  El partido se prolongó en una escena que para mí era un sueño hecho realidad y que, por supuesto, el Chuchi no recuerda. Se hicieron las once de la noche y seguíamos jugando. Se había juntado gente alrededor de la mesa para ver el partido, y yo trataba de disimular el volcán reventando que tenía adentro. Todo ese primer erotismo contenido, ese crush, ese amor anhelante sin filtro, sin civilización yendo y viniendo en el peloteo de plástico. Las horas pasaron a la velocidad de la luz. Para mí fue uno de los momentos de sensualidad más claros y epifánicos de la vida.  Y como suele pasar con esos momentos, los progenitores aparecen para arruinarlos. Por supuesto mi padre llegó encabronadísimo a buscarme y prácticamente tuve que salir volando de allí.

Ligué una buena esa noche, pero no me importó. Como Elio, que ligó el dolor de su vida, pero no lo cambia por el mundo entero.

© Laura Dariomerlo, 2018 | @lauradariomerlo
Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.

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