EL ÁNGEL EXTERMINADOR VISITA A LA FAMILIA SIMPSON
El cine de terror se, o lo han convertido algunos entusiastas no muy dotados de capacidad crítica, en una suerte de forma o modo de expresión más a cargo de los espectadores que del propio film y hasta de sus realizadores. Se busca ensayar, o directamente parlotear más que en términos estéticos, en términos biológicos; por ejemplo cuanta “adrenalina” provoca éste u otro film.
Posiblemente pueda asistirse en poco tiempo a que el espectador de cine sea conectado a un simple y pequeño aparato -seguramente de origen chino-, que controlaría, en paralelo a la proyección del film, los sutilísimos cambios en su registro cerebral.
Desde luego este “terror” parece ser el último refugio de algo tan vetusto como la “cinefilia”. Algo que tras determinados films, desde cuatro o más décadas a esta parte, sería comparable a seguir coleccionando estampillas en la Florencia de los Medici. El anacronismo es deliberado, por las dudas…
Esta actitud más que retrógrada es también de gran interés político, y ni hablar teológico. Dejemos este punto ya que hemos abundado en tal relación. Aunque no sería nada malo insistir alguna otra vez en ello.
Es obvio de toda obviedad para quien haya seguido nuestros ensayos teóricos en cuanto a que la creación de un modo de representación y de presentación conocido como “horror” o “terror”, que éste nace de consuno a la articulación de algo llamado “clase B”.
Así fue que la “clase B” buscó rastrear y reubicar ciertos temas y motivos aún más polémicos que aquellos ya puestos en escena, por el cine anterior (“A”).
El Hollywood clásico tuvo entre tantas otras virtudes la de ser un excelente lector. ¿Y qué cosa es eso, lato sensu? Ignorar las etiquetas y categorías editoriales y periodísticas. Así no “rescató”, sino que puso en su verdadero lugar a autores como Poe, Mary Shelley, Bram Stoker y un afortunado etcétera.
Pero no solo leyó y entendió sus recursos estilísticos, sino que fue hacia lo mitopoético, y allí dio sabiamente con su contenido político-filosófico, lo que apuntaló aún más esa cuña para sostener más firmemente otra visión del mundo en polémica radical con el mundo liberal-protestante.
Sin abundar ni extendernos aquí, redescubrió el elemento mítico y simbólico de lo referido a lo sagrado. Desde luego que esto ya era buscado por el Eliot de “La tierra baldía”, el “Ulises” de Joyce, y antes todavía por el Stravinski de “La consagración de la primavera”.
Desde luego que sí. Pero el cine por su concepto de acción, producción y re-presentación, logró de inmediato tener de consuno a su producción un público afín, educado o reeducado en paralelo por el cine. Obviamente no tenía tiempo para tonterías de coleccionismo, trivia, o pavadas semejantes. El Hollywood clásico consiguió tener un público con una visión simétrica a la visión de los hacedores de cine. Algo que se había perdido desde la política barroca. Y algo sobre todo que fuera intentado y en buena medida conseguido borrar, tachar, más aún degradar por el liberalismo, al buscar reducirlo al cerco estrecho de lo “atrasado”, “oscuro”, “reaccionario”, “primitivo”, “infantil” y -llegado el caso- “popular”.
Por ello mismo Hollywood se dio a crear esta forma de producción de doble sentido llamada “clase B”. De tal producción fue el modo fantástico aquel que tuvo más llegada inmediata al espectador, y debido luego a ese sabio entendimiento binario que tuvo el Hollywood clásico, hizo que se pusiera el subrayado privilegiado en tal modo de acción y de re-presentación.
Esto duró y luego continuó hasta hoy en las condiciones de posibilidad de tiempo y espacio históricos. Los grandes estudios dirigidos verticalmente por familias y asociados desaparecieron (circa 1965-8); lo cual dio lugar a la autoconciencia de los primeros años setenta. Esta llevó a su culminación absoluta el concepto del cine. Incluida la “clase B fantástica” (Carpenter).
Desde luego al concepto del cine se lo intenta desfigurar ahora mediante la inflación, como así ocurre con el dinero, para desvalorizar la representación. Así el exceso de circulación de papel moneda hace que su serialización no represente el valor de lo que supuestamente presenta. De tal modo a la producción inflacionaria del plus estético, inherente al ser humano y en disputa permanente con su parte biológica-económica, se la intenta degradar del mismo modo que al papel moneda.
Para esto, para esta inflación se necesitan dos cosas. Que a la puerilización de los medios se siga de inmediato la puerilización de sus fines.
Ahora padece ya la banalización e inflación de su producción y de sus sentidos. Y así crece el afiche, el parloteo, el “se dice” y “la avidez de novedades”.
Fuimos hacia The Guest (2014), con variadas vacilaciones. Luego de habernos casi enfurecido por algunos ladrillos pretensiosos como Get Out (2017) de Jordan Peele. Una estupidez sin límites, llena de ripios, escenas incoherentes que no fantásticas, actuaciones pésimas y con un contenido racista faccioso y elemental; si bien al revés: los malos son aquí todos los blancos porque el director y su “héroe” son negros. En esto no hace otra cosas que seguir la huella del nefasto Spike Lee, otro perpetrador de burdos panfletos y con la misma coartada.
Pero The Guest consigue todo lo que se propone.
Hacer otra lectura, y a partir de una diégesis con el motivo de Halloween como centro, del vaciamiento de todo sentido de lo sacro en una familia tipo. Pero de una ya más cercana a Los Simpsons que a la de los Pérez García. No lo hace para revisitar a una de la vieja ficha sociológica repetida: clase media suburbana; living con dos sofás, televisión y los chicos que crecen; sino a una ya estancada en su diferencia. Lo que la bobada neutralizadora llama “disfuncional”. Desde luego para desdramatizar y neutralizar de manera ya liberal-global a la bomba de tiempo biológica a punto de estallar; si no es que ya ha estallado y vivimos en medio de las ruinas del después…
Halloween es su objetivo final, su centro dramático. Pero el director va sabiamente dilatando con pequeñas señales de que estamos en las vísperas de esta “fiesta”, hasta su utilización plena, y no sólo como diégesis sino como puesta en escena.
Es decir que aquí se ha resuelto el problema básico, el punto alfa del concepto del cine desde el propio Griffth. Cómo hacer que la diégesis, lo dado, el punto de partida, la composición de lugar -tanto la real-natural, como la re/creada como simulacro escenográfico- sea transmutada en puesta en escena.
Más claro. Cómo hacer que el entorno material elegido y dado de antemano se convierta -sin dejar de ser ese mismo soporte material-, en un mundus, un espacio-tiempo particular con todos sus signos materiales vueltos simultáneamente en otra cosa.
Este principio de simetría -como lo hemos llamado- es lo que hace que el cine sea cine y no vulgares y seriales productos indiferenciados.
The Guest recorre y recurre con acierto al primer eje simbólico y clave de la imaginación fantástica desde su grado cero: “El hombre de la arena” de E. T. A. Hoffmann y “Frankenstein” de Mary Shelley.
Como las manifestaciones de lo sagrado, sus diferentes signos, siguen vivos, actuantes o latentes a pesar de la solidificación reinante. Desde luego que también, y en paralelo, se trata de recorrer la trayectoria de cómo esos signos y manifestaciones reaparecen, regresan -por la misma razón de su intento de olvido o censura-, en forma híbrida, ambigua, siniestra, o directamente aberrante.
Todo el sostén de la imaginación fantástica se basa en esta doble relación con lo extraño.
Es un nudo de sentido formado por las cuerdas de “lo extraño”, “el extrañar”, y “el extraño” que en este film de Wingard son perfectamente anudadas, sin que los propios motivos y figuras de este compuesto, terminen por enredar al director. Cosa que sucede que esa maquinaria demente de producir a destajo films, libros, o comics que se dicen “fantásticos”, cuando son muy otra cosa.
No es cuestión de multiplicar horrores mediante sevicias físicas de todo tipo. Ni de trasegar fantoches, muecas charras y una mascarada plena de viscosidades y hemoglobina.
La solidez de un film como The Guest deviene en principio del empleo eficaz del mitologema del regreso, de la vuelta, del “volver como un extraño”; tan magistralmente empleado en la poética del tango argentino.
Desde la vuelta de Ulises en la Odisea homérica, este mitologema, intentado tachar o borrar por el iluminismo progresista, mediante la coartada de un regreso “al revés”, ha sido la piedra basal de la construcción de lo fantástico.
El film comienza con una figura que corre por un camino desierto, y así se señala certeramente el grado de regreso a lo primitivo u originario que se busca representar. Este corredor que vemos de espaldas y cargado con una mochila, se abre a dos de las vertientes del film. Lo arcaico que vuelve, que regresa con los pies bien sobre la tierra. Pero cargando algo: un regalo que puede ser tanto beneficioso como maligno.
Los relatos orales y luego literarios de los tres deseos, del genio maligno, y derivados, parten de esta misma instancia mítica cuya configuración representativa es el arcano del Tarot llamado “El Fol”. El necio. El Loco. El tonto, incluso. Un arcano que carece de numeración. Ese cero de la baraja muestra la figura de un peregrino solitario que carga algo sobre el hombro; una bolsa, alforja, mochila, que contienen esos dones prodigiosos que pueden traer tanto la gracia como la desgracia.
En The Guest se representa este dilema de la duplicidad del Fol. Este extraño es primero, o puede ser visto primero y hasta reconocido como un ángel custodio; pero uno que puede ser -dadas las condiciones de regularidad social de la época- también un ángel exterminador.
Que esto tenga un paralelo social-histórico, hace de este film algo todavía más rico y extraño. Por ejemplo. ¿Tenemos bulling, prepotencia machista? ¿Buscamos un plano de discusión sociológica y reforma, o queremos, deseamos que algo superior en fuerza y decisión lo haga sin más y operativamente?
En escasísimos films de este tiempo, ni hablar de obras literarias, se han planteado tan rotundamente estos dilemas que el progresismo global intenta licuar en un limbo indecisionista.
¿Es todo don también un plus? Y además ¿El don, si se manifiesta primero como un plus, puede resultar un minus en el balance final?
Este David Collins mantiene alguna afinidad con el Aaron de The Hunted (2003) de William Friedkin. El demonismo militar ha creado un ser híbrido; algo más que humano pero que no puede mantener ningún contacto con el medio que lo rodea que no se resuelva en conflicto y en declaración de hostilidades.
Si Aaron intentaba regresar tanto a un estado de naturaleza pre estatal, así como a una forma del sacrificio pre cristiana, este David Collins que busca el conflicto o que a todo vuelve conflicto, regresa a un angelismo invertido, puesto que se le ha desviado de ese camino primigenio, así como se ha cargado su mochila con el indiferentismo tecnológico (*).
Que este extraño aparezca en las vísperas de Halloween, es nada más que la perfecta certificación de lo que intentamos establecer aquí. Es el All Hallow’s Eve, la víspera de todos los santos y también el día anterior a esta fecha, referida al culto a los muertos ¿No aparece este David (otro nombre de un guerrero mítico) en el hogar de los Peterson (Peter/son), porque le ha sido encomendado el cuidado de su familia por su compañero de armas muerto en la guerra? Alguien llamado Caleb; un par nominativo bíblico; y si con David tenemos a la figura del guerrero, con aquél la tenemos de quien penetra en una tierra extraña, pero que in illo tempore fue también una tierra prometida ¿Lo es ahora la intervención militar en Afganistán?
The Guest está organizado como tres films sucesivos que se suceden a la perfección. A diferencia del contemporáneo It Follows (2014), de David Robert Mitchell; un film fallido, más bien arruinado en su segunda mitad. No traigamos de nuevo el símil de la muñeca rusa, por Dios.
La visita. Primeros veinte minutos. Nueva salida al mundo hasta los cuarenta minutos. Aquí el ritualismo de la primera parte se tuerce hacia un tipo de comedia y de un tono que el ya lejano primer Walter Hill supo manejar como nadie (Hard Times, Streets of Fire).
Luego un tercer movimiento que se arroja al thriller; más bien se abre al thriller. Francamente es aquí donde temimos por un momento que el film e desbarrancara no en la pura “acción”, como suele caracterizarse erróneamente a estas caídas de ritmo, sino en el movimiento por inercia. Un dejarse llevar hacia cualquier dirección y por el vehículo que aparezca primero (como la desdichada Jenny en Forrest Gump)
Dijimos tres, pero el tres siempre tiende al cuarto. El final. Es no sólo lo que puede caracterizarse como un tour de force, que lo es, pero no sólo técnicamente; sino que es el exacto punto de condensación, tanto diegético como simbólico, al que el film apunta desde su exacto comienzo.
Pasamos de un camino abierto, desierto y solitario, y con un solo caminante, a un camino cerrado, en forma de laberinto y pleno de cosas, objetos signos, máscaras, sonidos electrónicos: todo ruido y furia y ahora con tres caminantes.
El camino primero y recto se vuelve aquí el doble desvío del laberinto. Donde clásicamente se juega (“play”) la prueba iniciática.
Esos signos arrojados allí en modo carnavalesco, diestros y siniestros en promiscuo montón ¿pueden aún ser figuras de orden, sistema, canon?
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*: La cara diestra de esta variante la tenemos en la Max Guevara de Dark Angel (2000), de James Cameron. Más que nunca, en la última etapa de la autoconciencia los films se piensan entre sí.