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CRÍTICAS - CINE

Tito, el Navegante

Tito, el Navegante (Argentina, 2010)

Dirección, Guión y Producción: Alcides Chiesa, Carlos Eduardo Martinez. Productora: Cine Ojo. Duración: 64 minutos.

Un artista en la localidad de Quilmes vive en una casa hecha con botellas de vidrio. Se llama Tito Ingenieri y es artista escultor especializado en metal y vidrio.

Si fuera un titular, estaría como nota de color en cualquier noticiero vernáculo. No pasaría de un barrido de imágenes loopeadas y dos o tres preguntas obvias con las respuestas en off para mostrar tomas apenas más detalladas. Pero no es el caso. Tito, el navegante es un documental de poco mas de una hora en el que los directores Alcides Chiesa y Carlos Eduardo Martínez intentan dibujar a uno de esos personajes lindos que existen y forman parte de un pueblo. Ese tipo de personas que caracterizan un lugar y lo hacen más pintoresco.

Mas allá de la corrección técnica a cargo de ambos directores tanto en cámara como en fotografía y una interesante música de Oscar López, esta película tiene un problema clave: No genera interés desde sus realizadores.

Vale decir, todo lo que se puede preguntar por simple curiosidad está. Así conocemos que Tito no terminó el colegio, se fue de mochilero y volvió al rato, fue plomo de una banda de rock y trabajó con un soldador que le enseñó el oficio y que derivaría en el artista que es hoy. Incluso llega a lo paradójico cuando dice que le gustan Artaud, Rimbaud y otros autores; pero nunca termina de leerlos.

La parte animada es estéticamente agradable pero apenas si subraya lo que el escultor dice cuando se refiere a viejas conquistas amorosas. Tema aparte para la referencia a El Eternauta. El afiche de la película es el de la historieta pero con Tito detrás de las antiparras. Chiesa y Martínez agregaron tomas del artista acercándose a la cámara de plano entero a plano medio luciendo máscaras antigas o de soldar, algo así como un separador entre tema y tema. Todo esto queda bien pero a la historia del entrevistado no le agrega nada. Para encontrar una analogía entre la obra de Oesterheld y el título hay que poner imaginación e hilar fino. A simple vista no alcanza.

A ver, claramente este artista quilmeño despierta en los directores la suficiente curiosidad como para prender la cámara. Pero durante toda la película ronda una sensación extraña. Es como si yo lo invitase a mi casa a escuchar música y simplemente agarre un disco de Sandy Nelson, ponga play y nos quedemos callados. A ud puede gustarle o no. Dependerá de sus oídos y nada más. Ahora, si yo le explico que ese fue el primer disco sobre el que yo apoyé una púa de tocadiscos a los 10 años y que lo heredé de mi padre como si me hubiera querido mandar un mensaje para que yo empezara su frustrada vocación de baterista, seguramente la escucha será distinta. Tendrá el condimento de mi propia pasión detrás de esos sonidos y ud va a prestar otro tipo de atención a partir de un interés generado por mi impronta.

Eso dejaron afuera los directores en el subtexto del guión. Su pasión y admiración por lo que este artista les genera. Es eso. Falta pimienta.

 

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