¿Qué es el mal?
¿Acaso se lo han preguntado alguna vez? Si uno se pusiera verdaderamente hinchapelotas, tal vez diría que es una convención, y no estaría tan lejos de la verdad. Pero, en nuestro fuero interno, sabemos que es mucho más que eso.
La convención nos ayuda, generalmente, a establecer un patrón de conducta que nos aleje de nuestros instintos más primitivos y de los impulsos que vienen aparejados a eso. Ahora bien, la convención no anula esos impulsos, solo los civiliza. Por ende, tal vez todo pueda reducirse a una sola frase: Sabemos que hacer ciertas cosas está mal.
Y como es fácil deducir, lo que se sabe, se aprende.
Ustedes me dirán que nacemos “sabiendo” algunas cuestiones, como respirar o llorar, y tendrán razón. Pero la verdad es que, a medida que crecemos, vamos reaprendiendo, inclusive, a hacer esas cosas. Es raro que un adulto normal y adaptado comience a chillar de hambre y se tire al piso; aunque yo soy la excepción a esa regla: he hecho soberanos berrinches cuando la comida se ha demorado. O de sueño (también soy la excepción). Me he vuelto loca cuando se me ha privado por un número diverso de razones, una cantidad prudente de horas de descanso. Una vez, chiflada por completo, llegué a cagar a almohadazos a una pareja de viejos que roncaba como descocida en un micro de larga distancia. Pero lo cierto es que, salvo algún tronado que siempre aparece, la generalidad no lo hace. La conducta del ser humano está modificada, civilizada, moldeada, instruida. Estamos embutidos en el corsé de la etiqueta del comportamiento social, y ese corsé, cuanto más brillante y apretado, nos da forma y a la vez nos protege maquillando, o redondamente ocultando, nuestra naturaleza pletórica de salvajismo.
Cabe entonces preguntarse si existe un mal que exceda a la convención.
A estas alturas tal vez sea imposible contestar a esa pregunta. Porque todo lo que hacemos está absolutamente teñido de la máscara arrasadora del aprendizaje. Y, como ya sabemos, más difícil que aprender algo, es no hacerlo. De verdad se necesita una resistencia fuera de lo común (o algún tipo de alteración) para no aprender. Y desaprender algo, salvo para algunos cuantos iluminados, es virtualmente imposible. Es por eso que es más factible para cualquiera escalar el K2, que extraer de la propia construcción del ser las nociones del bien y el mal.
Trazando una relación entre las temporadas 1 y 2 de True Detective y más allá de confluencias formales y de género, en mi lectura personal del material se destaca la pregunta como puente: ¿Qué es el mal?
Y esa pregunta se abre como una flor infinita y desata el otro interrogante que, si bien no se verbalizaba, los había compuesto tanto a Rust como a Marty en la primera temporada, y se replica en estos cuatro en la segunda: ¿Existe el mal más allá de quien lo practica?
Creo que una de las diferencias fundamentales entre ambas temporadas reside en la decisión de inclinar la balanza hacia un lado u otro de las posibles respuestas a ese interrogante. En la primera, el mal parecía una fuerza supraterrenal, infalible, infranqueable, indescifrable. Y se la representaba simbológicamente con una definición dominante tanto verbal como de imaginería: el demonio o Rey Amarillo. Rust lo combatía filosófica y argumentativamente (la mente, lúcida o alterada), y Marty lo representaba a través de la acción (el cuerpo, salvaje o civilizado). De esa forma, Pizzolato contestaba al interrogante en el final haciéndolos cambiar de piel: Marty resolvía el misterio de las orejas verdes y Rust sucumbía al impulso de apareamiento que había resistido tantos años. Así, el equilibrio parecía restablecerse y la respuesta aparecía en Carcosa: el mal subyace como una bestia sobre nosotros, pero el amor también, y es más fuerte.
Supongamos ahora que Pizzolato quiere caminar la ruta inversa en esta segunda temporada, como se olfatea, por lo menos a priori.
Los cuatro personajes principales parecen operar bajo la noción omnisciente de que el mal es la práctica del mal, y nada más. Así, Velcoro (Farrell), Ani Bezzerides (McAdams, cuyo nombre real en la serie es Antígona, dato importante), Frank Semyon (Vaughn) y el policía motorizado Woodrugh (encarnado por Kitsch. Su apellido en la serie es más que sugerente ya que una de las interpretaciones posibles es “erección ruda” y él toma Viagra para que se le pare) llegan al relato como “hacedores” y no como “contempladores”. De esta manera, en la nueva aproximación al tema del mal por parte de Pizzolato, la cuestión está planteada como la hija directa de la elección consciente, y no como un “drive” de acción dominador y sobrecogedor. La ex mujer de Velcoro lo pone en palabras cuando le dice que él era un hombre decente que no tuvo la fortaleza de mantenerse así después de que algo horrible les pasó. Refiriéndose particularmente a la violación que ella sufrió por parte de un matón y de la que provino, aparentemente, el hijo que ambos criaron como propio, y que trajo aparejada la conversión de Velcoro en asesino. El mal se define así como la imposibilidad de hacer el bien, y no como una fuerza superior dominante. Entonces, la ciudad de Vinci se yergue como una construcción de los hombres en su estado permanente de “sembradores/cosechadores”, a diferencia del descampado “divino/infernal” que sometía a Rust y a Marty.
No sería demasiado aventurado predecir entonces, que tal vez la proporción de justicia no venga esta vez de manos del brazo largo de la ley, sino de parte de algo más primitivo. Del costado más animal de la naturaleza humana.
Como ustedes saben, fui fanática ferviente de la primera temporada. Y la segunda, con solo dos capítulos emitidos, me tiene absolutamente deslumbrada. Las actuaciones de Farrell y Vaughn me parecen descomunales, e intuyo que los otros dos protagonistas están tomando carrera para pintarnos la cara en cualquier momento. Los estoy esperando con las mismas dosis de devoción y de confianza.
La nueva dirección en manos de Justin Lin elige nutrirse de un código formal televisivo oscuro y ominoso, en vez de tomar la teta del cine. Me gusta mucho, es valiente y prueba que la televisión y sus reglas pueden ser llevadas al sumun de la excelencia, sin necesariamente tener que pasar por una cruza con el cine. Las influencias de David Lynch y Michael Mann se disfrutan voluptuosamente y son tan valoradas como bienvenidas. Algunas reminiscencias de Twin Peaks y Miami Vice se me deshojaban en la boca como caramelos aumentando a cada segundo mi fidelidad a la serie.
La pregunta de True Detective ha sido formulada. Solo nos queda esperar su magnífica respuesta.
Y dicho esto rumbeo a depilarme y a pasear con mi hermosa colita en alto, porque en referencia a los impulsos primitivos un poco más pornográficos, también soy la excepción a la regla.
Laura Dariomerlo
Twitter: @lauradariomerlo