La columna de hoy iba a versar sobre las dos ficciones del prime-time de los canales más importantes de aire argentinos. Iba a andar y redundar acerca de cómo una es una especie de rejunte de películas y series de moda americanas y la otra una repetición holográfica, un refrito de viejos éxitos. Algo así como una cruza degenerada entre Mad Men, Damages y El Abogado del Diablo, versus una nueva y más berreta Pasión de Gavilanes o Valientes o lo que puta sea. Después de dar vueltas y vueltas sobre eso, me amargué tanto que mandé la mitad de la columna, ya escrita, al carajo.
Al final, de qué sirve ahondar en el hecho de que el personaje de Lito Cruz en El Elegido se parece demasiado al de Pacino en El Abogado…, o que la composición de Brédice está muy verde y que la Krum hace siempre lo mismo, o en el tema de que ahora parece cada vez más claro que la manera de mantener una ficción a flote es atestarla de chongos en camiseta, meterle a Betiana Blum haciendo algún berrinche histérico, amatambrada y con los pelos parados, y a la Gaetani mordiéndose el labio superior. Todo parece indicar que andamos medio cortos de ideas o de autores o de plata o de directores que contengan a sus actores y los cuiden de una mala interpretación o peor, de una interpretación brillante, pero ya encontrada, desmenuzada y devorada antes por otro. En fin… es la vida.
Como después de despotricar y despotricar, me encontraba un poco nerviosa y un poco perdida (de verdad me había enfurecido con lo que había escrito), decidí hacerme un café y acabarla de una buena vez. Tiré la columna a la papelera y me puse a mirar por la ventana. En esas estaba cuando el corazón se me aceleró en el pecho. Por primera vez desde que escribo esta columna tuve terror de que no se me ocurriera absolutamente nada, de no tener nada para decir, de que mi cabeza de una vez por todas se apagara, se secara del todo. No sé si fue la vehemencia que le había puesto al material que tiré o el hecho de que me llenara de tristeza, pero mi energía parecía estar desapareciendo. Obvio que me las agarré con mi marido, con las plantas, con los gatos, con el portero, con mi vieja, con el calor, con el despelote que hay en la casa y la mar en coche, pero eso solamente intensificó mi angustia. Tenía que ver de qué manera me calmaba un poco.
Agitada y desasosegada como estaba, la pasión con la que me había aterrorizado me empujó a la videoteca y como una epifanía, de uno de los estantes se me cayó en la cabeza Cumbres Borrascosas.
“Hablando de pasión” dirán ustedes…
La versión que está en mi videoteca es la de 1992, de Peter Kominsky. Es la primera que cubre las dos generaciones de la novela original. La protagonizan un increíblemente salvaje Ralph Fiennes en el rol de Heathcliff y una Juliette Binoche brillante que juega dos roles: la apasionada, cruel y caprichosa Cathy Earnshaw y la tierna, inocente y corajuda Catherine Linton. Por supuesto, no se compara con la versión más poderosa de la novela de la Brontë, llevada al cine en 1939 por Wyler y protagonizada por Olivier, pero esta, más nueva, mas “actual” si se quiere, se defiende bastante.
Todo el mundo más o menos sabe de qué la va la historia. Una mujer, enamorada de un gitano caliente e indomable, sirviente de su casa, al que han humillado tanto que, para ella, ya no representa un prospecto potable para el matrimonio. Frívola y cambiante como es, decide casarse con un vecino, rico y buen mozo, que parece ofrecerle el mundo entero. El amante despreciado se va a buscar fortuna y, cuando la encuentra, vuelve para vengarse. Lleno de odio, pasión y locura, desata una serie de hechos catastróficos, que la matan a ella y maldicen a la generación que viene.
Muchas veces hemos hablado en esta columna del amor, del verdadero y de sus réplicas perfectas, fragantes, truchas y abrazadoras. Pero mientras veía Cumbres… no podía dejar de pensar en la pasión, en la pasión roja del borde, del límite, de la muerte, de la histeria, de la maldad y de la furia. Una pasión que se parece al amor pero que, en realidad, es exactamente lo contrario de él. El cine, el arte en general, siempre los ha mezclado, (¡qué digo, la vida los ha mezclado!), pero nosotros, los seres humanos, parecemos tomar una porción generosa de placer en esa confusión, y no un placer cualquiera, sino uno que define los bordes escabrosos de nuestra existencia.
Esta versión de Cumbres Borrascosas, con su dramatismo rabioso, lleva hasta las últimas consecuencias el enfoque en la naturaleza cruenta, agreste, animal y letal del sentimiento que une a Heathcliff con Cathy. Viéndola de cerca, después de tantos años de haberse estrenado, no pude más que sentirme amenazada, extraña, incómoda, perseguida por una parte de mí que llevo mucho tiempo domesticando.
Dos personajes que parecen ser un solo espíritu dividido en dos cuerpos y todo el tiempo caminan al pulso del hecho irrefutable de que estar juntos los envilece, los vuelve peores, redoblando sus miserias y atrayendo sobre los suyos a la calamidad.
¿Qué puede hacerse cuando el objeto de la pasión solo saca lo más horrible de uno? Y peor, ¿qué queda para el futuro, ante la verdad redonda de que sin ese objeto no se puede vivir?
Preguntas como esa llevan a diario a las personas a condenarse a la infelicidad, a la locura, al maltrato y a la desesperación. La desesperación de estar apasionado con alguien que lastima, con alguien que ha venido a ponernos de rodillas. Es tan intoxicante como horripilante y, aún así ahí estamos, caminando por las calles de cualquier lugar, con nuestro deseo a cuestas, con nuestro dolor a cuestas, con nuestros recuerdos incendiarios y terribles.
La primera vez que vi esta película tenía quince años. Estaba enamorada de un pibe que no me daba ni la temperatura, esos que tanto nos gustan y nos martirizan a esa edad, así que me encantaba verla una y otra vez. La alquilaba seguido, por lo que una amiga me la regaló para que, por fin, la tuviera en la videoteca. Nos sentábamos las dos, a llorar como locas, mirando como Heathcliff rompía un vidrio con su propio puño, entraba en el funeral de Cathy, se inclinaba sobre el cajón desesperado y la levantaba en brazos, sosteniéndola totalmente enloquecido. Yo creía que era tan romántico que íbamos a reventar. Todo el dolor, toda la muerte, toda la pasión desbordada y asesina. Cuando terminaba, acompañaba a mi amiga hasta la esquina, caminando las dos, flotando abrazadas, besándonos un poco, envueltas por el viento del verano, llenas de ingenuidad y de esperanza.
Recuerdo que lo que más me emocionaba desde el plano 1 del film era la música. Tan remota, tan angustiosa, tan dolida. Después de verla algún domingo, el tema se me quedaba en la cabeza por muchos días, musicalizando mi vida como si fuera un melodrama. Cada beso que me daban en aquel tiempo tenía ese maravilloso sonido. Por supuesto, la composición entera es del genial Ryuichi Sakamoto, por lo cual es más que entendible que se me quedara adherida a la mente como una ventosa. Volaba por ahí, por mi pueblo arenoso, siempre distraída, soñando cosas hermosas y escuchando el interior de mi cabeza.
La fotografía de Mike Southon, es muy cálida y dura cuando retrata a la primera generación, extremando los rostros con contraluces fatales, metiendo la luz por las ventanas, provocando grande zonas de sombra. En la segunda generación, después de la muerte de Cathy, las cosas se vuelven más frías, más lavadas e inhóspitas. La presencia cercana y flotante del fantasma, lo cambia todo con sus manos heladas. Una claridad cruel palideciendo las caras, aclarando el aire, llenando de azules y grises todos los espacios. Se sabe que llega el final y se lo anuncia en todo momento. El sufrimiento es tan hondo que te cala los huesos.
Muchas veces me he preguntado si, en su lugar, yo me hubiera comportado como Heathcliff. Si hubiera huido del amor, de la pasión de alguien que al no elegirme me destruyó, solo para volver con más fuerzas más tarde y aniquilarlo. Claro que él solo quiere que ella lo quiera pero, la realidad, es que termina siendo su castigo, su cobrador, su cazador, el azote final de su destino. ¿Quién no ha soñado alguna vez con hacerle tragar tierra a quien lo abandonó? La paradoja más grande de todas reside en el hecho de que, cuanto más querés vengarte, cuanto más daño querés infringir, más consumido por el querer, por el deseo, por la pasión estás. Y eso te esclaviza tanto, te narcotiza de tal manera, que tus impulsos se debaten entre querer matar y querer amar.
Son esos días en que una mirada suya te quema el techo de la casa y un beso suyo te derrite las venas.
Heathcliff es malo. Es malo porque la pasión lo atenazó primero, lo traicionó y lo abandonó después. La interpretación de Fiennes transita de manera ajustada entre el desamparo de un animal herido y el ataque feroz e imparable de una bestia descomunal. Aún cuando sabemos que se ha convertido en un hijo de puta, no podemos dejar de pensar que llega para impartir cierto grado de justicia. Es como si viniera a reivindicar a todos los amantes abandonados del mundo, desatando su furia y devastándolo todo a su paso, dejando claro que con la pasión no se juega, que es demasiado peligrosa, que cuando un fuego como ese consume a dos personas, no desaparece sin dejar marcas.
Este largometraje, sin ser tan apabullante como su antecesor, deja una estela de peligro en la mente del espectador, una hipnótica necesidad de quemarse, de abrazarse, de transpirar la camiseta de la pasión equivocada. Un fuerte impulso de marcar viejos números de teléfono, de sacudirse el aroma a sábanas baratas, de llorar por quien no se lo merece y, sobre todo, de caer como saeta sobre el cuello desnudo de algún amante cruel.
“La manera mas segura de matarme, es besándome de nuevo” (Catherine Earnshaw)