Había una vez
Tenía curiosidad por ver algo de Ryūsuke Hamaguchi, uno de los cineastas del momento, autor de Drive my Car y La rueda de la fortuna, dos películas muy premiadas en estos meses (mejor guión en Cannes, Globo de Oro, entre otros) y muy elogiadas por los críticos más exigentes, como se decía en tiempos primitivos. Hamaguchi nació en 1978, empezó a filmar en 2001 y tiene una filmografía bastante copiosa. Storytellers, la película que integra la retro de Yamagata y codirigió con Sakai Ko, es de 2013. En todos lados, incluyendo el programa, dice que es parte de una trilogía en la que los directores recogieron testimonios de las víctimas del terremoto-tsunami de Japón en 2011. Sin embargo, aquí nadie habla de esas catástrofes y no sé por qué se la relaciona con esos films sobre el terremoto, más allá de que los cineastas sean los mismos.
Storytellers se ocupa de los relatos tradicionales que se transmitieron a lo largo de las generaciones. En el centro de la película está la encantadora Kazuko Ono, una etnóloga de 78 años que se dedica a escuchar esos cuentos narrados por adultos que los escucharon cuando eran niños y ahora forman parte de una asociación que cultiva el arte de contar esas historias. Ono y los directores eligen a tres narradores, que aparecerán entrevistados en conjunto o por separado por ella. Son dos mujeres y un hombre, con los que tiene una relación que comenzó a hace varias décadas, cuando ella integraba un grupo de investigadores dedicados a buscar los vestigios del folclore oral japonés.
La película está estructurada como una serie de encuentros entre Ono y sus narradores, que están separados entre sí por viajes en auto durante los cuales la entrevistada es la propia Ono. El dispositivo de conversar dentro del auto hace pensar en Kiarostami, pero Hamaguchi no solo es un cineasta high-brow, sino también un cineasta noble. Hay en la película una búsqueda de la verdad y la belleza (de las imágenes, de los cuentos, de los personajes, de los sonidos) que se apoya en una tradición sencilla sin caee en la simplificación, el sentimentalismo ni la condescendencia. Ono y sus ancianos amigos son encantadores como personajes, además de narradores excelentes. Y en ese punto conviene detenerse.
Solemos pensar en un narrador como alguien histriónico, que busca provocar efectos en su audiencia manipulando los relatos en busca del aplauso fácil. Esa misma idea se aplica también al cine y a la literatura, terrenos donde los tontos suelen repetir que lo que les gusta es que “les cuenten historias”, una expresión con la que suelen aludir a su deseo de que las fábricas de guiones y novelas los manipulen en base a la sorpresa y la truculencia. Pero nuestros storytellers se abstienen de la trampa y el exceso, no son parte de una industria, no quieren mantener en vilo a la audiencia para sorprenderla al final sino hacerla entrar en un territorio familiar, como les ocurría cuando eran chicos. Así, no importa que la historia ya haya sido contada, ni tampoco importa que no tenga un final espectacular. El mundo de los relatos folclóricos es otra cosa: una textura que evoca los distintos aspectos de la vida, especialmente la de los pobres, con sus trabajos y sus sueños. Por eso las historias que escuchamos pueden ser graciosas, ingenuas, crueles, disparatadas (mi favorita es una especialmente desopilante sobre un monje al que un dios le da dos espátulas que permiten hacer que una persona cante y deje de hacerlo con el culo), absurdas, interminables o brevísimas, inesperadas o previsibles, pueden parecerse a las Mil y una noches o a las Fábulas de Esopo. Y están contadas (y, a veces, cantadas o susurradas) con exquisita sobriedad, a una gran variedad de velocidades adecuadas a cada una.
Tanto Ono, como los narradores, que son también escuchas, se dieron cuenta en algún momento de sus vidas que había un tesoro oculto y que conectarse con ese mundo los enriquecía de manera particular, les permitía vivir otra vida. El hombre cuenta que su abuela le contaba unos cuentos que aparentemente había olvidado, pero que cuando empezó a contarlos él mismo salieron a borbotones de su memoria y decidió dedicarse a ellos una vez que se jubiló en vez de buscar otro trabajo. Una de las mujeres dice que era patológicamente tímida y contar cuentos le permitió vencer su aislamiento. La otra encuentra similitudes entre los relatos y su propia vida. Pero todos comparten —y ese hallazgo se transmite al espectador— la idea de que el contacto con esa dimensión de la Historia los ha convertido en otras personas, protegidas por la misma cultura que protegió siempre a los niños frente a la soledad y la aridez de un mundo que sin relatos solo puede provocar una congoja infinita.
Aquí termina mi pequeña excursión a Yamagata y los documentales japoneses. El viaje valió la pena.
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