A Sala Llena

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Velcoro, el desierto y un postre de chocolate…

Velcoro, el desierto y un postre de chocolate…

Es de mañana y está lloviendo, y en mi corazón sigue habitando el final de True Detective 2. En esta columna voy a ponerme cursilona, primero porque se me da la gana, y segundo porque se me da la gana de nuevo.

 ¡A bancársela, lúmpenes!

 Anoche, después del final de la temporada 2 de la serie que más me gusta en el mundo, quedé tan emocional que casi no pude hablar. No lloré, no suspiré, no despotriqué. Estaba en algo muy parecido al estado de shock. Solo hasta que mi gata Cocó vino a instalarse entre el Chuchi y yo en la cama, pasada la una de la madrugada, pude llorisquear un poco. Mi hombre, entre sueños y abrazando a la gata, balbuceó: “Sigo pensando en el final… Qué triste es todo”. Él siguió durmiendo de lo más campante, pero yo me volví loca. En la ventana los relámpagos se recortaban uno tras otro, y la respiración de Cocó me entibiaba la cara. Yo no podía pensar en nada más que en el mundo que estaba afuera. Afuera de ese estado de gracia en el que estábamos los tres en el lecho, formando un campo de fuerza amorosa, soñando al unísono, amparándonos los unos a los otros, intentando perpetuar el cobijo. Y afuera, la lluvia. Afuera la tormenta. Afuera el peligro, afuera el mal. Pensé en Bezzerides y Velcoro apareándose en ese motel de mala muerte, dejando atrás toda la basura, tratando de expiar la tragedia que los habitaba irremediablemente. Acariciándose, lamiéndose las heridas, invocando como chamanes a la fuerza redentora del universo que siempre, o casi siempre, aparece en los brazos desnudos del amante. Enamorándose…

 Toda la noche soñé con Frank, toda la noche… Tengo su desierto clavado en las pupilas.

 Estoy contemplando al mundo como quien lo contempla dentro de una bola de cristal. Un mundo chubasquero, ventoso, húmedo, romántico y fatal. Mi mundo que a veces es tan chico e insignificante como un grano de arena, tibio y compañero; y otras se ensancha tenebroso, entre alucinaciones mortales y anhelos inconmensurables. Mi pequeño universo de burbuja jabonosa, mi pequeño mundo de espejismo refugiado. Mi mundo castigo, mi mundo redención, mi mundo infierno, mi mundo paraíso, mi mundo viaje, mi mundo espejo, mi mundo frustración, mi mundo miedo, mi mundo gemido, mi mundo vaginal, mi mundo posibilidad.

 Decidí musicalizar mis pensamientos que iban de Velcoro bajo la sequoia, a Frank caminando en el desierto, con su mujer vestida de blanco delante, como una especie de diosa del Olimpo, sonriéndole amorosamente, celestialmente. Y estoy pensando que el mal que se hace, no siempre es el mal que se es. Porque Pizzolato, en esta temporada que es ya, sin dudas, mejor que la anterior, quiere que quede claro que la redención es posible. Y que la némesis del mal es el amor y no otra cosa.

 El amor como antónimo del miedo.

 Me decidí por Morricone primero con su inolvidable Chi Mai de El Profesional, después seguí con Alan Silvestri y su maravillosa “Redemptionde Rápida y Mortal. Para mi sorpresa, las dos escenas claves del capítulo final de ayer iban perfectamente con ambas piezas y se sucedían de manera natural en mi cabeza, reproduciendo emocionalmente la misma idea, el mismo desconsuelo, el mismo romanticismo. Y la niebla azulada del día me iba impregnando el espíritu, frágil y dulcemente, induciendo el disfrute de la melancolía y la contemplación.

 Me hice un café y me tomé un recreo meditativo. En casa hay tortas fritas del Chuchi que ayer le salieron brutales. Azucaré una y me la eché al coleto. Por un momento me reí pensando en la escena de la estación de trenes y en cómo en un segundo me había excitado hasta lo indecible con Colin Farrell. Va vestido de cowboy, con sus clippers oscuros, su cigarrillo y sus botas… Cuando emergió subiendo las escaleras mecánicas lentamente, en un plano inolvidable, me puse colorada en el acto y empecé a reírme como una adolescente. Una adolescente medio pelotuda, además. Mi hombre, que estaba echado en el sofá conmigo, se dio vuelta para mirarme con ironía. “¡No puede ser este tipo!” se me escapó y me puse más colorada todavía. Soy una mina grande, así que sé cómo manejarme cuando un hombre me calienta. Pero con esta escena no pude. Fue tan veloz que casi, casi termino como la mujer del postre de chocolate de la Matrix. Farrell ES una fuerza, una potencia sexual, y él lo sabe. Y en esa escena despliega su poder como si fuera un brujo y le sirve a la trama magistralmente. Vaughn, en cambio, se decide por el estilo dandi para matizar todo el asunto y darle una pátina de clase. De hecho, su tragedia arranca por la calidad de su traje. Nada está echado al azar, ni siquiera el sex-appeal de estos dos tipos gloriosos que en el último capítulo reconfirman que True Detective 2 es una obra maestra con todo y atributos.

 Este final westeriano, romántico, trágico, sesentero afrancesado, renacentista de pura cepa, es un tren de frente en su potencia y contundencia. Sin perder la elegancia que caracterizó a esta temporada, la resolución está llena de acción y llena de amor. Con emocionalidad intensa, vertida y contenida en la anticipación certera que se le sirve al espectador en una especie de copa de desesperación fascinada, que no puedo arrancarme del corazón.

 En esta temporada 2, Pizzolato corrige desprolijidades de la primera. Ningún personaje se va por las ramas, se excede o se sale de sus líneas, y no hay una sola sobreactuación. Yo amé a Rust, pero su composición salvaje está llena de excesos. Velcoro, en cambio, es tan ajustado y maravilloso que da vértigo. Y Vaughn, bueno, qué se puede decir: es un gigante indiscutible. En esta entrega todos los personajes tienen la adecuación y la virtud de Harrelson en la primera. En esta todos son, más que nada, elegantes y medidos, ajustados y austeros. Lo más potente que he visto en televisión hasta acá. Esta temporada es sexy por antonomasia y tiene esa cualidad inolvidable del gusto adquirido, del gusto al que solo se accede cuando se ha trabajado el refinamiento y la exaltación de la pureza.

 Mientras miraba este último capítulo, recordaba a mi madre y lo nerviosa que se ponía cuando mirábamos juntas películas de Delon o de Belmondo. La dominaba una especie de estado profético tramposo: ella sabía ya el final y quería que yo estuviera preparada. Y me decía cosas como “prepárate porque en estas películas siempre los matan, eh…” o “Mirá que a Delon le gusta morirse al final… no te ilusiones” y “¡Ahí está, ahora lo matan, ahí viene!”. Mi vieja solía olvidarse de quién o quiénes morían, así que por las dudas abría el paraguas. Anoche, viendo el final de True Detective 2 me invadió la misma impaciencia de entonces y, a la vez, la misma maravilla. Recordé la primera vez que vi Borsalino, recordé la desesperación en el final de El Profesional, la luz blanca llena de ilusión de El Perfecto Asesino

 Y cuando finalmente sucedió lo que sucedió, sentí una enorme tristeza y una añoranza tan verdadera que casi podía palparse en el aire.

 De inmediato comprendí que extrañaría esta temporada tanto como extraño la bondad soñadora de los veinte años.

Laura Dariomerlo / @lauradariomerlo

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