Hoy di un millón de vueltas para escribir la columna. Es que, a veces, las cosas que pasan durante el día van absorbiéndome de tal manera, que las ideas en mi cabeza se desvanecen y desaparecen en algún rincón oscuro del cerebro y se resisten a salir. Cuando esto sucede, hago cualquier cosa menos sentarme frente a la máquina. Por ejemplo, esta mañana: sabía que se me venía la noche, porque eran ya como las once y no tenía una sola imagen con la cual empezar. Como medio que paniqueo, en vez de poner el cuerpo y sentar el culo en la silla al servicio del trabajo, me rajo por ahí.
Me fui a mi clase de danza y después a chupar café y a mirar quien pasa con las chicas del grupo y el profe. Cagándonos un poco de risa y hablando pavadas, empezamos a chusmearnos anécdotas, a describir nuestras personalidades, a sacarle el cuero a las celebridades y a compartir secretos de alcoba. La cosa rápidamente se degeneró. Cómo habrá estado de bizarra la charla, que entre pitos y flautas, terminamos embarcándonos en una idea para grabar un piloto en “Utilísima”. Estuvimos como hora y media hablando del contenido, tomando notas insólitas, dándole forma a un posible guión, repartiéndonos nuestros correos electrónicos y planeando encuentros venideros para llevar a cabo el proyecto. De verdad, si alguien sospechaba que en los vasos de café había otra cosa, mal rumbeado no estaba. Qué puedo decir, la vida te despeina…
Me puse a ordenar la casa y a limpiar a conciencia. Esta noche llega un amigo que viene de un viaje como de año y medio y se queda por unos días. Tenía que arreglar un poco las cosas para que, cuando llegara, mi dulce hogar no pareciera zona de desastre. Allí estaba la flor de excusa que necesitaba para no sentarme a escribir. Me calcé los guantes de goma, puse música power de los 80 y arranqué imparable. Y que el blem y que la gamuza y que la escoba y que secar la vajilla y que acomodar la ropa tirada y que patatín y que patatán. A medida que iba fatigando los quehaceres, la angustia me ganaba más y más. La casa no es tan grande y, en algún momento iba a terminar. Pero no me rendí tan fácilmente, hasta inventé nuevos e innecesarios trabajos para demorar el momento de la verdad. Saqué todas mis carteras de cuero y las limpié, acomodé las cajas de zapatos con las etiquetas para adelante, doblé una cantidad obscena de ropa lavada y la refresqué con aromatizante, pasé la aspiradora en el balcón y limpié los techos, subida peligrosamente a una silla, con el plumero en la mano. Todo eso y todavía no podía relajarme lo suficiente para poder concentrarme en la columna. Es que, en el fondo, yo ya sabía sobre qué quería escribir, pero se me hacía demasiado difícil. A veces, es como si un puño se cerrara en mi estómago y no me dejara respirar tranquila, para poder sentarme a escribir sobre lo que quiero. Las cosas de la vida se ponen medio ásperas y te van minando tanto la inspiración como la capacidad de transpiración.
Finalmente las tareas se acabaron pero, para mi sorpresa, cayó el tipo del cable.
Parece que habíamos arreglado para que pusieran hoy un decodificador no sé de qué carajo y el chabón venía con el carretel de cable y todo, a desarmarme la casa. Yo me sentí tan aliviada que casi le puse una alfombra roja para que pasara e hiciera todo el quilombo que quisiera pero, para mi sorpresa me mandaron al técnico más eficiente de la empresa y pim pam pum, terminó sin hacer migas. Como habré estado de nerviosa, que lo invité con café y, otra vez, la charla cobró vuelo y terminamos por el lado de los comics y de las novelas gráficas y que yo escribo y que yo dibujo y que tenemos que hacer algo juntos y que te mando material y que si tenés facebook y que te envío solicitud de amistad y la mar en coche y todo así… La cosa es que yo, a las cuatro y media, todavía no me había sentado a poner la cabeza en marcha y a empezar la retrospectiva de Delon que tengo en mente hace meses.
Después de cambiar como un millón de veces de canal mirando mi flamante boca de cable digital en el dormitorio, decidí que arrancaría con el asunto del francés más bello de todos los tiempos. Pero eso sí, lo haría por partes, no vaya a ser que en el proceso me herniara o algo por el estilo.
Me levanté y me fui hasta el living. Chusmeando la videoteca, decidí comenzar por A Pleno Sol y me tiré de cabeza.
Todos sabemos más o menos de que va la película. Los que no vieron A Pleno Sol, casi de manera segura, vieron El Talentoso Sr. Ripley en los noventa. El playboy norteamericano Philippe Greanleaf, derrochador, malcriado, irresistiblemente encantador, culto, extravagante y sumamente inteligente, es perseguido por la bellísima Italia por el misterioso caza fortunas, Tom Ripley, quien viene cargando un grado patológico de necesidad de escala social. El tipo se le acerca, enviado por el padre de Philippe, para que devuelva al infante terrible a los Estados Unidos. En el proceso, se hacen algo así como amigos, pero las cosas se van saliendo de control y se ponen de verdad negras. Ripley termina asesinando a Philippe y usurpando su identidad. La película, basada en la prodigiosa novela de Patricia Highsmith, se estrenó en 1960 en pleno auge de la Nouvelle Vague. Tiene todas las características del estilo fílmico francés y llena los ojos del espectador de colores lujuriosos, de intriga permanente y de misterio terrorífico.
En el papel de Greanleaf, estaba Maurice Ronet, que lo componía de manera particularmente encantadora, malvada y déspota. El personaje era bello, de inteligencia brillante, vanidoso, culto y con una clase que se salía de la pantalla. Lo acompañaba su novia, tan bella como inocente, Marge (Marie Laforet). Ella era dulce, sensual, buena de carozo y, sobre todo, bonita, muy bonita. Finalmente, en el rol de Ripley, estaba Delon, para algunos (yo incluida) el mejor Ripley de la historia.
Sé que muchos me van a saltar a la yugular por esta afirmación, sobre todo teniendo en cuenta los pesos pesadísimos que interpretaron a los otros, entre ellos: Dennis Hopper, John Malcovich y el propio Matt Damon (actor del carajo). Pero Delon, ¡Dios mío!, le imprime al personaje un salvajismo pocas veces visto.
En esta columna no voy a hablar de la fotografía, ni de la música, ni del montaje, ni de la trama. Voy a hablar de la composición de Delon, porque, después de todo, esto es una retrospectiva que lo homenajea a él.
El Ripley de Delon es completamente letal desde el principio. La construcción de personaje que hace casi por instinto, es lisa y llanamente, perfecta.
Ripley en A Pleno Sol es brusco, un poco vulgar, resentido y sumamente erótico, pero el erotismo que tiene es extraño, ambiguo, emocionalmente casto, desierto, frío y horroroso. Incluso quien no sabe de qué se trata la historia, intuye desde el primer momento, que el tipo es una bomba de tiempo, un peligro, un depredador al acecho.
Algunos críticos de la época, coinciden con que esta película le ratificó de una vez por todas el status de sex symbol, a Delon. Lo cierto es que, es en la única, que nadie lo tocaría ni con una caña.
Es verdad que es haaarrrrrmooosooo, que está bronceado y que luce una ropa maravillosa. Pero por alguna extraña razón y, tal vez, porque todavía era muy joven y sus procesos de composición estaban por completo en estado de pureza, se las ingenia para relegar su belleza, para volverla casi obsoleta, para enmascararla por completo con el velo translúcido de su maldad. Una maldad que casi no excita, pero que destella de manera cegadora. Lo más loco de todo, es que es exactamente en este film, en donde vemos que él es capaz, y de manera consciente, de prender y apagar su sex appeal. Voluntariamente lo despierta solo una vez, en la escena en la que seduce a Marge. Es allí, en ese exacto momento, en que algo completamente misterioso, completamente animal y sexual, se abre en él de nuevo volviéndolo invencible. La escena de la seducción, junto a la de la partida de cartas en la que se decide el destino trágico de Philippe Greanleaf, son tal vez, dos de las mejores escenas jamás filmadas. Son de puro lenguaje cinematográfico y tienen un sentido del suspenso y de la traición que te caés literalmente de culo.
Es que la perversión que el personaje acarrea es de una complejidad tan profunda y tan bien desarrollada en el film, que no deja que bajo ningún punto de vista, podamos conocerlo del todo y, mucho menos, identificarnos o empatar emocionalmente con él. No importa cuán inteligente, cuán recursivo, cuán talentoso sea, lo único que queremos es que alguien lo atrape de una vez y le de su merecido.
En esta película, el final es alentador para el espectador con sentido de justicia. Por una vez, parece que la policía va a caer sobre él, pero eso no terminamos de saberlo jamás.
Este entramado magistral que tejió Delon para Ripley, está sin duda alguna, dentro de las más grandes performances que dio el cine del siglo pasado y, la película es en sí misma, una joya imperecedera que vale la pena mirar una y otra vez.
Un poco para desenamorarse, un poco para zafar del encanto, del embrujo, del yugo inmortal de Delon.