(Francia/ Sudáfrica, 2013)
Dirección: Jérôme Salle. Guión: Jérôme Salle y Julien Rappeneau. Elenco: Forest Whitaker, Orlando Bloom, Conrad Kemp, Inge Beckmann, Tinarie van Wyk Loots, Randall Majiet, Patrick Lyster, Joelle Kayembe, Tanya van Graan, Danny Keogh. Producción: Richard Grandpierre. Distribuidora: Impacto. Duración: 110 minutos.
Limpieza étnica y plusvalía.
Gran parte del mainstream norteamericano de nuestros días aburre con un díptico formal que todo el tiempo intercala propuestas que la quieren ir de “cancheras” en el género en cuestión (el cinismo suele esconder una enorme vacuidad porque los necios no ven más allá de su ombligo) y films conservadores/ ecos muy lejanos del Hollywood clásico, el cual por suerte bien enterrado está (a su mojigatería vetusta se le añade la falta de una actitud crítica para con el entorno actual, vía esa eterna lavada de manos en sintonía con la quimera de que “el arte es independiente del contexto” y blah blah blah). Mixtura de exploitation del Tercer Mundo y cocoliche transgénero, Operación Zulú (Zulu, 2013) es una película sumamente interesante.
Mientras que en Estados Unidos las excepciones a la regla vienen de los apellidos solitarios que deciden romper con el sentir común de la industria, en la periferia las normas son menos rígidas y permiten la cooptación pasajera de determinadas figuras, a quienes sacan de su zona de confort para ensuciarlas un poco y brindarles esa diversidad que hoy por hoy resulta muy difícil de encontrar: el último opus de Jérôme Salle por un lado nos devuelve al mejor Forest Whitaker, el sensible capaz de alguna que otra masacre, y por el otro -casi sin darse cuenta- nos ofrece una amalgama tan apasionante como impredecible de formatos que se superponen de manera caótica, con la violencia social y el racismo como ejes del relato.
Ahora bien, lo que en un principio parece ser un film noir ambientado en Ciudad del Cabo y centrado en la investigación del asesinato a golpes de una chica, encabezada por un grupo de tres detectives, Ali Sokhela (Whitaker), Dan Fletcher (Conrad Kemp) y Brian Epkeen (Orlando Bloom), pronto muta hacia el terreno de la efervescencia creativa cuando una pista lleva al trío a una playa en la que abundan los narcos y todo desemboca en una bella carnicería. A partir del punto en que los susodichos le amputan una mano a Fletcher y luego lo degüellan, la obra comienza a extremar sus recursos y a enlazar géneros como el cine de acción, el melodrama seco, la venganza, el alegato testimonial, el thriller de complots, etc.
Precisamente, a medida que avanza el metraje y las tragedias aumentan de tenor, la película se va volviendo más y más sorprendente, ya que gana en encanto y contundencia lo que pierde en plausibilidad. Aun así, el guión del director y Julien Rappeneau, sobre un libro de Caryl Ferey, mantiene siempre los pies sobre la tierra porque vuelca todas sus fuerzas hacia el retrato de las sombras del apartheid en la sociedad sudafricana contemporánea, con genocidas y cómplices varios de la segregación trabajando en la estructura estatal y en las grandes empresas privadas, gracias a una amnistía que multiplicó la injusticia bajo la vieja excusa de la “pacificación” (a la impunidad se suma la enorme brecha entre ricos y pobres).
Más allá de las excelentes actuaciones de Whitaker y Bloom, ambos amoldándose a los arquetipos torturados del policial (Sokhela es un workaholic sobreviviente del régimen anterior y Epkeen un mujeriego en plan autodestructivo), lo más fascinante del convite lo hallamos a nivel de su premisa principal, vinculada a una droga de diseño, “tik”, que pretendía ser empleada en el pasado en términos de una limpieza étnica entre la comunidad negra y que ahora se erige como el “santo grial” de la industria farmacéutica. El giro biopolítico del último acto, el cual coquetea con la ciencia ficción, acerca aún más a Operación Zulú al enclave del realismo ruin e intenso, ese que no pierde tiempo y va directo a la inmolación…
Por Emiliano Fernández