(Estados Unidos, 2018)
Dirección: David Gordon Green. Guion: David Gordon Green, Danny McBride, Jeff Fradley. Elenco: Jamie Lee Curtis, Judy Greer, Andi Matichak, James Judes Courtney, Nick Castle. Producción: Malek Akkad, Bill Block, Jason Blum. Distribuidora: UIP. Duración: 106 minutos.
SOBRAS, NADA MÁS
Muy al comienzo de su novela, Cervantes nos informa que la dieta del hidalgo venido a menos Don Alonso Quijano, luego conocido como Quijote, consistía -entre otras prietas viandas- en un “salpicón las más noches”. A parte del hipérbaton que se hizo con justicia famoso, se indica un plato, también conocido por estos pagos, hechos de sobras del día anterior, y hasta dos o tres días. Esta suerte de platillo improvisado puede resultar en algo sabroso, pasable, o directamente un pitanza que se toma por obligación y así evitar la huelga de hambre involuntaria.
En arte, o estética, puede conocerse a este salpicón tanto como pastiche como interacción de géneros o estados de transparencia. Gran parte de lo que denominamos cine autoconciente ha practicado en las últimas cuatro décadas tales operaciones estético-expresivas. Muchas de ellas hoy han adquirido la categoría de clásicos; tales la saga de El padrino, El exorcista, Carrie, Terminator o Halloween…
Llegados a ese punto, un arte, el último posible en la historia como es el concepto del cine, puede o seguir interrogando estos films-emblema, o arrojarse rumbo a lo desconocido. La primera posibilidad corre el riesgo de la repetición sin más; la segunda recaer en los peores vicios y ripios de algo que alguna vez se llamó “vanguardia”, y que hoy sobrevive tan solo como marbete para los despistados o cambalacheros -cuyo nombre es legión- en algo todavía vagamente llamado “pintura”, “música” o “teatro”…
Siempre es difícil volver a casa. Al hogar, punto de partida, o casita de los viejos. Y esto bien que lo sabe Michael Myers que durante décadas no hace otra cosa que volver. Sería hora –si todavía tuviéramos poetas o letristas adecuados- de componerle un tango a Michael. Aquí no hay viejo criado que lo reconozca por la voz, sino un par de ineptos periodistas, para mayor de los males ambos ingleses. Uno, aficionado a los gritos desafiantes en lugares inoportunos, y la otra, una dama coimera que al parecer sufre de incontinencia e intenta evacuar su apuro en instalaciones precarias.
El dúo de marras acosa a Michael en un patio ajedrezado muy al comienzo de este salpicón más que improvisado, sito en un asilo cuyo embaldosado a lo De Chirico hace suponer al incauto espectador que se está frente a una obra que se las trae. Lo que trae es tedio, sevicias de todo tipo y seccionamientos varios que mejor omitir su descripción; sí decir que el sedicente director rejuntó pésimamente en el platillo estas sobras más que recalentadas.
Antes de desaparecer de este valle de lágrimas ambos periodistas, coimeros -dignos de ser conchabados por la televisión local para un programa de la media tarde-, logran dar con nada menos que Laurie Strode. Esta se ha convertido en una coleccionista de armas de fuego, trancas y barrancas, alarmas de todo tipo, un sótano acondicionado al exterminio de monstruos, y una serie de maniquíes pelados -que parecen surgidos de una pesadilla fría de Paul Delvaux-, con los cuales practica el descabezamiento a balazos.
Laurie ha tenido una descendencia, hija y nieta que la ignoran por chiflada y porque no creen en algo llamado “monstruo”, mal u hombre de la bolsa. Eso estaría bien, si este requecho de masa madre fuera leudado y amasado para un pasta propia, y no para y símil incomible. Así como también tenemos al psiquiatra tenebroso que aquí intenta practicar un experimento que resulta tan fallido como todo el resto de este sancocho de muecas y hemoglobina.
Curiosamente si este film cubista fuera puesto o traducido en una mímesis clásica, se podrían rastrear algunas ideas o barruntos de tales que, mediante un hilo conductor o correlato objetivo, harían de esta vuelta al hogar de Michael Myers algo digerible. Pero me temo que hay que munirse de digestivos y sales de fruta.
Una vez más como en el tango “la historia vuelve a repetirse”. También tangueramente en su vuelta al barrio que lo vio nacer, Michael, con el paso de los años y de las fugas, se ha transmutado en Jason. Y como todo es equilibro vital, aún en los bodrios, Laurie Stroud se ha vuelto una Sarah Connor necesitada con urgencia de una buena dosis de shampoo.
Nada es lo que era, y en esta poco proustiana recherche de un temps perdu, hasta el otrora ominoso y otoñal pueblo de Haddonfield se ha vuelto un country poblado por un nutrido grupo de adolescentes enmascarados que cargan teléfonos celulares; un sheriff adecuadamente inepto que tiene como jefe a un hombre de color con sombrero Stetson, y que parece puesto allí por necesidades de corrección política. O tal vez porque andaba paveando por las inmediaciones, le encasquetaron el sombrero y le indicaron: “decí cualquier cosa con acento de cantante de blues”.
El mal y sus manifestaciones extremas, punto de partida de aquel Halloween de illo tempore, se ha tornado aquí en un duelo final entre tres generaciones femeninas contra un zombi insistente. Las tres rodeadas de una ristra de adolescentes botarates que, superando a sus antepasados de cuatro décadas atrás, se han metamorfoseado en una ringlera de infradotados nacidos en serie. Quizás esto sea el intento de una metáfora de algo que dejo a cargo de la imaginación del lector. Puesto que el director no tiene ninguna, y sí demasiados caprichos pésimamente editados.
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