Nota: se revelan algunos datos importantes de la trama.
Montaje de Atracciones.
En el mundo del cine conviven dos teorías antagónicas claramente delineadas: por un lado, la teoría realista cuyo creador fue Andre Bazín en una serie de escritos y que formalizó en su libro ¿Qué es el cine?, en el cual proponía que el cine debía mostrar la ambigüedad del mundo de una forma realista donde la utilización del artificio no fuese un obstáculo para captar la esencia cinematográfica. Bazín consideraba a los planos secuencia y principalmente a la profundidad de campo como las mejores herramientas para poder apreciar esa ambigüedad de la que hablaba en sus escritos, de una forma óptima. Pensaba que el montaje podía ser un obstáculo, una manera de forzar esa realidad que él deseaba para el cine.
Podríamos decir que un gran alumno de la escuela baziniana podría ser Tsai Ming-liang, un director que utiliza la profundidad de campo y los planos fijos como recurso casi único para mostrar una sucesión de planos pictóricos donde por definición cinematográfica apreciamos la ausencia total del montaje como elemento narrativo.
En las antípodas del discurso baziniano está la escuela soviética, liderada por Sergei Eisenstein y secundada por otros grandes realizadores de la historia del cine como Vsévolod Pudovkin, quienes creían que el montaje era la herramienta clave para escribir el lenguaje cinematográfico y conseguir el ritmo narrativo. Eisenstein pensaba en algo llamado “cadena de asociaciones”, también conocido como “montaje de atracciones”, donde determinaba que el sentido se daba “acoplando hechos” y, en orden de importancia, este encadenamiento estaba muy por encima de cómo se colocaba la cámara o cómo se diagramaba la puesta en escena.
Y vaya si Danny Boyle hizo una película einsensteiniana con 127 Horas. El director ingles tomó la historia real de Aron Ralston (brillantemente interpretado por el ascendente James Franco), un fanático de los deportes de aventuras y, al ritmo del artificio y del montaje de atracciones, logró uno de los comienzos más potentes desde el punto de vista visual y narrativo que haya logrado en toda su carrera como director. Todo tipo de planos generales, picados, contrapicados, subjetivos, con pantalla dividida, los cuales fueron montados, “concatenados” de manera frenética, dándole sentido a la narración, acoplando los hechos como diría Eisenstein. Este frenesí no es gratuito; esta velocidad narrativa que marca Boyle en el comienzo de la película es sinónimo de la vida que lleva Ralston como deportista extremo (qué atractivo que resulta tirarse al vacío en una cavidad acuática subterránea) y nos va a marcar un pulso a contraposición de lo que ocurre en el momento del accidente que lo deja atrapado con su brazo entre una roca y una pared en una grieta del cañón que estaba explorando.
La libertad que respiraba el film en su inicio desaforado tiene el desafío de mantenerse viva en un espacio reducido donde Ralston debe intentar destrabar su brazo y sobrevivir a condiciones adversas (el frío de la noche, la falta de agua y alimento) y Boyle lo logra quebrando el realismo de la situación y haciendo que su personaje se construya un mundo dentro del ámbito del artificio. Ralston imagina programas de televisión; ante la desesperación de la falta de agua piensa en bebidas que son mostradas por Boyle a través de sus publicidades; se mantiene vivo mediante recuerdos que son ejecutados con precisos flashbacks (la escena de todos desnudos dentro del auto con la nieve que invade el vehículo es genial) que hacen mas grácil la aridez narrativa de tener que mostrar a un personaje atrapado en una cueva; y acude a cualquier tipo de juego que pueda crear con su mente para despojarse del inevitable realismo que estaba viviendo.
El artificio con el cual Boyle lleva adelante la situación traumática que vive Ralston hace que la inevitable amputación del brazo para evitar la muerte no sea un momento fuerte ni un pico de tensión. Nunca el director generó el realismo que ameritaba la situación para que lo sea. Uno lo ve como algo natural que debía suceder para que el personaje siga con vida y nada más. Esos hechos acoplados, esas atracciones que mencionaba Eisenstein, habían hecho que el artificio fuera el centro del relato más allá de cualquier acción realista que pudiera suceder en el plano ya que Boyle, al ser el incidente que vivió Aron Ralston un hecho real y conocido, no podía generar suspense sobre la posibilidad de que el personaje salga ileso de la situación. Si 127 Horas hubiera sido una película de concepción baziniana, el film, más allá de la teatralidad que llevaría a cuestas, sería imposible de aceptar por el espectador ya que la amputación final del brazo se convertiría en el centro de la construcción narrativa y generaría una tensión insoportable y difícil de digerir.
Pero Boyle es inteligente y es uno de los directores que mejor utilizan los recursos cinematográficos hoy, de los que más eficientemente usan el artificio en función de la narración y de la puesta en escena (lo había mostrado en la maravillosa Sunshine: Alerta Solar y hasta en la fallida Slumdog millionaire – ¿Quién Quiere ser Millonario?) y se convirtió en un realizador que navega por los diferentes géneros del cine y siempre sale con la cabeza en alto. Hoy Boyle es sinónimo de cine bien comprendido; el cine que reflexiona sobre su propio arte y es autoconsciente de sus posibilidades.