El futuro llegó y ni siquiera nos dimos cuenta.
Estamos rodeados de robots. Ellos dominan nuestras vidas, determinan lo que vemos y filtran la información que consumimos, pero no los reconocemos como robots sino como algoritmos. Y estos algoritmos regulan no solo nuestras redes sociales sino también nuestros sistemas de control, vigilancia y espionaje. Junto con una amplia gama de tecnologías digitales, de simulación y visualización, transformaron la guerra en algo que se asemeja a un videojuego.
Con A.I. at War, el experimentado documentalista Florent Marcie se propone invertir la ecuación: si la inteligencia artificial, entre otras herramientas, está convirtiendo a la guerra en algo abstracto, en una partida de ajedrez a distancia, entonces él lleva la inteligencia artificial a las trincheras.
Más precisamente, lleva a Sota, un simpático robotito de plástico. No es un simple juguete, sino un producto experimental de una empresa con sede en Malasia. Marcie, según explica en su documental, lo descubrió en una feria tecnológica y fue amor a primera vista. Sota puede escuchar, entender y responder a través de una voz femenina; puede rotar su cabeza y sus brazos; grabar videos y tomar fotos; consultar datos por internet; reconocer personas y situaciones; y, a través de un algoritmo de aprendizaje automático, incluso asimilar información. Es una versión más antropomórfica y multifuncional de Alexa o Siri.
Marcie y Sota, como en una buddy movie, viajan por el mundo y viven aventuras, desde los escombros de Mosul, en Iraq, o de Al Raqa, en Siria, hasta las calles de París durante las protestas del 2019. A lo largo de este periplo, Marcie introduce a Sota a manifestantes franceses, militares iraquíes y civiles sirios deambulando por las ruinas de su país.
Es un gesto irónico. Ante la gravedad del contexto, de paisajes urbanos destruidos, de represión policial y sangre en las veredas de los Champs-Elysées, la imagen de Sota en primer plano —con su cabecita redonda, sus proporciones de animé, sus grandes ojos negros y boca abierta, sus ángulos redondeados y para nada amenazantes— es explicitamente incongruente. Los entrevistados sonríen y se suman al chiste, pero el contraste sigue siendo violento.
Marcie, además de filmar, también actúa, se convierte en protagonista, interactuando con Sota como en un video de TikTok o una historia de Instagram. Hasta mantiene debates con el robot sobre el sentido de la vida, la violencia, la identidad, la muerte. Las respuestas de Sota son insuficientes, porque hay cosas que no alcanza a entender. Pero a veces logra momentos de conexión y lucidez, reza como musulmán y recibe la aprobación de los civiles sirios mientras ellos descansan y sonríen debajo del esqueleto de un edificio. El documental mezcla escenas de reposo y charla distendida, debates filosóficos y deliberadamente naíf, y momentos sencillamente brutales: un rescate desesperado tras el colapso de una edificación en Al Raqa, la imagen del mismo Marcie con el pómulo abierto por una bala de goma de la policía antidisturbios francesa.
Este vaivén —entre la inocencia de Sota, la buena predisposición de Marcie y la distopía de Al Raqa o París— hace de A.I. at War un documental inusual. Porque, aun cuando la situación lo amerita, le escapa a la solemnidad. Y esta falta de solemnidad nunca se traduce en falta de respeto. Es un documental profundamente serio que, sin embargo, utiliza un gancho cómico que ayuda a profundizar la crítica.
El mensaje político es contundente, aunque también sutil. Marcie no es un Werner Herzog, con su mirada panorámica y cósmica. Tampoco un Harun Farocki, que hubiera abordado más frontalmente el uso de la inteligencia artificial por los ejércitos y gobiernos de Estados Unidos, Rusia y China. (Su serie instalativa Serious Games, por ejemplo, no anda con rodeos: muestra explícitamente el uso de videojuegos y realidad virtual como herramientas de entrenamiento militar).
Marcie, en cambio, prefiere tirar indirectas. Casi no menciona el uso de robots, drones, inteligencia artificial y otras tecnologías por los ejércitos y gobiernos del mundo. Pero sí evoca la temática. Cuando le carga a Sota un software de reconocimiento facial, o para calcular el número de personas en una multitud, el guiño (a prácticas de vigilancia estatales) es inconfundible.
Como también lo es el anacronismo que representa Sota. Los programas de aprendizaje automático y los algoritmos que hoy nos rodean no son como los robots de Metrópolis o Terminator, no tienen cuerpo. Están en todas partes y en ningún lugar, no ocupan un espacio. (O sí: ocupan dispositivos o servidores en bases de datos, pero siguen siendo intangibles y abstractos). Sota, en cambio, es un robot a la vieja usanza: está al alcance de la mano, en toda su gloria plástica. Lo podés agarrar, dar vuelta, salpicar de sangre y romper.
Lejos de las imágenes satelitales, de la interpretación remota de material visual, sonoro y lingüístico; lejos de las redes sociales y de Silicon Valley; lejos del cielo donde reinan los drones y aviones indetectables; lejos de todo eso, Sota es un robot con una presencia física. Solo interpreta y reconoce lo que tiene por delante. Es un trotamundos, desplazándose junto a Marcie. También puede acceder a internet y dictar la descripción de Wikipedia de una Kalashnikov y de Al Raqa, pero no sin antes escuchar los disparos y observar lo que quedó de aquella ciudad, siempre con Marcie como tutor privado. Además de buddy movie, entonces, A.I. at War también es una bildungsroman: relata la educación sentimental de una inteligencia artificial.
La tesis de Marcie, finalmente, es que toda inteligencia artificial depende de la información que recibe y de quién. Si queremos que los robots nos ayuden, hay que enseñarles cómo. Si un gobierno usa esta tecnología para reconocer y enumerar manifestantes, los manifestantes deben dar vuelta la cámara contra las fuerzas policiales y apropiarse del algoritmo. Marcie viste a Sota con un chalequito amarillo, símbolo del levantamiento popular francés. Es como si dijera, “Este robot es nuestro.”
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(Francia, 2021)
Guion, dirección, producción, montaje: Florent Marcie. Duración: 107 minutos.