Las ficciones de la cárcel no se parecen a los documentales de la cárcel y está bien. Por eso es que Rancho no funciona tanto como el reverso de las ficciones que fijaron algunas de las ideas que nos hacemos sobre la vida en un penal como Tumberos o El marginal, no se trata de discutir con esas películas y de oponerles una verdad presunta que habría sido desfigurada o que habría que restituir, sino de mostrar un camino contiguo, paralelo. Pedro Speroni encuentra un entorno que nos resulta inmediatamente familiar: la cárcel con sus pasillos cerrados, las celdas abarrotadas y la fiereza apenas disimulada de los reos. En las ficciones de la cárcel, esos materiales son los componentes elementales que modelan historias de corrupción y de lucha por la supervivencia. En cambio, allí donde Rancho pone la cámara no hay sordidez: la celda o la ducha no son los sitios de abusos o peligro que esperamos, al momento de la cena todos comen tranquilamente algo que cocina uno de los presos sin que nadie embosque a otro, el jefe del pabellón es un tipo más o menos considerado que se desvela por la limpieza del lugar y por que sus dirigidos vayan a trabajar al taller. El efecto es de una cierta extrañeza: los espacios, las caras y los gestos nos predisponen para los conflictos sangrientos de rigor a los que nos acostumbraron las series y las películas, pero que acá no aparecen o están apenas aludidos, como en un off distante.
Pero hay otra cosa que Rancho no hace y es extraer a la fuerza una enseñanza o un comentario esperanzador. Cada documentalista filma lo que quiere, pero los que se proponen comprender algo de su tema, arribar a alguna forma de entendimiento, siempre necesariamente parcial, incompleto, no deben tomar distancia solamente de la sordidez exagerada sino también de la demagogia bien pensante. Una y otra indican ideas preexistentes que los directores tienen de su objeto y suponen alguna forma de manoseo. No sabemos qué piensa Speroni, pero sí qué dice Rancho. La película se inmiscuye con una familiaridad extraordinaria en escenas de intimidad y muestra los intercambios que allí se producen: confesiones, arrepentimientos, recuerdos. Speroni no somete sus hallazgos a ninguna explicación sociológica: cuando uno de los reos cuenta ante una psicóloga cómo fue que su madre y su hermano murieron baleados en un ajuste de cuentas, allí no hay conmiseración ni comentario, las palabras quedan vibrando en el cuartito donde se realiza la consulta, la tensión no se licúa mediante algún artificio narrativo sino que permanece allí, como suspendida en la imagen. El método de Speroni arroja momentos de una ambigüedad impresionante, como cuando uno de los protagonistas narra que se vengó de alguien que lo estafó golpeándolo, quemándolo con cigarrillos y orinándolo delante de otros. El relato de la humillación se da en medio de un clima de algarabía general, los testigos festejan y piden detalles, Iván (que es el que cuenta) se agranda y vuelves sobre los detalles más terribles del tormento. La incomodidad que produce la escena no proviene tanto de lo contado como de la aleación de las risas y la brutalidad del hecho. La película se abstiene de comentar, no condena ni valida, tampoco explica, simplemente se queda ahí y mira, registra, trata de facilitar algún salvoconducto para el acceso a la realidad de esos hombres. La comprensión, o algo cercano a eso, se juega en los intersticios en los que la película registra sin calcular, sin especular con los beneficios del amarillismo, la condena o el progresismo. El cine alguna vez fue esto también, un salto sin red.
© Diego Maté, 2021 | @diegomateyo
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