Kill me, Kilmer
Es hijo de Gladys Kilmer y Eugene Kilmer. Nace el 31 de diciembre de 1959 en Los Angeles, California. Comienza a ser popular tras una obra que representa en Broadway, junto a Kevin Bacon y Sean Penn. Ya en el cine, se destaca en películas como Súper secreto (1984), Top Gun (1986), The Doors (1991), Batman Forever (1995) de Joel Schumacher, entre otras. En 1988 se casa con la actriz Joanne Whalley, de quien terminaría divorciándose en 1996. Con Joanne comparte créditos en Willow (1988) y Kill Me Again (1989). Tienen dos hijos.
Sé que hay cosas peores, pero a mí me gusta Val Kilmer. Cualquier videoclub merece tener entre sus estanterías las películas con Val Kilmer, sobre todo las de aquellos años en los que se perfilaba como un actor para coleccionar en álbum, y no como una estrella como la que es hoy, que surfea entre los caprichos de una diva (dije bien: diva, y no divo, porque sumamos el componente femenino de histeria a su elemento masculino de obsesión y mal talante) y la repetición de gestos de gato que nos vende por liebre, agotada ya su munición o necesitado de un timonazo a sotavento.
Val Kilmer, no sé si se acuerdan.
El que fue Iceman Kasanski, el rubio rival del rudo pero no rústico Tom Cruise, piloto acicalado para la tensión homoerótica de Top Gun, que gambeteó la crítica de los diarios y las revistas pero no se le escapó a ese Gran Hermano del cine que lo ve todo y las ve a todas, Quentin Tarantino, cuyas palabras y teoría acataremos aquí a rajatabla de surf music.
Que fue un facsímil de Jim Morrison que nadie cuestionó (los sobrevivientes de la banda decían que les costaba distinguir la voz real de su ex compañero de la del Morrison by Kilmer, que era igual de barítono), el líder de The Doors en The Doors, en versión Stone, por Oliver no por stoned, que en dialecto slang quiere decir drogado hasta las patillas, tan drogado como el real Morrison lector de Huxley y el real Stone, que verdaderamente fue un soldado stoned full time en plena selva vietnamita, con un solo objetivo entre ceja y ceja, que era el de volver muy rápido a casa para exorcizar su experiencia en una película llamada Pelotón.
Ese Kilmer, digo, el mismo Kilmer que fue otra leyenda de la pelvis imán de féminas, un Elvismentor, fuera de foco y dentro de una fantasía (era la viva imagen que idolatraba Christian Slater, cuyo personaje confiesa: “no soy gay, pero si me tengo que dejar coger por un hombre, será por Elvis Presley”, y Elvis se le aparece en el baño y le recomienda ir hasta lo del proxeneta y dispararle a la cara, tumbarlo como a un perro, tras lo cual se despide con un “Clarence, me gustás. Siempre me gustaste. Siempre me gustarás.”) en Escape salvaje, cuyo título en inglés me gusta más, True Romance (y hasta el español: Amor a quemarropa), flor de trabajo escrito por Tarantino cuando era un chico de nombre Quentin.
Ese Kilmer que fue un Bruce Wayne y hombremurciélago en dualidad psycho en un Batman que mejor olvidar Forever porque su actuación aquí, año 1995, es más dura que el traje mismo de súper látex que cosió la mamá sobreprotectora de Joel Schumacher y que Kilmer se calzó con un modisto que asesoró los pezones sado del diseño ad hoc, aunque el mismísimo Bob Kane, sagrado creador del héroe con alas que no vuela (el reverso de Superman), dijo que Kilmer fue el mejor Batman.
Sí, Kilmer, el mismo Kilmer que de la erección de pezones pasó a la detención de leones en Garras, donde se salva de casualidad de morir fileteado por un león que se ceba con la sangre de los nativos y la sangre de Michael Douglas, cazador experto en felinos tamaño natural.
Este cazador de Kilmer es parecido a su cantante de rock Nick Rivers, que deriva en blondo héroe de guerra muy a su pesar, en la que fue su pérdida de virginidad cinematográfica, que aceptó para remediar el error de haberle dicho no a Francis Ford Coppola para actuar en Los marginados: Súper secreto, en realidad Top Secret!, comedia de “ZAZ”, trío integrado por la extinta yunta de guionistasdirectores Jerry Zucker, Jim Abrahams y David Zucker, que durante todos los ochenta, hasta sus fines, colocaba una comedia cada dos años y nosotros, consecuentes, nunca pudimos parar de reír, como reímos con ese Kilmer que emerge seco de un torrente de agua, descubierto en flagrante delito de discontinuidad y en contoneo cual Elvis de imitación antes de ser un Elvis imaginado.
El mismo Kilmer que fue un pobre tipo en picada hacia los infiernos por largarse solo a buscar un paliativo contra el dolor que le ocasiona la muerte de su esposa asesinada, y ese calmante consiste, mala idea, en buscarle camorra a los verdugos en Venganza amarga, donde la sobrepoblación de tatuajes que cubre su espalda le permite traficar mentiras de incógnito entre la gentuza que lo dejó viudo en semejante historia de crímenes, crímenes como los de La muerte golpea dos veces, policial negroide de un especialista en neo noir –John Dahl– y con otro título original que sugestiona no como el castellano, que no tiene sabor y menos inventiva: Kill Me Again, en el Michael Madsen fue un perro antes de la calle Quentin, esquina Tarantino, que como novio despechado de Joanne Whalley-Kilmer daba escalofríos de verlo entrar al despacho del loser de Kilmer, un pocamontas metido hasta el codo en negociados con plata ajena, muerto de calentura por la mina que hacía la Whalley-Kilmer en esta producción Clase B.
No tan Clase B como la posterior Tombstone, hasta el momento última narración de los hecho acaecidos en O.K. Corral, potrero servido al mito donde se mataron a tiros los Earp (la ley y el orden) contra los Clanton (el desorden), hechos que fueron llevados al cine por dos Johnes, John Ford (La pasión de los fuertes) y John Sturges (Duelo de titanes), ambas a añosluz de la de Kilmer, que coordinó, y digo bien, coordinó, porque ese reparto que tenía Tombstone (Val Kilmer + Kurt Russell + Sam Elliott + Charlton Heston) se dirigió solo, aunque el Doc Holliday que Kilmer compuso con tuberculosa convicción, tapado sobre los hombros, pistolas a los costados, con una chica que suplica y un amigo que le pide una mano, y el resultado de ser el mejor Holliday después de Victor Mature y Kirk Douglas, un pistolero que, aunque se muere por enfermo, elige morir por las balas.
Casi como su pistolero moderno de Fuego contra fuego, donde Kilmer, aunque ve que las tres horas de película son al servicio del duelo ítaloamericano del siglo, Al Pacino vs. Robert De Niro, y que el resto acompaña nomás, se sube al barco y navega igual, porque, pensó Kilmer, qué importa ser un segundo de estos tipos si voy a aprender más con este rol secundario que en toda mi carrera como protagonista, como lo demostró en La isla del Dr. Moreau, en la que Kilmer empuña armas de nuevo pero como cazador a sueldo del propio doctor en la versión de Marlon Brando y John Frankenheimer, salvada del hundimiento por el sinsentido del ridículo que aqueja al mejor actor del mundo, porque lo que es Kilmer, se pasa la película ensimismado en su voladura de fumador de crack, aunque de igual lo festejamos, porque eligió inmejorablemente a sus camaradas de reparto (Brando, Pacino, De Niro: ¡tres Corleone por el precio de dos películas!) demostrando cierta humildad al exponerse al escarnio público a fuerza de comparación (“Sí, el pibe Kilmer está bien, pero al lado de Pacino y De Niro…”) , que si ocurrió no importa porque nosotros lo festejamos, de vuelta y en la misma película, justamente por eso, porque fue un mequetrefe malcriado a quien Frankenheimer odió de por vida, porque Kilmer hizo lo que se le dio la gana, aunque, sépanlo, juraría que no es su culpa, ¡pero si tenía al principal profesor de Caprichos en el set a su lado!, si lo tenía a Brando cómo no va a asimilar un poco.
Lo suficiente para volver loco a medio mundo, tiempo después, en el rodaje de El santo, cuyo Simon Templar fue, en formato de camaleón, sus despedida de los protagonismos al servicio de su majestad el blockbuster (llegó a cobrar 7 millones de cachet y demolió a la producción porque la película no fue ni fu ni fa) hasta nuevo aviso, porque A primera vista, donde tenía la mala suerte de ser ciego justo cuando se le enamora la escultura de Mira Sorvino (tenerla ahí, en pelotas, y no poder verla) y Planeta rojo, cuyo astronauta acabó con el apogeo del astro Kilmer, tienen la forma y el fondo de un derrota que hizo ruido de desmoronamiento en la taquilla y que dejaron a Kilmer a la espera de los designios de la industria de cine, porque, la verdad, ofrecimientos y películas no le faltaron al ex compañero de colegio Kevin Spacey (el asesino perfecto de Los sospechosos de siempre y el asesino en serie de Seven fue quien le sugirió a Kilmer que se dedicara profesionalmente a la actuación) para agregar ceros a la derecha en su chequera o recuperar un par de bolsas de prestigio perdidas como lastre en el camino.
Si hasta incluso fue un erecto drogadicto de ficción, John Holmes en el policial basado en hechos reales Wonderland, película que, al revés de todas las antes mencionadas (salvo Venganza amarga, que por algo tiene ese gusto: pasó derecho a video), es lo último que hemos visto en cines de nuestra ex rubia debilidad. Su mímesis con la megaestrella (mega en más de un sentido: tenía 30 cm de pene penetrador: un facón cárneo) del cine condicionado (Kilmer confesó haberse preparado con la visión de cientos de películas triple X, en dudosa entrega profesional) nos infla de esperanza y deja con las ganas de un definitivamente restaurado Kilmer.
Val Kilmer, no sé si se acuerdan.
© Miguel Peirotti, 2021 | @MPeirotti
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