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61° Festival de San Sebastián – Jornada N°2: Pelo Malo / Le Weekend / Like Father, Like Son

61° Festival de San Sebastián – Jornada N°2: Pelo Malo / Le Weekend / Like Father, Like Son

Cobertura exclusiva
desde San Sebastián por David Garrido Bazán

En ocasiones ver una
película en un festival se convierte en una especie de fotografía de su país de
procedencia, lo cual está muy bien si el país en cuestión no te resulta
familiar o si atraviesa por un momento particularmente convulso que hace interesante
la reflexión que haga su director. Pelo
Malo
, la tercera película de la venezolana Mariana Rondón, responde a la
perfección a esa descripción. La historia que cuenta, la de un niño de nueve
años de extracción muy humilde cuya obsesión por alisarse su encrespado y
rebelde es solo una de las señales de una homosexualidad latente muy temida por
su madre en un país tan homófobo, puede que no resulte especialmente original.
Pero el fondo de la misma, ese escenario donde se desarrolla, sirve para hacer
una fotografía de la Venezuela bolivariana del entonces ya enfermo Chávez, un
escenario donde la diferencia de clases sigue latente por más proclamas de
igualdad y poder popular que se escuchen en las calles, donde los niños se
acostumbran a tirarse al suelo del apartamento cuando escuchan las balas a su
alrededor, donde ser diferente conlleva la marginación y el rechazo social de
manera casi automática y donde los pobres siguen peleando con las armas que
tienen para procurar a sus hijos no ya un futuro, sino un digno presente.

La historia, como
digo, no resulta particularmente novedosa. La madre, una superviviente nata y
dura, ve en su retoño esas señales quizás prematuras pero inequívocas y lucha
contra ello. El chico, responsable y consciente, intenta conciliar sus deseos
con aquello que se espera de él mientras aprende en la universidad de la vida.
Su abuela quiere evitarle el destino trágico de su padre apartándole de la
violencia por el método de estimular lo que sabe existente, aunque eso la lleve
al enfrentamiento con su nuera. Y a su alrededor, en esos edificios de gente
hacinada y escasa de recursos, se va creando esa imagen de Venezuela que
imagino que no hará demasiada gracias a sus actuales dirigentes. Pero la excusa
argumental de la película es demasiado liviana, se hace reiterativa y si a eso
le sumamos que visualmente tampoco es que resulte nada original, acaba por
revelarse insuficiente para evitar el tedio, por más que las interpretaciones
del chaval Samuel Lunge y Samantha Castillo sean estupendas. Pelo Malo se configura así como una de
esas películas “de festivales” que genera la sensación que no ha sabido
explorar bien sus posibilidades quedándose en ese molesto terreno de la indiferencia.
Ni resulta especialmente memorable ni tampoco es muy atacable porque es una
propuesta de lo más correcta. Pero la corrección no es un valor en alza en los
festivales de cine.


En un festival puedes
enfadarte porque sí con una película que, a priori, debería tener los
suficientes atractivos como para gustarte pero que, ya sea porque te pilla en
un mal momento o porque simplemente no cumple tus expectativas, puede caerte
francamente mal. Fue mi caso con Le
Weekend
, la segunda a concurso de hoy. Dirigida por Roger Mitchell con
guión de Hanif Kureishi y protagonizada por dos pesos pesados como son Jim
Broadbent y Lindsay Duncan, Le Weekend
narra la historia de la escapada a Paris de uno de estos matrimonios de tan tan
largo recorrido que están al borde del precipicio tras décadas de convivencia,
de soportarse, de odiarse y quererse como solo pueden hacerlo los que llevan
toda una vida juntos. La película arranca con cierta gracia, ya que el director
de Venus se mueve en terreno conocido: diálogos afilados, química innegable, guerra
de pullas curtidas en miles de sobreentendidos, choque frontal de caracteres e
inevitable crisis ante el paso del tiempo, la desilusión y la amargura del que
quiere reverdecer laureles o simplemente sentir de nuevo la vieja llama.

Sin embargo, pese a
que Le Weekend no carece de
atractivos y desprende cierta lucidez en su reflexión sobre el ocaso del amor,
hay algo en ella de formulario, de ya sabido, que la hace tan previsible que
uno puede anticipar todo lo que en ella va a ocurrir. Y aunque Broadbent y
Duncan mantienen muy alto el listón interpretativo – al contrario que un Jeff
Goldblum pasadísimo de rosca que interpreta a un fatuo escritor pagado de sí
mismo que actúa como catalizador de la acción en ciertos momentos – tengo la
sensación de estar asistiendo a algo ya visto muchas veces antes y mucho mejor
contado. Me salgo de la propuesta con la misma facilidad con la que el
personaje de ella cambia de idea a lo largo del metraje sobre el futuro de ese
matrimonio y ni los guiños cinéfilos consiguen cambiar el rumbo de una película
que sin duda se ve con agrado – es una seria candidata a Premio del Público –
pero que a un servidor le provoca, y ya van dos seguidas hoy, una notable
indiferencia.


Menos mal que la
jornada la cerramos con una de esas Perlas de Otros Festivales que siempre
pueden arreglarte el día. Sobre todo porque era jugar sobre seguro: cuatro
veces van ya con ésta que el japonés Hirokazu Kore Eda pasa por Donosti – debió
ganar la Concha de Oro al menos dos veces: con Still Walking que se fue de vacío de forma incomprensible y con
Kiseki, que ganó Mejor Guión – y la gente es tan consciente de eso que cada vez
que el amable director aparece para presentar una película la ovación y el
cariño del público resultan abrumadores. Si encima no tiene la presión de
concursar, pues mejor que mejor. Like
Father, Like Son
es una más de sus películas con niños de por medio. En
este caso niños intercambiados al nacer en un hospital cuyos padres son
informados del fallo cuando ya tienen cinco años, dejando a su arbitrio la
decisión de volvérselos a cambiar cual cromos o quedarse como están. O sea, una
reflexión en toda regla sobre si la paternidad es una condición innata por
sangre o es algo adquirido por la crianza de la criatura en cuestión. O ambas
cosas. La película contiene todas las claves reconocibles del cine de Kore Eda:
pulcritud en la dirección, tempo pausado, encuadres milimétricos, esplendidas
interpretaciones – sobre todo de las dos últimas adquisiciones de ese criadero
de niños maravillosos que debe tener por ahí escondido en algún rincón remoto
de Japón cuya existencia todos sospechamos – y emociones soterradas pero a flor
de piel que surgen primorosas arrasando con todo cuando uno menos se lo espera
hasta dejar al espectador al borde de la lágrima. O directamente llorando en
una de esas lloreras buenas con las que uno se queda tan a gusto. Puede que sea
algo más plana que otras joyas anteriores suyas, pero hasta una película menor
de Kore Eda resulta mucho más estimulante que la mayor parte de las películas
que veremos en Donosti. Y a poco que uno sea padre o tenga ciertos conflictos
no resueltos con el suyo, verá como esta película también le araña el corazón
un poco.

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