Resoplando, así es como presenta Albert Serra a uno de los protagonistas de su nueva película, su primer documental, estrictamente hablando. Tardes de soledad se inicia con la imagen de un toro en la dehesa, resoplando, como también vemos al otro protagonista, esta vez individualizado, el torero peruano Andrés Roca Rey, que regresa en su minivan con su cuadrilla de una corrida que, aparentemente, no ha salido como esperaban. El torero resopla y suda, su traje de luces está manchado de sangre y el miedo se trasluce en todos lo rostros. Porque Tardes de soledad es una película sobre el miedo, sobre un espectáculo ancestral que parte del mito del hombre enfrentándose al animal, se supone que en igualdad de condiciones y luchando por su vida. Sí, los toreros se juegan la vida en cada corrida y algunos mueren, porque de alguna forma se ha de alimentar la leyenda, pero la verdad es que el que muere siempre es el toro. O seis toros en cada corrida. Y si Serra ha filmado 13 o 14 corridas para su película, pues calculen, entre 78 y 84 toros. Todo ello tras un ritual en el que el toro es picado, banderillado y finalmente estocado hasta que encuentra la muerte. Y nada de este ritual de la muerte es escamoteado por parte de una película que, afirma Serra, no se posiciona ni contra ni a favor de la tauromaquia. Posiblemente ese haya sido su punto de partida y ese equilibrio permanezca en la película, pero en mi opinión es muy difícil ver Tardes de soledad, su resultado final a partir de decisiones de montaje, como algo distinto a una película antitaurina.
Esa escena de la minivan que lleva al torero y a su cuadrilla (picador y banderilleros) camino de la plaza de toros o de vuelta de la misma se repetirá en numerosas ocasiones, como interludios de las escenas de las corridas. Filmadas con una cámara fija justo delante de Roca Rey, estas escenas recogen principalmente los comentarios, en su mayoría aduladores de los miembros de la cuadrilla hacia su jefe, glosando “sus cojones”, elogiando su toreo, los riesgos que ha asumido o que, simplemente, no hay otro como él. Comentarios que se repiten una y otra vez también en la plaza, como si los integrantes de la cuadrilla no fuesen otra cosa que los bufones del rey. Y sí, el único rey en esta película es Roca Rey, que recibe toda esta adulación con naturalidad, como si no pudiese esperarse otra cosa del más grande torero de la actualidad, el número 1 indiscutible. Un Rey-Dios al que podemos imaginar en un futuro lejano muriendo en su lecho rodeado de su séquito, cual Luis XIV.
Estas escenas no son solo importantes por lo que nos cuentan de las relaciones entre los miembros del grupo, sino también por cómo definen la estructura de la película, articulada en torno a estos planos fijos en los que la minivan recorre Madrid, Sevilla, Santander o Bilbao, en cuyas plazas de toros se ha filmado la película y cuyos exteriores apenas se vislumbran por las ventanillas. Salimos de ese ambiente opresivo del coche, en el que muchas veces se palpa el miedo por lo que va a venir o el terror que ninguno de ellos se ha conseguido sacar de encima, para enfrentarnos a lo que sucede en la plaza de toros, filmado siempre con planos muy cortos (habitualmente con teleobjetivo), pues esta es una película (de terror, sí) que no te deja respirar, en la que, como el toro y el torero que se enfrentan en el ruedo, no tienes más remedio que resoplar.
Justo aquí radica la grandeza de Tardes de soledad, por la forma en la que filma el toreo, esto es, por lo que filma y por lo que deja fuera de campo. Porque si hay algo que no vemos es precisamente el espectáculo, sus graderíos con el público (al que sí escuchamos ocasionalmente, ya que el sonido ambiente siempre está muy bajo pues el plano sonoro prioriza los inalámbricos de los toreros), los planos generales del ruedo, incluso la propia dinámica de la corrida, por más que si se respete su cronología (el tercio de varas, el de banderillas y el de la muerte del toro), aunque muchos de estas partes son elididas en el montaje. Realmente esta es una película que puede llevar a una cierta confusión a alguien que no conozca el toreo, por más que esto importe muy poco: ese carácter abstracto está subrayado por la misma estructura, por el modo de filmar y por un cromatismo en el que abundan los rojos, de los capotes o la muleta, del traje de luces y, ante todo, de la sangre (hay un momento en el que un capote tapa todo el encuadre como si se tratase de un Rothko).
Serra y sus tres operadores ruedan entonces despreciando cualquier norma (no) escrita sobre cómo filmar el toreo, dejando de lado su iconografía más característica. Lo que aquí importa son los cuerpos, fundamentalmente el de el toro y el del torero, ese contraste entre ambos, pero también la coreografía que se establece entre los dos. Y quizás este el aspecto que más puede interesar a los protaurinos, esa cercanía entre los dos y con la cámara, que es lo que realza la valentía (o los cojones) de Roca Rey, jugándose la vida en cada lance, con su expresión muchas veces perdida, sintiendo el miedo y resoplando, por más que su cuadrilla no pare un solo momento de adularle mientras insultan (?) al toro, ese enemigo al que hay matar si no quieres que te mate (en la película hay dos “cogidas” que te ponen los pelos de punta, eso sí).
Sin embargo, creo que es difícil defender esta película desde esa perspectiva. Serra puede haber partido de una posición muy ambigua o imparcial, pero su montaje, lo que vemos en pantalla, creo que nos dice otra cosa. Si no me fallan las cuentas, en Tardes de soledad vemos morir a ocho toros (hay más corridas, pero que no vemos hasta el final) y cuando digo “morir” me refiero que los vemos agonizar mientras los arrastran fuera del ruedo (hay un momento espectacular en los que los miembros de la cuadrilla piden que se tape con arena la sangre del toro, “no les vaya a contaminar”). Por contra, solo vemos cuatro veces cómo Roca Rey da la estocada final, el momento cumbre al que se dirige toda la suerte del toreo en la que se trata de hacer desfallecer al toro (desangrándolo) para que se enfrente manso a su muerte. Cuatro momentos de gloria para el torero, al que se le escamotean al menos otros cuatro para evidenciar en su lugar el sufrimiento del animal. No solo eso, la propia perspectiva a la hora de filmar la estocada rehuye la iconografía característica de este momento, el plano lateral que subraya el movimiento en arco del estoque salvando la cabeza del toro. Al contrario, Serra lo filma desde atrás del torero, para que la estocada se vea cómo penetra en el cuerpo del animal, un gesto que reduce al torero a la figura de un mero matarife, solo que un poco más refinado.
Hay otra escena gloriosa en Tardes de soledad que cuestiona también la masculinidad exacerbada del torero (sus cojones, otra vez). Se trata de una secuencia rodada en el Hotel Ritz en la que vemos a Roca Rey vestirse, primero con una especie de panties que enfundan su cuerpo depilado (sin más ropa interior), justo antes de que un ayudante le ponga el traje de luces. El collar que lleva el torero, el traje de luces, su cuerpo de efebo, la decoración de espejos y dorados de la habitación, parece toda una impugnación de esos cojones que una y otra vez se están magnificando por parte de la cuadrilla o el público de las corridas, un mundo que se parapeta tras una tradición pero que no es más que, por suerte, el resabio de una cultura en extinción.
(Francia, Portugal, España, 2024)
Guion, dirección: Albert Serra. Elenco: Antonio Chacón, Francisco Gómez, Andrés Roca Rey. Duración: 125 minutos.