Una melodía de Schubert, los dedos de un niño que simulan tocar el piano sobre unas teclas dibujadas en una pierna escayolada. Una familia viaja en coche, el niño y el padre con la pierna escayolada, detrás; delante, la madre y, conduciendo, el hermano mayor. No tenemos clara la razón de viaje, aunque se insinúe que se dirigen a la boda del hermano mayor. Hay cierta tensión entre los ocupantes: un coche que los puede estar siguiendo, un móvil que hay que enterrar al borde de la carretera, otro móvil que el padre esconde al resto de la familia… Todo esto se intuye como un trasfondo preocupante, sin embargo lo que más nos llama la atención en las primeras escenas de Hit the Road, primer largometraje de Panah Panahi (en la Quincena de los Realizadores), es la figura del niño, muy revoltoso, desafiando siempre a sus padres, sin parar de reír o de cantar con el resto de la familia las canciones que suenan en la radio del coche. Los paisajes que atraviesan se van haciendo cada vez más abruptos y las colinas con senderos que las atraviesan nos recuerdan las carreteras de Abbas Kiarostami, como también ese viaje en coche o algunos planos secuencia realmente notables. Panah Panahi puede ser hijo de Jafar Panahi, pero su cine prefiere saltarse a los intermediarios. El tono se va ensombreciendo, inevitablemente, sobre todo cuando se va definiendo el objetivo del viaje (la palabra fianza, que escuchamos de forma casi subrepticia) y más que una boda se intuye una separación, tan peligrosa como potencialmente larga. El secretismo no es una estrategia narrativa, simplemente es algo que se debe guardar para no despertar sospechas y, sobre todo, para que el niño no se vaya de la lengua. Hit the Road evidencia alguna que otra duda con un final que se dilata en exceso, como buscando una clausura a la altura del trayecto anterior, el de una película capaz de aunar un cierto rigor formal con una dosificación progresiva de la emoción.
A este respecto, el papel del niño es esencial. Sin él esta sería una película de silencios, de un soterrado dramatismo. Su contrapunto pone en primer plano el humor y el mayor logro de la película de Panahi es el equilibrio tonal entre esos dos planos. Lo pensaba viendo una película francesa en Competición, La fracture, de Catherine Corsini, que se desarrolla casi en su totalidad en un servicio de urgencias de un hospital parisino. Allí confluyen múltiples personajes, la mayoría de ellos “chalecos amarillos” heridos en un enfrentamiento con la policía. Pero también Raf, un personaje que interpreta una Valeria Bruni Tedeschi incontrolada, que no solo está a punto de separarse de su mujer, sino que se acaba de romper un brazo. Ella debería de ser el contrapunto humorístico a una crítica a la precariedad a la que se ha visto abocado el sistema de salud francés, también a la represión de las fuerzas policiales y al silencio de Macron. La fractura, la de Raf, pero también la de la sociedad francesa, nunca encuentra ese equilibrio que le hubiese permitido combinar el humor con la crítica política. En última instancia, hasta esta crítica se ve diluida por su insistencia en quedar bien con cualquier estamento de la sociedad francesa: los chalecos amarillos son buenos, el personal sanitario es bueno, Raf puede hacerle la vida insoportable a su pareja, pero en el fondo tiene buen corazón y hasta acabamos teniendo un policía al que se le concede la oportunidad de mostrar su lado humano.
Where is Anna Frank?, la nueva animación de Ari Folman, solventa estos peligros al proponer una fábula en la que lo complejo se da la mano de lo sencillo. Esta sencillez deriva de la propia técnica de animación y de ser una película orientada a un público infantil y juvenil; nada que ver por lo tanto con sus proyectos anteriores, Waltz with Bashir y The Congress. Lo complejo emana de la pirueta narrativa que nos propone: contar de nuevo la historia de Anna Frank, pero ahora a través de Kitty, la amiga imaginaria a la que Anna se dirigía en su Diario. Kitty cobra vida en la actualidad y descubre el legado de su amiga en Amsterdam, también cual fue su trágico destino final: una ciudad que lleva su nombre en lugares y distintas instituciones (un puente, un hospital, un colegio, su Museo, por supuesto), espacios que recorre antes de emprender un viaje hasta Bergen-Belsen, el campo de concentración en el que murieron las hermanas Frank. Pero Kitty reclama que el legado de Anna Frank debería ser otro y ahí entra todo un discurso en torno a los refugiados que, en una película de imagen real y dirigida al público adulto, resultaría un tanto ingenuo. Pero estamos ante una animación para jóvenes y en este ámbito ninguna invocación a la utopía puede ser censurado.
El día termina con otra película que vincula a padres e hijos, en este caso al director Sean Penn y su hija Dylan Penn. Sean Penn es el cineasta más influyente del último lustro en Cannes. El estruendoso fracaso de The Last Face, masacrada durante e inmediatamente después de su pase de prensa en 2016, motivó un cambio en la política de programación del festival, retrasando y desactivando los pases para los periodistas con el fin de salvaguardar los pases de gala. Con Flag Day, de nuevo en Competencia, al menos habrán evitado aquel bochorno. Si la película es más salvable es simplemente porque se mueve en un terreno más cercano, nada que ver con aquellos cooperantes en África de su película anterior. Solo que esta relación entre un padre y una hija que intenta huir de una familia disfuncional acaba por resultar, si no tan ridícula, sí totalmente inverosímil (y eso que se trata de una historia real), con unos saltos cronológicos que no se ajustan a la edad de los personajes o con un montaje que parece haber sufrido una poda considerable, como si a Penn se le hubiese dado por imitar a Terrence Malick (del que, por otro lado, Badlands parece el referente más inmediato), de tal modo que, entre una y otra secuencia de montaje que se suceden caprichosamente, los personajes no llegan nunca a crecer y quedan reducidos a meros estereotipos.
© Jaime Pena, 2021 | @jj_pena
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