Nosferatu, El Vampiro de la Noche
Homenaje Devoto y Recreación Genial
¿Cómo lo hace? ¿Cómo logra Herzog que frente a su obra empecemos a sentirnos como si estuviéramos en un carro romano tirado por un león desquiciado? ¿Cómo consigue que lo salvaje se meta en nuestro cuerpo de una manera tan brutal que, al terminar cualquiera de sus películas, nuestra naturaleza no pueda quedar menos que perturbada? La respuesta es imposible, está ya en terreno de lo mágico, en terreno nocturno, en el mismo terreno brumoso e infernal que consigue crear en Nosferatu, el vampiro de la noche.
Rodada en Wismar, República Federal Alemana, estrenada en 1978 con fotografía de Jörg Schmidt-Reitwein, diseño de producción de Henning von Gierke y protagonizada por Kinski, la película es un homenaje visceral a la Nosferatu de Murnau, la joya expresionista de la década del veinte que, para algunos, jamás ha sido superada. Sorprendentemente, Herzog consigue en este film, homenajear a su predecesora y, a la vez, accede a nuevos climas románticos, nihilistas, reflexivos y profundamente bellos.
Herzog hace algunos cambios en la línea argumental e introduce nuevos elementos que contribuyen a la creación sin fallas de una atmósfera onírica, en extremo atemorizante, muy melancólica y angustiosa.
Los personajes de Lucy y Mina, se transforman en uno solo, encarnado por la blanquísima Isabelle Adjani, que le da vida a Lucy Harker, la mujer que descubre el origen de la tragedia que azota a Wismar. El doctor Van Hellsing queda en un segundo plano, oficiando del médico de la ciudad que descree de las premoniciones de Lucy.
La Plaga, epidemia que viene a acompañar la llegada de Drácula y que, en principio, parece otorgarle una razón natural a la gran cantidad de muertes, además de emparentar al vampirismo con la idea de enfermedad. Este elemento, se vuelve brillante a la hora de la realización de escenas catastróficas, plagadas de ratas y de mugre, contrastadas fuertemente con banquetes siniestros al aire libre, que provocan tanto asco como miedo.
Finalmente, la conversión de Jonathan Harker, un hombre que termina volviéndose la nueva encarnación del mal que trató de combatir y le da así una especie de tono circular a la historia, que consigue alcanzar la idea de lo infinito.
Las primeras tomas de la secuencia de títulos, en las catacumbas, con planos cortos de los cadáveres espantosos y cámara en mano seguida del vuelo del murciélago, lento y amenazante (digno de Animal Planet) parece adelantar una narrativa de estilo casi documental. Pero el plano siguiente de Lucy despertando aterrorizada, en su blanco camisón, con la luz dura y puntual iluminándole el rostro y los ojos fuertemente maquillados desencajados, afirma la idea de que el lenguaje visual será mucho más complejo y exquisito.
Expresionismo, barroco, romanticismo, gótico, documentalismo… Parece la propuesta afiebrada de un artista esquizofrénico y, sin embargo, lo logra.
Claroscuros rembrandtianos, que incluyen un claro homenaje a “La lección de anatomía” del genial pintor holandés, en contrapunto con las luces blandas, parejas y neblinosas de las escenas costeras y la blancura de los interiores en la casa de los Harker en los momentos de pacífica felicidad. La relación entre Lucy y Jonathan es siempre dulce, melancólica. La luz y los colores los acompañan de manera profundamente romántica, volviéndolos angelicales, tristes, puros, incorruptibles.
El viaje de Jonathan rumbo al castillo del conde a pie, después de que los gitanos le negaran sus caballos, se vuelve una secuencia del más puro Herzog. La cámara se mueve, la luz natural es aprovechada vorazmente, el personaje llega casi al límite de su capacidad física y es imposible no pensar en “Aguirre…”
Pero la película se nutre, mas que nada, del expresionismo. En algunos planos se puede incluso, soñar con “…Caligari”.
A medida que Jonathan se acerca a los dominios de Drácula, la influencia de la obra de Murnau, paulatinamente, se hace presente con sus luces y sus sombras de espanto.
El castillo con sus arcadas desproporcionadas, sus relojes de tamaño exagerado, la deformidad de los objetos (como la copa de cristal en la que el conde sirve el vino) las sombras proyectándose gigantes en las paredes y los techos y hasta el propio Drácula, con su semblante blanco cadavérico y su atavío negro razado, que recuerda al cuadro de Munch mas imitado de la historia.
El expresionismo se apodera, a partir de la aparición del vampiro, de la historia completa, modificando incluso el tono dramático de la composición de los personajes.
La gestual se agranda, el lenguaje corporal, sobre todo en las escenas de Adjani con Kinski, se transforma en algo emparentado con la ópera o el ballet. Una coreografía que remite directamente al cine mudo y sus códigos inconfundibles.
La factura visual por momentos se vuelve tan pura, que dan ganas de llorar. Existen dentro del relato, planos con tratamientos de la luz y el color dignos de obras maestras de la pintura occidental. La angustia y el clima opresivo que tienen estos planos generan una especie de melancolía trágica y de silencioso temor mortal, en un espectador que queda completamente cautivado.
Plano de Nosferatu, de Herzog.
“Mujer”de Franz von Stuck. Obra maestra expresionista.
Herzog homenajea a Murnau, duplicando varios planos y escenas de su película con devota minuciosidad. Pero la puesta de cámara de Herzog, con sus ritmos, su espacio contemplativo, la búsqueda permanente de una especie de espejo entre la imagen y el estado anímico de los personajes, sumado a la presencia horrorosa de la peste, vuelve a su
“Nosferatu el vampiro de la noche” una obra profunda, que aborda desde todos sus ángulos, los grandes temas de la existencia humana: la vida, la muerte, el bien, el mal, el amor y el sexo.
Murnau Herzog
El erotismo reinante en la escena de la muerte de Drácula es incendiario. Cuesta reconocer el hecho de que un ser horroroso y deforme, enfermizo y malvado llegue a provocar, con solo dos gestos, un inquietante cosquilleo irrefrenable. Kinski sube el camisón de su compañera y posa su mano izquierda en uno de sus senos. Toda la soledad, toda la necesidad imperiosa de intimidad, toda la fragilidad que anida en este personaje de las tinieblas, aparecen con implacable humanidad y conmueven tan profundamente que llegamos a entender esa especie de hipnosis que lleva al conde a su doloroso final. El hecho de no poder vivir sin ser amado, parece ser la idea que impulsa una escena vibrante de belleza pasmosa.
En el final, después de la muerte del conde y de Lucy, Jonathan le da la última vuelta de tuerca a la trama de Herzog, volviéndose vampiro. Ya con semblante monstruoso huye, fustigando a su caballo, enmarcado por un paisaje desértico que parece infinito.
El lenguaje visual de la película, su fotografía, su puesta de arte, la transforman en un gran lienzo móvil, texturado y vivo de gran complejidad conceptual. Herzog se yergue detrás de su obra como un pintor que desdobla su personalidad, multiplicando así los puntos de vista. La película parece pertenecer, cómodamente, a cada estilo con el que se aparea, pero crece de una manera tan coherente, pareja y contundente, que uno no puede más que asegurar que detrás de todo, solo hay una sola mente brillante.
Nosferatu, el vampiro de la noche, ganó el Oso de plata en Berlín y el German Film Award. Está, indudablemente, dentro de la lista de films de culto adorados tanto por la crítica como por el público.