El discreto encanto de la burguesía
Un Dios Salvaje hace recordar a Buñuel y a ¿Quién Le Teme a Virginia Woolf?: Personajes cuyas fachadas terminan derrumbándose por el hastío que se provocan entre sí. Polanski tomó la obra teatral de Yasmina Reza, que transcurre casi en tiempo real en el interior de un departamento neoyorquino (como todos sabemos, fue filmada en París debido al estatus de fugitivo que ostenta el director polaco), y apostó a un elenco tan elegante como experimentado. El tipo de encierro, característico de algunos de sus relatos previos (Cuchillo en el Agua, Repulsión, El Bebé de Rosemary, El Inquilino), adquiere aquí tintes de comedia negra.
John C. Reilly y Jodie Foster son Michael y Penélope. Él es un buenazo que vende artículos para el hogar; ella, una escritora liberal preocupada por los males del mundo. Al departamento del matrimonio cae otro matrimonio, compuesto por Alan (Cristoph Waltz) y Nancy (Kate Winslet). Él es un abogado frío, derechoso y misógino; ella, una temperamental agente de negocios. Tal encuentro, inimaginable en cualquier otra coyuntura, se produce con el fin de conversar sobre un hecho concreto, que un plano general en exterior se encarga de ilustrar al comienzo del film: El hijo de Alan y Nancy noqueó con un palo al hijo de Michael y Penélope. Hay que arreglar las cosas como sea, puesto que, en definitiva, todos somos humanos y civilizados.
A excepción de Winslet, cuyo personaje no dispone de mucho margen para lucirse, los roles encajan perfectamente con quienes los interpretan. Foster resulta tan irritable e irritante como su Penélope lo requiere. John C. Reilly, ese oso bueno que se convierte en gorila, también está a la altura de las circunstancias, aunque quien se lleva lo mejor -con la complicidad de Polanski- es Waltz, un actor nacido para interpretar villanos. El “dios salvaje” de Alan se impone siempre al dios políticamente correcto de Penélope, ocultándose bajo esos falsos modales burgueses que, de manera literal, terminan siendo vomitados y pisoteados.
Como ya se dijo, la claustrofobia no es ajena a otros films de Polanski, y Un Dios Salvaje intensifica esa premisa. El uso del cinemascope permite ubicar los personajes según la estructura de poder que se fragua en cada plano. Sobre la base de una configuración formal impecable, la obra de Reza es transpuesta con la maestría cinematográfica de los que saben.
Es imposible no sentirse atraído por la patética miseria a la que se confina este cuarteto. Allí donde todo se cae a pedazos coinciden su catarsis y la nuestra. Las alianzas, que en el curso de las acciones pasan de ser matrimoniales a ser genéricas, poco importan en el final, ya que, como reflexiona Michael, “nacemos solos y morimos solos”. Después de todo, quizá sea mejor así.