Para mi amiga Alicia, que también amaba “Mujercitas”.
Leí “Mujercitas” por primera vez, creo, a los diez u once años. A partir de allí, leí la novela y sus continuaciones ininterrumpidamente -quizá hasta los trece- una y otra vez. Había algo del universo que Louisa M. Alcott construye en su relato que me tenía absolutamente capturada y que me llamaba una y otra vez a pasar por sus páginas, aún sabiéndome de memoria cada uno de los episodios. Ahora a la distancia, creo recordar que tenía mis capítulos preferidos y a veces me permitía –como si de una falta se tratara– pasar directo a la lectura de esos momentos que me daban un profundo placer.
Quizá, la mejor forma de explicar esta sensación sea contando un secreto, algo absolutamente personal, algo que jamás le conté a nadie.
Por esa misma época vi por televisión el film Somewhere in Time (1980, Jeannot Szwarc). Christopher Reeve interpreta a un escritor teatral, Richard Collier, que vive en 1980 y se enamora, a través de una fotografía, de una actriz que vivió su época de esplendor en 1912. El film es, visto ahora y a la distancia, una especie de algodón de azúcar insoportable, aunque con algunas ideas que se pueden rescatar. Sobre todo, si miramos entre líneas, podríamos hasta arriesgar que James Cameron con su Titanic corrige casi todos los errores del film de 1980, reemplazando además el viejo hotel en donde se encuentran los personajes, por el famoso barco.
El film narra la desesperada obsesión del escritor por su amor imposible. En su busca para sortear los abismos del tiempo, descubre que puede viajar a 1912 gracias a los consejos de un “científico” quién le explica que en realidad la posibilidad de viajar en el tiempo es una cuestión de fe. Esta explicación es una de las situaciones más bellas del film. Así es que el escritor se encierra en la habitación del hotel en donde supone va a encontrar a la mujer, vestido adecuadamente para la época a la que quiere viajar, y despojado de todas aquellas cosas que remitan al presente. Recostado y con los ojos cerrados monta una especie de ritual, en donde casi como si fuera un rezo, se repite a si mismo que está en tal fecha de 1912… lo dice una y otra vez hasta que la fe se despierta en su alma. Pero esa es la historia de Somewhere in Time.
Ese deseo de existir en otro tiempo, y en otro lugar; esa fantasía de poder vivir en ese otro mundo tan anhelado, era el mismo que residía en mi alma cada vez que leía “Mujercitas”. Y entonces, en mi cabeza de niña de once años se iluminó la idea de que si repetía aquél ritual que el escritor Richard Collier realizaba en la película, quizá podría convertirme en Jo March, aunque sea por un rato.
Voy a confesar que una tarde silenciosa me encerré en mi habitación, y repetí como si fuera un mantra “soy Jo March, vivo en Concord en 1861”. Richard Collier viajó en el tiempo, y finalmente se encontró con su amada. Yo me refugié una vez más en la novela de Alcott porque entendí que el viaje en el tiempo, la forma de estar allí, la forma de ser Jo, era volver a leer esas páginas adoradas, eligiendo saltar de vez en cuando a esos capítulos que más me gustaban.
Abordar “Mujercitas” primeramente desde esta posibilidad de viajar en el tiempo no es casual, si pensamos que la novela completa y su continuación vuelven una y otra vez sobre la idea de pasaje. Dicen de “Mujercitas” que es una novela de maduración, y podríamos decir que es así. Si el viaje en el tiempo es una forma de pasaje para el personaje de aquél film y para esa niña que fui; entonces las mujercitas de la novela cumplen de alguna manera esa experiencia temporal, ese rito de pasaje, ya que comienzan siendo niñas y terminan siendo mujeres.
Esta idea de rito de pasaje está planteada desde el comienzo de la novela y se proyecta hacia el final. Un año transcurre desde el primer capítulo y hasta el último, desde la Navidad de 1861 –fechas aproximadas porque la autora nunca dice con precisión en que año transcurre– hasta la siguiente Navidad en 1862.
Esta unidad de tiempo que se enmarca entre una Navidad y otra, nos propone de por si una idea de pasaje. Si entendemos que la Navidad es un rito de nacimiento, de regeneración, si entendemos que en la repetición de la fiesta se encuentra ese momento de pasaje, entonces podemos comprender el tránsito de las cuatro hermanas a lo largo del relato.
Cada una de ellas tiene que confrontar a sus propios demonios. Demonios cotidianos, terrenos, concretos, pero también interiores. Esos demonios, claro está, no son seres con cuernos, sino personajes y circunstancias, sentimientos que las ponen a las chicas en situaciones que limitan con lo trágico. Es este límite el que las lleva paulatinamente a un estadio de sus almas que colabora con esa maduración, con ese pasaje. Esa confrontación, ese proceso de maduración se transforma gradualmente en rito y en símbolo.
La autora pone a sus protagonistas siguiendo la lectura de una novela “El progreso del peregrino” (1675) de John Bunyan, un pastor protestante inglés que a través de su novela terriblemente alegórica, recrea una moral puritana, consecuente con la sociedad liberal de la época.
Esta decisión es al menos problemática. Mientras que en la novela de Bunyan aparecen figuras literales y moralistas; Louisa M. Alcott ajusta cuentas con el autor volviendo a la alegoría moral puritana, mediante la forma novelística, de nuevo en algo simbólico. Es decir que las cuatro hermanas adquieren la forma de ese peregrino, pero mientras en la novela del inglés todo ocurre en un mundo arbitrariamente inventado, con demonios que se llaman, por ejemplo, “Desesperación” y “Dudas”, en “Mujercitas” tales emociones se ponen en escena mediante los conflictos de los personajes.
Más allá de este ajuste de cuentas, o de puesta en orden, lo fundamental es comprender que cada una de las pruebas que deben atravesar las hermanas March están ligadas a una forma de rito de iniciación, a una prueba que deben atravesar para confirmar cuál es su lugar en el mundo, y para qué están destinadas.
Una vez más vamos a recurrir al cine. Hay varias adaptaciones de “Mujercitas”; la más bella, quizá, sea la de George Cukor de 1933; aún con la exaltada actuación de Katharine Hepburn haciendo de Jo. Lo cierto es que en cada una de ellas hay un puñado de escenas ineludibles. Así tenemos el difícil tránsito de Amy por su escuela, con el malvado profesor que termina castigándola por unos caramelos; a Meg envidiando vestidos y anillos en un baile de la alta sociedad de Concord; a Beth cayendo mortalmente enferma; y a Jo encontrando su feminidad, tras vender su precioso pelo para ayudar monetariamente a la familia.
Volver a pasar por cada uno de estos momentos es parte de la lectura del libro. Son esas pruebas que atraviesan las hermanas las que nos invitan a habitar una y otra vez ese mundo, esa diégesis. Es por eso que necesitamos una y otra vez atravesar las pasiones de Meg, Jo, Beth y Amy, y una vez que las hermanas logran superarlas–cual pruebas de un héroe en tiempos míticos– entendemos que tanto ellas como sus lectores, realizamos ese rito de iniciación para alcanzar finalmente esa maduración, que no es solamente física y literal, sino además espiritual. Es que hablamos del estado del alma, que se renueva, que renace, para dejar de ser en parte niñas y empezar a ser mujeres.
Y si todas quisimos ser Jo y no otra, es porque es ella en primer lugar, o así lo parece, la que busca romper con esa estructura puritana en la que viven. Jo que quiere ser un muchacho, que dice que nunca se va a casar y que va a ser una solterona, descubre el verdadero amor –en la segunda parte conocida como “Señoritas”– de la mano de un profesor alemán, un poco mayor que ella. Gracias al profesor Bhaer, Jo descubre que lo femenino y lo masculino se complementan, no sólo por cuestiones fisiológicas, sino porque las almas también se buscan y se encuentran como compañeras. Es gracias a ese humilde profesor que Jo escribe su mejor libro, el que da el cierre quizá a la idea de rito de pasaje.
Es verdad que es Jo el personaje intenso, el apasionado, el que motoriza gran parte de las principales acciones de la novela. Sin embargo, es Beth la que realiza el tránsito más grande; porque su enfermedad la lleva a la muerte, y es ese pasaje–al que ella no teme– el que completa el entendimiento de Jo en relación al lugar que cada una ocupa en la trama. En este sentido vale la pena rescatar dos momentos muy bellos del film de Cukor: el primero es durante la enfermedad de Beth. Jo llena de tristeza y temor, se refugia en su altillo –el lugar sagrado en donde escribe– para rezar y pedirle a Dios que salve a su hermana. Beth se salva esta primera vez, pero luego su salud que ha quedado deteriorada la lleva indefectiblemente a la muerte.
Esto nos lleva al segundo momento. La muerte de Beth da lugar al reencuentro de las hermanas que han vivido separadas por varios meses. Jo feliz con el rencuentro, se aparta por un instante para hablar con Beth, y mirando hacia el cielo le muestra a su hermana que a pesar de todo están unidas nuevamente. Porque en definitiva las cuatro hermanas que fueron niñas y ahora son mujeres, saben que su fuerza existe gracias a que sus hermanas la acompañan. Saben que pueden ser buenas esposas, buenas madres, buenas maestras, buenas escritoras, porque estarán acompañadas siempre por esas otras tres.
Así, de lo personal a lo universal; de la aldea al mundo; de tiempo en tiempo; de Navidad en Navidad; de la literatura al cine; sabemos que gracias a “Mujercitas”, gracias a las cuatro hermanas March tenemos una guía, una forma de pasaje; un rito de iniciación que está dispuesto a comenzar cuando Jo diga “Navidad no será Navidad sin regalos…”.