COSAS QUE PASAN
En la película Van Gogh, de Maurice Pialat, el director francés reimagina al pintor como una persona mucho más centrada de lo que suele representársele. Sin regodearse en los episodios maníacos del artista ni en hechos conocidos como su automutilación, Pialat desarrolla una historia insólitamente tranquila donde Van Gogh pintando no es, para Pialat, más que Van Gogh pintando: una actividad artesanal que realiza mientras habla o lleva a cabo cualquier otra tarea cotidiana.
La visión de Van Gogh en Pialat siempre me pareció el reverso más contundente de Andrei Rublev, de Andrei Tarkovsky. En ambos casos se toman pintores geniales que crearon arte perdurable, pero, mientras que para Tarkovsky el gran arte surge de las vivencias, el contexto histórico y un fuerte misticismo, Pialat parece decir que el arte no tiene porque tener con ninguna cuestión mística, con una locura creadora, sino que puede venir de cualquier parte, incluso de gente que simplemente piensa que está haciendo un trabajo menor. Ruydard Kipling tenía una frase -la estoy sacando de contexto igual, pero no importa- que para mí define perfectamente ese tipo de espíritu impredecible del arte: “el arte sucede”.
Saturday Night parece estar más cerca de esta concepción de Pialat. Su relato no gira en torno a un pintor, sino al origen de Saturday Night Live, el programa de sketches que lleva 50 años al aire. Como saben -bah, creo que saben- SNL lleva ya cinco décadas de vida. A lo largo de esos 50 fue descubriendo una cantidad abrumadora de cómicos que han ido de mediocres a geniales, y generado sketches que ya son parte de la cultura popular estadounidense.
A diferencia de las pinturas de Rublev o van Gogh, esto no fue obra de un único artista, sino de muchas personas. No sólo artistas sino también productores, técnicos, organizadores de todo tipo y color. La película de Reitman quiere dejar en claro este espíritu extremadamente colectivo. Así es como junta cómicos excéntricos más o menos conscientes de su genialidad, otros más normales, con músicos, productores, personas que manejaban las cámaras, el sonido y hasta las personas que martillaban el suelo para hacer el decorado.
Además, estas creaciones no se exhibieron en museos ni iglesias, sino en televisión: una maquinaria imperfecta, impredecible, que la película Saturday Night retrata con fascinación, pero también burlándose amablemente de su carácter ocasionalmente berreta. En un momento del filme, uno de los pocos personajes que no está nervioso por la inminencia del show describe la televisión como “una lámpara de lava con un audio ligeramente mejor”.
La película no parece estar del todo en desacuerdo con esa descripción despectiva. Retrata la televisión como un medio que se alimenta a menudo de refritos, producciones mediocres, personajes que permanecen frente a la cámara pese a haber perdido su talento, improvisaciones irresponsables y una necesidad constante de generar contenido. Pero, según lo que insinúa la película, es precisamente esta naturaleza improvisada de la televisión lo que permitió que un producto como Saturday Night Live saliera al aire.
La frase de Lorne Michaels que abre la película lo resume: “El programa Saturday Night no comienza porque esté listo, sino porque son las 11:30”. Nadie imaginaría hablando así a un pintor, a un escritor o un cineasta, pero en el caso de un productor televisivo, necesitado si o si de que lo suyo aparezca a una hora determinada, esto es absolutamente esperable.
Lorne es lo más cercano a un protagonista que tiene Saturday Night. Es el productor y creador del concepto general del programa. Al principio del filme, Lorne es apenas un personaje más dentro de una narrativa coral que salta de un personaje a otro con frenética rapidez, como si estuviéramos en una película de Robert Altman, pero con un mayor grado de dulzura y simpatía hacia los personajes. Ante tanta velocidad es inevitable que la película sea puro presente, obsesionada con mostrarnos un reloj avanzando implacablemente mientras la cámara de Jason Reitman oscila entre movimientos de cámara que captan acciones en tiempo real y un montaje acelerado que transmite adrenalina sin que perdamos claridad de todo lo que pasa.
Con el transcurso del relato, Lorne adquiere características más propias de un protagonista, desarrollando lo que cualquier manual de guion llamaría una “curva dramática”. Así, el hombre inicialmente desesperado e intimidado por un entorno que no puede controlar, se convierte en un director de orquesta que toma decisiones osadas y sigue su intuición.
Mientras más evoluciona Lorne en su rol de productor y organizador, menos coral se vuelve la película. El caos cómico que dominaba al inicio cede paso a un relato más enfocado en el objetivo único de poner al aire un programa innovador, y lo que empieza siendo una comedia de situaciones termina siendo de a poco un relato épico euforizante.
Sin embargo, Lorne no es presentado como una mente brillante ni como un visionario. Es un hombre tímido, sólo ocasionalmente astuto, y con menos habilidades cómicas que cualquier miembro de su equipo. Su fortaleza radica en dos talentos clave: saber comunicarse con todos, desde las personas centradas hasta los desequilibrados (Belushi, Henson, Kaufman), y reconocer sin problemas sus propias limitaciones.
Una de las escenas más significativas ocurre cuando Lorne intenta decir unas líneas graciosas en un sketch. Falla rotundamente y queda opacado por Jim Belushi. En lugar de frustrarse, Lorne se siente orgulloso de Belushi y rápidamente cede su lugar a Chevy Chase.
El contraste con Milton Berle, interpretado magistralmente por J.K. Simmons, no podría ser más claro. Berle, a diferencia de Lorne, insiste en revivir su glorioso pasado y cree que su sola presencia es suficiente para hacer un espectáculo memorable. Su patético número musical se reduce a hacer muecas mientras es el único hombre en un grupo de mujeres vestidas igual.
El problema de Berle no es solo que su humor sea anticuado, sino que su personalidad egocéntrica encarna lo opuesto a lo que Saturday Night Live representa: un programa surgido de un espíritu colectivo, conformado por personas que no buscan desesperadamente la cámara. Por el contrario los personajes más antipáticos de la película (Berle y la censora) son los que se regodean en su pequeño, miserable espacio de poder.
Es curioso, si se piensa. Estamos acostumbrados a concebir el arte como producto de individuos excepcionales y egocéntricos. Parte de lo interesante de Saturday Night es su propuesta de que un gran logro cultural televisivo pudo emerger de todo lo contrario: en el reconocimiento de la grandeza ajena, en la capacidad de resignar cosas en pose de hacer el mejor programa posible con lo que se tiene.
Difícilmente algunas de estas personas sabían en ese primer programa que estaban ante algo grande. Pero como diría Kipling, “el arte sucede”. Así es como, en medio del caos, en medio de sketches que se improvisaban, se acortaban, se planificaban y se cortaban de cuajo, en medio de decisiones instintivas de último momento, crearon un programa que, contra todo pronóstico, perduró 49 años más. Más que un homenaje a un programa específico, Saturday Night es una reflexión sobre cómo la belleza, la inteligencia y hasta el genio pueden surgir en los contextos más insospechados. Jason Reitman parece decirnos que este es un mundo caótico, lleno de gente extraña y cosas que pasan porque sí, pero algunas de esas cosas pueden ser felices y perdurables. No se me ocurre una forma más racional de optimismo que esta.
(Estados Unidos, 2024)
Dirección: Jason Reitman. Guion: Jason Reitman, Gil Kenan. Elenco: Gabriel LaBelle, Cory Michael Smith, Ella Hunt, Dylan O’Brien, Matt Wood. Producción: Jason Blumenfeld, Gil Kenan, Jason Reitman, Peter Rice. Duración: 109 minutos.