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Columnas - PAULO SORIA - Fantástico inoxidable

Fantástico inoxidable | Por qué El exorcista es un clásico

Es de noche y la luz de una ventana se apaga. Una calle vacía. Una virgen. Un título en rojo: El exorcista. En la secuencia siguiente, bajo el calor del desierto en Irak, alguien cava con urgencia. Encuentra una pequeña figura demoníaca. Encuadrado por un triángulo, se presenta Merrin, lo vemos arqueólogo, más tarde sabremos que es sacerdote. El sol naranja enceguece. Merrin tiembla y toma sus pastillas. El tiempo parece detenerse. Dos perros pelean. Algo terrible fue despertado.

Así comienza El exorcista, y lo hace como si se tratara de un texto sagrado invertido. La primera aparición del Mal no ocurre en una iglesia. Ocurre en la tierra, en los restos del mundo antiguo. Merrin tiembla porque sabe qué ha visto. El mal no es una metáfora, es real, tiene forma, tiene nombre y está acá.

Cuando el relato vuelve a Georgetown, cambia la luz, el ritmo y el mundo. Es moderno, científico, clínico. Un zoom hitchcockiano sobre una ventana ya nos indica que algo raro se mueve allí dentro, en la casa en la que se apagó la luz en la primera imagen del film. Hay una madre famosa, una hija curiosa, un sótano, una ouija y un tal Capitán Howdy. 

Pero también hay un cura que se mueve entre médicos y abogados, con una fe que se agota. Ese cura se llama Karras, y tiene dos profesiones: sacerdote y boxeador. La primera representa la fe; la segunda, la brutalidad humana. Ambas se van a enfrentar con el Mal. Pero antes, se las van a tener que ver con la muerte de su madre y todo va a empezar a desplomarse para Karras. El nombre de Dios empieza a llenarse de dudas, más que de certezas.

Lo que hace William Friedkin no es sólo narrar una historia de terror. Toma una historia sobre el Mal —con mayúsculas— y nos muestra cómo distintos discursos intentan explicarlo: la medicina, la psiquiatría, la religión, incluso el cine. Pero ninguna disciplina parece estar preparada —bueno, el cine sí está preparado, va a demostrar Friedkin—. Ni los médicos ni los laboratorios pueden explicar los movimientos de la cama de Regan. Ni todo el despliegue de tecnología médica puede diagnosticar los insultos en latín. Nadie quiere hablar de posesión, porque nadie piensa que eso pueda ser una opción. Aunque en el fondo, es porque nadie se atreve a nombrar al Diablo. Solo la madre, desesperada, se anima a pedir lo imposible: un exorcismo.

Mientras tanto, Karras deambula. Da misa sin fe y corre por las calles como si escapara de un dogma que lo persigue. Ha perdido a su madre y se culpa por ello. Por eso tiene pesadillas en las que no la puede ver ni escuchar. Su Dios tampoco parece haberlo escuchado a él. La fe, como su madre, ya no responde. ¿Será por eso que en las pesadillas aparece ese rostro demoníaco? ¿Eso es algo que se explica con psicoanálisis o con escrituras sagradas?

La actriz rica necesita ayuda para salvar a su hija, pero nada de su mundo intelectual y costoso puede darle una solución. Así que recurre al cura pobre, quien también está en crisis con su propio mundo. Karras acepta sin demasiado convencimiento y nos transporta, a los espectadores, hacia el lugar que será epicentro de toda esta tragedia: la habitación de Regan.

Ese lugar terrible es un infierno, pero invertido, como todo lo que sucede en esta historia. Así lo dictan las más antiguas leyes del horror. Lo siniestro, lo malvado, emerge cuando las reglas que sostienen el orden —el cosmos— se invierten. Entonces el caos tiene su oportunidad de gobernar. Aquí, hasta el propio infierno está al revés. En lugar del calor sofocante del fuego, allí agobian decenas de grados bajo cero. Atravesar el portal de la habitación, es entrar en un espacio —¿y tiempo?— de nuevas reglas. Hay frío, vómito, blasfemias, violencia. Regan ya no está. Su cuerpo ha sido habitado por criatura que se ríe con una voz cavernosa. Friedkin es quirúrgico: no hay música, no hay alivio. Solo crudeza. Cada imagen y cada acción buscan arrinconarnos en el mismo lugar que a sus personajes: frente a lo inexplicable.

Y entonces aparece Merrin. Viejo, tembloroso, pero convencido. Sabe a lo que se enfrenta, porque lo ha visto antes, en Iraq, en sus sueños, en sus más profundos temores. Pero también lo ha enfrentado antes, porque es un exorcista. Cuando la ciencia no ha logrado ordenar lo desordenado, la religión llega para ritualizar. Lo sagrado llega como una salvación, pero nada es inmediato aquí.

El Diablo se impone, dispuesto a quedarse de este lado esta vez. Es inteligente y perverso, peligrosamente el más inteligente y perverso que nadie haya visto, y comienza a jugar con las mentes y emociones de sus contrincantes. Karras cae en sus garras cuando ve a su madre sentada en esa cama —que no aloja ni deja descansar, sino todo lo contrario—. Merrin lo hace salir, decide hacerse cargo del exorcismo en soledad. Pero el Demonio advierte que está débil.

Karras encuentra a Merrin muerto. El Diablo ríe desde el cuerpo de Regan. Está claro, él deberá completar el ritual. Pero a esta altura, ya sabe que no será ni con incienso ni con agua bendita. Porque cuando Merrin muere, Karras comprende que el demonio no es solamente una criatura mitológica. Es la personificación de todo lo que el mundo no puede nombrar: el odio, la culpa, la pérdida. No hay teología que alcance. No hay manual del Vaticano que lo contenga. Entonces Karras hace lo único que puede. Lo mira. Lo enfrenta. Y le grita: “¡Tómame a mí!”

Freud, el padre del psicoanálisis y del horror moderno, ya lo intuía: el verdadero terror no es el que proviene del más allá, sino el que surge cuando lo familiar se vuelve extraño, cuando lo que creíamos entender se quiebra ante algo que no puede ser nombrado. Esa fisura entre lo conocido y lo inexplicable es el corazón de El exorcista. Porque el tema, en el fondo, no es la religión ni la posesión. Es la incertidumbre y el miedo a que la razón no alcance. A que la medicina fracase, a que los exámenes clínicos no encuentren nada. Aunque algo está allí, moviendo la cama, vomitando blasfemias, riéndose con una voz que no es humana. Mientras la religión promete una explicación desde el más allá, la ciencia sólo puede operar en el más acá. Y entre ambas queda un vacío. Un abismo donde ninguna disciplina termina de dar respuestas concretas. Y es ahí, en ese gris, donde se cuela el Mal. El verdadero, el que no tiene símbolo ni cura, el que no se deja nombrar. Pero entonces, llega Karras. Y su herramienta más efectiva serán sus puños. Porque cuando todo ha fallado —la ciencia, la religión, el lenguaje mismo—, lo único que queda es el cuerpo. La carne. La más sincera humanidad.

Aparece la genialidad última del film: el exorcismo no es el clímax del ritual religioso, sino el combate físico. Una entidad malvada que solamente puede ser arrancada del cuerpo poseído a las piñas. Karras no bendice, golpea, llama al Demonio, lo insulta, le pega. Lo arranca de la niña como se arranca un tumor. Puede hacerlo porque ha comprendido que ese cuerpo ya no es Regan, ha logrado ver al mal a los ojos. Y entonces lo enfrenta con todo lo que tiene, con su profesión más básica, la de boxeador. Lo obliga a entrar en sí mismo. Acá Friedkin nos deja una de las imágenes más terribles que vimos en nuestras vidas, la de Karras con los ojos poseídos y su expresión de desesperación. Todas las emociones más terribles, las nuestras y las suyas, están contenidas en esa sola imagen. Luego de este hito en la historia del arte, Karras se lanza. Salta por la ventana. Se sacrifica. Porque entendió que cuando el Mal se disfraza —de niña, de madre o de palabra—, lo familiar se vuelve ajeno, y que por eso hay que enfrentarlo con lo más propio que tenemos: la humanidad brutal. Será la única manera —nos dirá Friedkin— en que podremos restaurar el orden. La única manera de ordenar el caos.

Karras se arroja por la ventana y muere como un héroe griego. Sangrando. Con la cadenita de Merrin en la mano, no escuchamos lo que confiesa ante su ya viejo colega, pero no hace falta. Lo sabemos.

Regan no recuerda nada. Es de día y la ventana que vimos al comienzo, cuando su luz se apagaba una noche, está tapiada. Regan está a salvo.

¿Está a salvo? 

El exorcista es un clásico no solo porque asusta. Sino porque nos confronta con una verdad incómoda: el Mal existe, aunque no siempre tenga explicación. Frente a él, las religiones, las ciencias y los rituales pueden fallar. Lo que queda para enfrentarlo, entonces, es nuestra humanidad.

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